1. Pre-escrito
Hace algunos años, quince para ser exactos, en el seno de una familia amorosa y feliz nació una adorable bebita con los ojos verdes, del mismo tono que el dije del medallón que su madre le colocó apenas llegó al mundo. Nadie imaginaba que aquel pequeño amuleto, heredado por generaciones, sería mucho más que un simple adorno: era la marca que distinguía a las hijas elegidas de la familia.
Al poco tiempo, un repentino viaje cambió para siempre el destino de la pequeña. Según las creencias de las familias místicas que aún sobreviven ocultas entre la gente común, nada es casualidad. Todo está escrito desde antes de nacer: el nombre, la misión y hasta la sombra que algún día amenazaría su camino. Y aquel viaje —tan inesperado como inevitable— sería la primera señal de que su vida jamás sería igual.
MARABENA 2010
“La delincuencia organizada en su máximo esplendor”, solía leerse en todos los periódicos de la ciudad. El miedo ya no era una emoción aislada: era un huésped permanente en cada hogar, un susurro que recorría las calles vacías y se instalaba en los corazones de quienes todavía se atrevían a salir. Los habitantes del pueblo habían dejado de vivir; apenas sobrevivían.
En cuanto se escuchaba el primer balazo, todos huían despavoridos, como si la muerte misma caminara entre las sombras. La vida ya no era factible allí. Las risas de los niños se habían apagado, los negocios cerraron y las noches se llenaron de un silencio extraño, denso… presagioso. Muchos se vieron obligados a abandonar su lugar de nacimiento en un intento desesperado por preservar la vida de sus seres queridos.
Juan Pablo
—Sin más ni menos tenemos que irnos de aquí… —pensó aquél hombre mientras veía por última vez la fachada—. Cómo voy a extrañar esta casita que era de mis padres. Pero ni modo, los bienes son pa’ remediar los males, y hoy lo más importante es la seguridad de mi familia.
—¡Ándale, mujer! —gruñó Juan, cargando las últimas cajas a la troca—. Se hace tarde y no quiero que nos agarre la noche.
—Ya vamos, viejo —respondió ella, limpiándose las mejillas con el dorso de la mano—. Ponles un suéter a los niños y vámonos.
—Pues tú apúrate —replicó él sin voltearla a ver—. Nomás te entretienes mirando pa’ todos lados.
Ella suspiró largo, como si soltara un pedazo de su vida.
—Es que… siento un chorro de nostalgia. ¿Que no ves que esta ha sido mi casa por tantos años?
—Pos ni tantos, mujer —dijo Juan, intentando sonar firme aunque la voz se le quebraba tantito—. Ándale, ya no chilles. Ya verás que a donde vamos tendremos otra casa igual de bonita que esta.
—Si no lloro por la casa, Juan… —ella bajó la mirada—. Lloro por todos los recuerdos que dejamos aquí.
Juan se acercó por fin, le puso la mano en el hombro y dijo con suavidad:
—No, mujer. Los recuerdos no se quedan aquí. Esos nos los llevamos en la cabezota… y en el corazón, ¿sí?
Ella asintió, respiró profundo y se enderezó.
—Ta güeno, pues. Camínenle, niños, que ya es hora de irnos.
Los pequeños obedecieron en silencio, sujetando sus mochilitas desgastadas, sin entender del todo la urgencia, pero sí el miedo.
—Súbanse a la troca —ordenó Juan mientras encendía el motor—. Vámonos.
Y con un último vistazo a la casa que los vio crecer, cerraron la puerta de la vieja camioneta y emprendieron el camino hacia un destino incierto… pero necesario.
María
El viaje había sido largo y cansado. Los niños se habían quedado dormidos en la parte de atrás de la troca, con la boca entreabierta y las manitas sucias de galletas.
“Se ven tan chulos así… pues claro, así no dan nadita de lata. Hasta parecen angelitos”, pensaba mientras miraba por la ventana.
—Gracias, Juan —dijo de pronto.
—¿Y ‘hora por qué, vieja? —preguntó él sin apartar la vista del camino.
—Pos por pensar primero en nuestra seguridad. Ya ves que ya no se podía vivir a gusto en Marabena.
—Pos sí… en cualquier momento llegaban y nos mataban, ¿pa’ qué quieres? Pero ya verás que a donde vamos todo será mejor. Hasta otro trabajo voy a tener —respondió con un dejo de esperanza.
Suspira.
—Sólo espero que la nueva casita tenga harto patio pa’ mis animalitos. Ya ves que acá tenía mis gallinas y mis puerquitos…
—Pos con el tiempo los volveremos a tener. Mira, mujer, vamos a descansar tantito aquí junto al río. Despierta a los niños pa’ que estiren las piernas y vayan al baño.
—Voy a sacar las tortas que preparé pa' comer en el camino y de una vez nos las recetamos, ¿cómo ves?
—Ándale, qué buena idea, porque ya tengo harta hambre.
Un rato después, ya comidos y medio frescos, los niños jugaban metiéndose los pies en el agua fría del río.
—Oye Juan… ¿y pa’cá no vienen los matones de Marabena? —pregunté con miedo.
—No creo, mujer. A este lugar viene mucha gente de vacaciones. Mira, luego lueguito se ve que no son de por aquí.
—Es que tengo harto miedo… que así como allá, esos malandros no dejen vivir.
—Pues espero que no. Ya estamos lejos, además ya hubiéramos escuchado balazos.
—Pos eso sí… pero de todos modos, ¿no sería buena idea seguir nuestro camino mejor?
—Pos sí, no nos vaya a agarrar la noche. Ya tráete a los niños.
—¡Changel! ¡Sofía! ¡Vámonos!
Los niños regresaron corriendo… pero antes de alcanzar a María, se quedaron quietos.
—¡Mamá, papá! ¿Escucharon eso?
Un estruendo retumbó sobre el río. Luego otro.
Y otro.
Los gritos comenzaron a multiplicarse. La gente corría despavorida. Balas perdidas zumbaban entre los árboles.
—Es tiempo de irnos —dijo Juan, levantándose de golpe.
Subieron a la troca, pero el motor apenas tosió y se apagó.
Otra vez.
Y otra.
—¡No puede ser! —gruñó Juan, golpeando el volante—. ¡Ahorita no!
Un grupo de turistas gritaba, huyendo en todas direcciones. Algunos caían. Otros se tiraban al suelo.
—¡Bájense rápido! Hay que escondernos por allá —ordenó Juan señalando la maleza.
Corrieron entre los arbustos, agachándose, protegiendo a los niños con los brazos. El hedor a pólvora llenaba el aire.
Lograron ocultarse detrás de unos matorrales. Los disparos seguían, pero más lejos. Heridos gemían a pocos metros y aún había gente corriendo sin rumbo.
—Mira, Juan… allí hay una niña —dije en voz bajita.
Una pequeñita tambaleaba entre los troncos, llorando bajito. Apenas sabría caminar.
—Déjala, mujer. Sus padres de seguro la están buscando —dijo Juan, sin convicción.
Pero María ya estaba avanzando hacia ella, sigilosa como pudo.
La levantó en brazos. La niña se aferró a su blusa, sollozando.
Cuando regresó, Juan la miró y soltó un resuello resignado.
—No podía dejarla allí —dijo María, meciéndola despacito—. La pueden matar.
—Qué bueno que la trajiste… —admitió Juan—. Está rechula la criatura.
—Hay que esperar a ver si sus padres aparecen. Deben estar desesperados.
—O muertos —soltó Changel.
—¡No digas eso, mijo! —reprendí—. La niña no se puede quedar sola, ¡imagínate!
—Pos yo no veo a nadie buscándola —dijo el niño encogiéndose de hombros.
—Hay que esperar, a lo mejor tienen miedo todavía —insistió María.
Juan observó alrededor.
El silencio empezaba a volver, pero el caos seguía impregnado en el aire.
—Pos sí —dijo al fin—. Vamos a esperar, pues. Al cabo ya se acabó el alboroto.
María abrazó más fuerte a la bebé de ojos verdes.
Y sin saberlo, en ese mismo instante, el destino de dos familias quedó unido para siempre.
El tiempo de espera fue impreciso; pudieron haber sido minutos o quizá una hora entera. Para María, el miedo lo distorsionaba todo. Miraba hacia los árboles, hacia el camino, hacia donde antes había gritos… pero ya no quedaba nadie. Ni turistas, ni heridos, ni matones.
Solo el murmullo del río y aquella extraña calma que aparece después del caos.
La pequeña seguía dormida en su regazo, exhausta de tanto llanto.
—Juan… —dijo María, con la voz hecha un hilo—. No viene nadie.
Juan miró alrededor por última vez. El sol ya estaba bajando y la tarde comenzaba a tornarse anaranjada. Aquello le dio un nudo en la garganta: dejaban atrás una vida, perdían un hogar… y ahora el destino les ponía una criatura abandonada entre las manos.
—Pos no —respondió al fin, rascándose la nuca—. No viene nadie.
María tragó saliva.
—¿Y qué hacemos?
Juan suspiró profundo, como quien sabe que está firmando un compromiso para toda la vida.
—Yo… yo no tengo corazón pa’ dejarla aquí —admitió, bajando la mirada para ocultar la emoción—. Una criaturita así… ¿qué va a saber del mundo? No tiene la culpa de nada.
María lo observó, enternecida.
—Entonces… ¿nos la llevamos?
Juan dudó apenas un segundo, pero la bebé se acomodó entre los brazos de María como si allí hubiera pertenecido desde siempre. Y ese gesto, tan simple, terminó de decidirlo.
—Pos sí —dijo con firmeza—. Nos la llevamos. Dios dirá.
Changel y Sofía, que escuchaban desde atrás, se acercaron curioso.
—¿Y va a ser nuestra hermana? —preguntó Sofía, con los ojos muy abiertos.
Juan la miró de reojo.
—Pos no sé… pero sí va a venir con nosotros.
La niña abrió los ojos por primera vez desde que la encontraron. Un par de ojos verdes, tan profundos como el río mismo, los miró con una calma extraña… una calma que ninguna criatura tendría después de un tiroteo.
María no pudo evitar estremecerse.
—Mira nada más qué ojitos tiene… parecen… —se detuvo un segundo, incapaz de encontrar la palabra adecuada.
Juan asintió lentamente.
—Parecen de esas familias antiguas… de las que dicen que traen un destino ya escrito.
María la abrazó más fuerte.
—Sea como sea… ya es una de nosotros.
Y allí, entre la maleza, con la troca todavía descompuesta y el cielo oscureciendo, la vida de esa familia cambió para siempre.
Juan Pablo
He visto el futuro de la niña de ojos de color… y es tranquilo. Una vida larga, marcada por algo grande. Pero en ninguna de mis visiones aparece su familia. Ni una sombra, ni una voz, ni un rostro.
¿Qué debería hacer? —me pregunto mientras mi corazón late inquieto.
Pido una señal a mis ancestros.
Ellos responden.
Un viento frío se levanta de golpe y hace crujir los árboles, como si la tierra misma susurrara: No la dejes sola… aún no es tiempo de que vuelva a su origen.
—¡Anda, María! —grita Juan desde la troca—. Debemos irnos. Ya empezó a llover y si el río se desborda, nunca llegaremos al pueblo.
María acomoda mejor a la bebé en sus brazos mientras sube a la camioneta. La lluvia cae en gotas gruesas, golpeando el toldo como si el cielo quisiera apurarlos.
En el trayecto, mientras la troca brinca por el camino lodoso, María se da cuenta de algo.
—Mira nomás, Juan… —dice con sorpresa—. En el cuellito trae un collar… ¡Pero qué collar! Es una joya fina, fina. El dije es como una estrella de color esmeralda.
Juan la observa de reojo mientras esquiva un bache.
—Pos sí… se ve caro. Su familia debe tener mucho dinero.
Pero… ¿dónde están? No sabemos nada de ellos, ni siquiera los vimos pa’ buscarlos.
María acerca el dije a la luz que entra por la ventana. El brillo verde ilumina por un segundo los ojos de la niña.
—Sus ojitos son del mismo color… —murmura—. Como si la piedra fuera parte de ella.
—Rechulos, sí se los vi —dice Juan, medio sonriendo.
La bebé los mira, curiosa, con esos ojos que parecieran guardar secretos viejos, secretos que no pertenecen a un niño.
—¿Cómo te llamas, pequeña? —pregunta María con dulzura.
Juan resopla.
—Está muy chiquita, vieja. No creo que sepa decir su nombre.
—Pos no, ¿verdad? Pero entonces… ¿cómo debemos llamarla?
La niña levanta su manita gorda y señala su propio pecho, tocando el dije con la punta de los dedos.
—Etela —balbucea con una vocecita baja, pero clara.
María parpadea.
—¿Estrella? ¿Así te llamas?
La pequeña ya no dice nada más. Solo se recarga en su pecho, tranquila, como si haber dicho ese nombre fuera suficiente.
—Pos así le vamos a decir —concluye Juan—. Estrella.
La lluvia cesa poco a poco, dejando un olor fresco a tierra mojada. Pasan horas más de camino, horas de silencio, cansancio y esperanza.
Finalmente, al amanecer…
El letrero oxidado aparece entre los árboles: “Bienvenidos a Andalucía”
Un nuevo inicio para la familia.
Un destino marcado para la niña de ojos esmeralda.
Y un secreto que apenas comienza a despertar.
Juan Pablo
Al fin llegamos.
Después de tantas horas de camino, de la lluvia, del miedo y del cansancio, ver cualquier techo ya era un alivio. Pero ahí estaba: un pequeño cuartito de adobe, humilde, con su puerta de madera gastada y un techito que parecía recién arreglado.
—Anda, mujer —dije bajando de la troca y sacudiéndome el lodo del pantalón—. Aquí está nuestra nueva casa.
Es muy pequeña, pues… es lo que alcancé a construir pa’ venirnos rápido.
María se bajó cargando a la niña, con los ojos cansados pero brillantes. Miró el cuartito como si fuera un palacio.
—Es perfecta, Juan —respondió sonriendo—. No te preocupes, ya te ayudaré a levantarle más cuartos.
Y un gallinerito pa’ mis animalitos también, ya verás.
Los niños corrieron alrededor del lugar, explorando como si fuera terreno nuevo de aventuras. El aire de Andalucía era distinto: más limpio, más fresco… más tranquilo.
Por primera vez en mucho tiempo, se sentía como un lugar donde uno podía respirar sin miedo.
María se acercó a la puerta, la abrió despacio y entró. El cuartito estaba vacío, sin muebles ni nada, solo el olor a tierra y madera reciente.
—Ay, Juan… —dijo ella acomodando a la niña en su cadera—. Aquí vamos a empezar de nuevo.
Asentí.
Porque era verdad.
Aquí se escribiría otra historia.
La pequeña Estrella abrió los ojos, esos ojos de esmeralda tan fuera de lo común, y miró el interior oscuro del cuartito como si reconociera algo… como si algo antiguo y dormido despertara en ella al pisar ese lugar.
—Mira nomás, Juan —dijo María—. Hasta parece que le gusta.
Yo también lo sentí.
Un escalofrío leve, como si el aire cargara un mensaje.
Aquí es, susurraba algo dentro de mí.
Aquí empieza su destino.
ANDALUCÍA, 2016
El tiempo pasó como pasan los ríos: sin pedir permiso y sin dejar que nadie regrese a recoger lo perdido.
De los padres de Estrella jamás se supo nada. Ningún nombre, ningún rastro, ninguna denuncia. Era como si la niña hubiera salido de la nada… o de alguna parte que nadie en Andalucía podía imaginar.
Pero eso nunca importó.
Estrella creció envuelta en amor, rodeada de risas y de los regaños cariñosos de María, que la trató como a una hija desde el primer día. Juan la enseñó a respetar la tierra, a escuchar el viento, a trabajar con las manos honestas. Y Changel y Sofía… ellos la adoptaron como hermana sin cuestionar de dónde venía ni por qué traía un collar tan fino como para no pertenecer a ese pueblo.
Los tres crecieron juntos, como si la sangre los uniera. Compartieron cuadernos, secretos, caídas, travesuras.
Y aunque todos en el pueblo sabían que Estrella no era hija biológica de María y Juan, también sabían que en esa familia no había distinciones.
Estrella era una más.
Y lo sería para siempre.
Lo único que la hacía diferente —además de esos ojos verdes tan poco comunes por la región— era el dije en forma de estrella que jamás se quitaba. María lo había intentado una vez, cuando Estrella tenía seis años, para bañarla bien… pero la niña lloró como si le arrancaran un pedazo del alma.
Nunca volvió a intentar quitárselo.
Y aunque nadie lo decía en voz alta…
todos habían visto alguna vez como si esa piedra brillara más de la cuenta.
Changel
Mis papás han trabajado toda su vida para darnos una mejor oportunidad, por eso siento la obligación —y el orgullo— de esforzarme cada día. Quiero estudiar, superarme y seguir ayudándoles aquí en la abarrotera. Sé que con trabajo y fe, saldremos adelante.
Hoy compré unos libros para mis hermanitas. Estoy seguro de que les van a encantar.
— Mamá, te traje un poco de mandado.
— Ay, mijo, muchas gracias.
— Sofía, Estrella… les traje algo.
— ¿Qué es? ¿Qué es?
— Unos colores y libros para colorear.
— ¡Changel, qué bueno eres!
— Podrán usarlos luego de la clase del día.
En este pequeño pueblo, estudiar es un privilegio que pocos pueden pagar, casi siempre solo los hombres y solo si tienen dinero. Mis hermanitas no tienen esa oportunidad, así que yo mismo les enseño lo que sé.
— Hoy aprenderemos divisiones…
Las dos son listas, curiosas y aplicadas. Por eso me empeño tanto: no quiero que terminen ignorantes como muchas muchachas del pueblo, que por falta de estudio soportan abusos y humillaciones. Mis hermanas merecen un futuro mejor. Merecen que nadie las trate como tontas; solo de imaginarlo, se me revuelve la sangre.
— Mijo, siempre tan preocupado por tus hermanas. Anda, vente a comer; debes estar muy cansado —me dice mamá.
La comida de mi mamá es un manjar, así que corro a lavarme las manos. Cuando llego a la mesa, mi papá ya está sentado.
— Mijo, mañana hay que resurtir la abarrotera.
— Sí, apá. Yo me encargo. Tú lleva a mi mamá a su chequeo médico.
— Ese es mi muchacho. Y ustedes, mis niñas, se quedan aquí, ¿eh? No le vayan a abrir a nadie.
— Sí, papi.
Sofía y Estrella tienen apenas siete y ocho años, pero son tan trabajadoras y vivas que uno no puede evitar sentir orgullo de ellas.
CIUDAD BUENAVENTURA
Isabel
Han pasado seis años desde que perdí a mi pequeña Esmeralda. Seis años desde aquellas malditas vacaciones que destrozaron mi vida y mi paz. Desde entonces, cada amanecer pesa, cada noche arde.
— Detective, por favor… dígame que ya tiene noticias de mi hija.
El hombre baja la mirada. Ese gesto, ya tan conocido, me atraviesa como un cuchillo.
— Lo siento, señora… pero no tengo nada aún.
Mi mundo vuelve a hacerse trizas.
— ¡No es posible que en tanto tiempo no se sepa nada! ¡Nada!
— Calma, Isabel —me dice Ignacio, intentando sostenerme del brazo—. El detective no tiene la culpa.
— Lo sé.
Mi voz tiembla, pero la rabia me sostiene de pie.
La culpa la tengo yo… por haber... Por haber... Ni siquiera puedo decirlo... Pero ese segundo bastó. Un segundo para que Esmeralda desapareciera. Un segundo para que mi vida dejara de tener sentido.