Vivir con él.
Joder, eso es como un sueño hecho realidad. Algo que he soñado desde hace dos años. Durante las noches, recostada en mi pequeña cama, mirando el techo de mi apartamento, fantaseaba con esta posibilidad que ahora se materializa frente a mí como una aparición casi sobrenatural.
Las coincidencias de la vida a veces nos sorprenden con oportunidades que parecen extraídas directamente de nuestras más profundas fantasías, aquellas que guardamos en el rincón más íntimo de nuestro corazón, temerosos de que al compartirlas se desvanezcan como la niebla matutina.
Sería la mujer más feliz del mundo si su propuesta de vivir con él fuera en pareja, como dos personas que se aman y empiezan a formar su hogar, construyendo poco a poco ese nido que albergaría sueños y esperanzas entrelazadas. Sin embargo, las cosas no son como las soñé, menos con ese planteamiento de futuros juntos que él ha expuesto con frialdad calculadora ante mí.
La realidad, se burla de mis anhelos románticos mientras me ofrece una versión de lo que alguna vez deseé, pero sin esperanza. Las paredes de cristal que he construido alrededor de mis sentimientos comienzan a resquebrajarse ante la cruda realidad que se despliega frente a mis ojos, obligándome a reconocer que el cuento de hadas que imaginé está muy lejos de materializarse.
Él solo me quiere cerca para asegurarse que, el pequeño que plantará en mi vientre se mantenga a salvo, protegido de cualquier eventualidad que pudiera poner en riesgo el tesoro que representará para él.
No hay amor en sus palabras, ni ternura en sus gestos; solo determinación empresarial, como si estuviera cerrando el más importante de los negocios, estableciendo términos y condiciones para proteger su inversión más valiosa.
Sus ojos, fríos como el acero, me observan evaluando cada reacción, cada gesto involuntario que pudiera delatar mis pensamientos mientras mi corazón se encoge ante la sinceridad de sus intenciones.
Adrián Santoro no puede pedirme que viva con él en pareja, porque: está casado con otra mujer que probablemente despertará en cualquier momento; solo soy una incubadora, un recipiente humano que albergará su descendencia sin derecho a reclamar nada más que lo estipulado en un contrato; y lo más importante, no me ama como yo secretamente anhelo ser amada por él.
Cada vez que nuestras miradas se cruzan, puedo percibir el vacío emocional que existe entre nosotros, ese abismo insalvable que separa mis ilusiones románticas de su pragmatismo despiadado, recordándome que para él soy simplemente un medio para alcanzar un fin deseado.
—Señor... no creo sea apropiado... —mis mejillas arden como brasas incandescentes mientras pronuncio esas palabras entrecortadas, sintiendo que mi rostro se convierte en un mapa de mi vergüenza y confusión.
El calor asciende desde mi cuello hasta la raíz de mi cabello, delatando el torbellino de emociones contradictorias que me invade.
Él me interrumpe de golpe, con un gesto autoritario que corta el aire entre nosotros, haciéndome olvidar lo que iba a decir, borrando de mi mente cualquier argumento coherente que pudiera haber formulado para defenderme de esta propuesta.
—Firma el documento si estás dispuesta a hacerlo, y acata todas mis órdenes —su voz resuena como un látigo, imponiendo su voluntad sin concesiones, sin espacio para negociaciones o términos medios.
Cada palabra es una sentencia definitiva, pronunciada con la seguridad de quien está acostumbrado a que el mundo se doble ante sus deseos, de quien jamás ha escuchado un "no" como respuesta a sus demandas.
Es demandante hasta límites insospechados, frío como un témpano de hielo en la más cruda noche invernal, malévolo en su capacidad para manipular cada situación a su favor sin el menor atisbo de remordimiento, pero me encanta de una manera que ni yo misma puedo explicar.
Su presencia imponente, su aroma intenso y masculino, la forma en que sus ojos me atraviesan como si pudieran leer cada uno de mis pensamientos más íntimos, todo en él despierta en mí sensaciones que creí imposibles.
Le diría todo sí, renunciaría a mi dignidad y mis principios por una simple caricia suya, solo que no voy a ceder a todos sus caprichos, porque existe una línea que me niego a cruzar, porque no pienso ser una mantenida dependiente de sus generosidades calculadas.
—Señor Santoro, puedo aceptar mudarme a su casa, adaptarme a su espacio y sus reglas dentro de lo razonable, pero no pienso aceptar dejar mi trabajo —sus ojos se cierran levemente mientras me mira, como evaluando la autenticidad de mi resistencia inesperada—, no hasta que se confirme que estoy en embarazo —sigue mirándome de tal forma que me hace temblar hasta la médula, como si sus pupilas fueran dos pozos oscuros capaces de succionarme por completo, pero sigo hablando porque tengo que dejar clara las cosas desde el principio, establecer límites que protejan al menos una parte de mi independencia.
—No puedo dejar de trabajar, no siento que sea su responsabilidad correr con los gastos sin que lleve aun a su hijo en mi vientre. La verdad es que, no me sentiría cómoda aceptando su dinero cuando todavía no he cumplido con mi parte del trato, cuando todavía soy simplemente una candidata a portadora de su descendencia —intento mantener firme mi voz, aunque siento que cada palabra se tambalea al salir de mis labios.
—¿Recuerdas que te he despedido? —su pregunta cae como una losa pesada sobre mis hombros, recordándome mi posición, mi dependencia económica que él ha orquestado para tenerme exactamente donde me quiere.
—Buscaré trabajo en otro lugar, señor. Pero no puedo quedarme sin hacer nada, necesito mantener mi mente ocupada, sentirme útil más allá de mi función biológica.
—No —dice tajante, cortando el aire con su negativa absoluta—. No vas a irte a ningún otro lugar —aparta la mirada de mí y la posa en los ventanales que quedan a mi espalda, como contemplando un horizonte que solo él puede ver, quizás visualizando su plan maestro tomando forma—. Ocuparás el lugar de secretaria.
—¿secretaria? —repito, incrédula, mientras vuelve a mirarme con esa intensidad que desestabiliza mis defensas.
—Es lo que he dicho, sin ambigüedades ni interpretaciones alternativas. Desde el lunes, serás mi secretaria, tendrás acceso a mis agendas, a mis reuniones más confidenciales, estarás presente en cada momento crucial del desarrollo empresarial.
—Pero... —intento formular alguna objeción, encontrar algún resquicio en su propuesta aparentemente perfecta.
—Pero nada —empuja de nuevo la carpeta que he dejado segundos atrás en el escritorio, acercándola a mí con un gesto imperativo que no admite réplica— Hazlo de una vez, firma y sella tu destino.
Bajo la mirada al papel, sin poder creer la situación en que me encuentro, aunque, pensándolo bien, seré la secretaria de presidencia, un puesto codiciado por muchas personas con más experiencia y cualificaciones que yo.
No retomo la lectura del documento lleno de cláusulas legales intimidantes, simplemente voy al final de la hoja donde se requiere mi firma, y antes de plasmar mi consentimiento en tinta, él expone con su gruesa voz que reverbera en mi pecho—. No has puesto el precio.
Levanto apenas la mirada, encontrándome con esos ojos intensos que parecen taladrar mi alma— ¿Puedo colocar cualquiera? —pregunto con un hilo de voz.
—La que quieras, y consideres necesario para cumplir con tu parte del trato —muerdo el labio, considerando cuidadosamente mis opciones.
Con el corazón latiendo a mil por segundos, como un tambor desbocado que amenaza con romper mis costillas, empujo el papel hacia él. Sus espesas pestañas bajan un segundo, como cortinas que ocultan momentáneamente la intensidad de su mirada, para luego volver a subir revelando una mezcla de sorpresa y algo que no logro identificar— ¿Estás segura de que solo quieres que pague tu universidad? —asiento con un leve movimiento, incapaz de verbalizar mis razones.
—¿No crees que es muy poco en comparación con lo que me estás ofreciendo? —insiste, como si no pudiera creer mi modesta petición.
—No, señor. Culminar los estudios nunca es poco, es más de lo que alguien como yo puede conseguir por mis propios medios. La educación es la única herramienta que puede cambiar mi destino permanentemente.
Bajo la mirada, porque no puedo mantenerla fija en la suya, ya que es tan intensa y penetrante que me tensa cada músculo del cuerpo, haciéndome sentir expuesta y vulnerable.
—Bien, si eso es lo que quieres, entonces no hay más que decir —asiento mi firma sin titubear, sellando un pacto que cambiará irreversiblemente el curso de mi existencia.
Tal vez no salieron las cosas como quería en un principio, tal vez no haya amor ni romance en este arreglo frío y calculador, pero conseguiré culminar la universidad, y así poder realizar mis sueños profesionales que parecían inalcanzables hace apenas unos días.
A veces, los milagros adoptan formas extrañas y condiciones inesperadas.
—Mi secretaria hasta que Diogo realice todos los exámenes y pueda realizar el procedimiento con las máximas garantías. Tienes todos los permisos disponibles mientras se realiza la plantación —hace una pausa calculada, dejando que sus palabras se asienten en mi conciencia—. Nos vemos el lunes, señorita Andrade.
Andrade.
Ya no se me hace raro escuchar ese apellido que adoptó como propio hace tanto tiempo. Al principio, cuando me llamaban por ese nombre y apellido, olvidaba que era mi nueva identidad, me costaba reaccionar como si realmente me perteneciera. Hace tanto tiempo que no escucho ni mi nombre verdadero, menos mi apellido real, que se han convertido en recuerdos difusos de una vida anterior, y espero fervientemente que después de retomar mi apariencia anterior, cuando todo esto termine, no traiga mi pasado de regreso como una avalancha imparable.
Han pasado dos años desde que escapé de aquella vida que me asfixiaba. Mi padre debió encontrar una solución a la vergüenza que le causé, probablemente inventando alguna historia conveniente para salvar las apariencias. Deben haberse olvidado de mí, de mi traición y mi cobardía. Ya ni siquiera deben recordar lo que sucedió aquel día cuando desaparecí sin dejar rastro.
¿Puede un hombre olvidar que se lo dejó plantado en el altar y seguir con su vida como si nada hubiera ocurrido? ¿Puede el orgullo herido sanar con el tiempo y convertirse en indiferencia?
Yo espero que sí, con toda mi alma, porque no lo conocía, y él no me conocía en persona, solo la imagen fabricada que mi familia le había vendido como mercancía valiosa. Éramos dos extraños unidos por un contrato familiar, no por el amor que debería preceder a un matrimonio verdadero.