11. Hambre y frío

2087 Words
Estrella Yo pensé que la ciudad era diferente. En el pueblo, cuando uno anda vagando por las calles, siempre hay quien te ofrezca un techo, aunque sea un cuartito prestado o un catre viejo. Aquí no… aquí a nadie parece importarle la desgracia ajena. La gente pasa de largo, como si yo fuera invisible. Es triste… y ahora no tengo dónde dormir, y el frío cala hasta los huesos. Sigo caminando en medio de la noche. Al menos no está tan oscuro como en el monte, porque aquí hay luces por todos lados, pero eso no quita lo inseguro. De pronto, encuentro una casa en construcción. Me asomo con cuidado, temiendo ver a alguien, pero está vacía. Podría dormir aquí, pienso. Aunque con este frío y el hambre que traigo, no sé si lo logre. Me siento en un rincón y, sin querer, me pongo a llorar. No sé cuánto tiempo paso así, abrazándome la panza. — Este lugar no está mal, mientras no llueva estaremos bien… — susurro entre sollozos. — ¿Cómo voy a sacarte adelante así, criatura? No quiero que te falte nada. Perdóname por fallarte hoy, pero mañana encontraré trabajo… como sea. Esto no se va a repetir, te lo prometo. Entre mi propio llanto me quedé dormida. Me despertó el frío del amanecer. El sol aún no salía por completo, pero el cielo ya se pintaba de colores. Salgo antes de que alguien me vea. Con los pocos pesos que junté ayer en la bolsa, me encomiendo a Dios… a ver si hoy sí me escucha. Sin embargo, el día avanza otra vez y nada. La gente no quiere darme trabajo porque no tengo estudios ni papeles. ¿Para qué los quieren? Si lo que buscan es que uno trabaje con las manos… no con esas cosas. — ¿Y ahora qué voy a hacer? — murmuro en voz baja. Mi bebé necesita que yo coma bien… y yo no tengo nada. Regreso a la tapia donde dormí anoche. No me queda de otra. — Tendremos que repetir, criatura… pero sólo por ahora — le digo acariciando mi panza. — Dios tiene que apiadarse de nosotros tarde o temprano. Mi papá siempre decía que era mejor pedirle ayuda a los ancestros, que ellos interceden por uno ante el supremo. Pero yo nunca me sentí en confianza… quizá por eso se olvidaron de mí. A veces pienso que Dios tampoco me escucha, que soy como una hormiguita para él… de esas que uno ni nota cuando camina. Duermo otra vez con frío. Y al amanecer, se me ocurre una idea para comer algo hoy. Haré como los demás de las calles: lavar carros o hacer malabares en los semáforos. Tal vez ellos me dejen unirme. La gente que sufre siempre es buena… ¿no? Intento pensar en un acto: a lo mejor si salto en un pie mientras aviento una piedra y la agarro… lo ensayo un momento, torpe, cansada, cuando de pronto alguien me habla. — Ni lo intentes, esa esquina ya tiene dueño — dice un muchacho que lava carros. — ¿Dueño? Yo pensé que las calles eran libres — respondo. — Pues pensaste mal. Aquí no es nomás llegar y unirte. Todos somos amigos, pero cada quien tiene su esquina. — ¿Hay muchas por aquí? — Sí, pero en toda esta zona ya están ocupadas. — ¿Entonces qué hago? Tengo dos días sin comer… y ya no tengo fuerza pa’ llegar a otro lado. Él me mira de arriba abajo. — Pues… la verdad andas bien mugrosa. A lo mejor la gente se apiada y te da unas monedas con que las pidas. — ¿Pedir limosnas? — Sí, no es malo. Nada más es quitarte la vergüenza. Yo así empecé. — Si tú lo dices… ¿y eso de que estoy mugrosa “de verdad”? — No te ofendas, pero sí… nosotros andamos sucios nomás de a mentiras, pa’ dar lástima. Es un disfraz. — Yo pensé que eran como yo… — No, lo siento, muchacha. No entendí muy bien, pero seguí su consejo. Es sólo mientras encuentro un trabajo… aunque sé que así, tan sucia, nadie me va a contratar. El aroma de los tacos llega hasta donde estoy. O quizá sea una torta… pero se me hace agua la boca. No sé cuánto más aguante sin comer. Algunas personas me dan unas monedas, pero no es suficiente. Me empieza a faltar el aire, quizá ya esté demasiado débil. Entonces, un auto muy bonito baja la ventana. Mi esperanza se prende como una lucecita. — Una limosnita, por favor… — digo casi sin voz. El joven del auto me mira, algo sorprendido… y me entrega un billete. Un billete. Siento que el corazón se me revienta de alivio. Cuando el joven me entrega aquel billete, siento que las piernas se me aflojan de la pura emoción. Lo tomo con las dos manos, como si fuera un tesoro que se me pudiera escapar entre los dedos. — ¡Muchas gracias, señor! — digo casi llorando, porque no puedo creerlo. Él me mira un momento… su mirada es limpia, casi como la de los muchachos del pueblo, pero con una sombra de sorpresa y preocupación cuando ve mi ropa, mi carita cansada y mi panza apenas empezando a notarse. Me da pena. Me gustaría estar limpia, presentable, oler bonito… pero no se puede ahora. Vuelve a mirar hacia el frente cuando el semáforo cambia, pero antes de avanzar me dice: — Cuídate mucho, ¿sí? — Sí, señor… Dios lo bendiga. El auto arranca y me deja allí, con el billete temblando en mis manos. Me tapo la boca para que no se me escape un sollozo. No sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que alguien me habló así, con bondad. Con ese billete sí podré comer hoy. No sólo una torta… hasta podría comprar agua y quizá un pan para mañana. Camino rápido hasta una taquería cercana. El olor es tan rico que casi lloró otra vez. — ¿Qué le sirvo, güerita? — pregunta el señor de la plancha. — Una torta de lo que sea… y un agua — digo, tratando de que la voz no me tiemble. Me siento junto a la barra, con mis manos frías y sucias. Observo cómo prepara la torta, cómo coloca el queso, cómo dora el pan… la boca se me hace agua. Cuando por fin le doy la primera mordida, siento que el mundo se me ilumina un poquito. Es como si todo el sufrimiento de estos días se hiciera pequeño. Mi bebé se mueve despacito, o al menos eso creo, quizá es mi estómago agradeciendo. Después de comer, guardo el resto del billete en mi falda, bien doblado, como si fuera un amuleto. Debo seguir buscando trabajo. Pedir limosna no me gusta… pero hoy me salvó. Mañana quizá no tenga la misma suerte, así que debo prepararme. Ignacio omo mi mamá Isabel me enseñó, siempre trato de ayudar a la gente necesitada. Es devastador verlos así, perdidos entre el hambre y el frío. Si pudiera darles trabajo a todos, sería una bendición. Esa joven, por ejemplo… se nota que no ha comido en días. Su ropa está sucia “de verdad”, no como los lava carros que sólo se disfrazan para conseguir unas monedas. Pero uno nunca sabe lo que cada quien carga en el alma, así que prefiero no juzgar. Le he dado un billete a la muchacha, y ella me sonríe con tanta gratitud que casi puedo sentir su alivio. — ¡Muchas gracias, señor! — me dice, y juro que vi cómo se le escurrían un par de lágrimas. Marbella, que va a mi lado, me toma la mano. — Mi amor, tú siempre tan bondadoso… pero no puedes ayudar a todos. — Lo sé, Mar. Pero créeme que, si pudiera, lo haría sin pensarlo. Ella suspira, como si la conmoviera, aunque enseguida vuelve a su tono habitual. — Isabel y tú ven en todos los vagabundos a la niña perdida… ¿Cómo dijiste que se llamaba? — Esmeralda —respondo, con ese nudo en la garganta que nunca termina de deshacerse. — Es admirable cómo aún conservan la esperanza de encontrarla viva, sobre todo tomando en cuenta las circunstancias en las que desapareció. ¿Nunca han pensado que…? — ¿Que podría estar muerta? —completo, porque sé exactamente a dónde va—. Sí, claro que lo hemos pensado. Muchas veces. Pero nunca encontraron su cuerpo después del suceso. — ¿Y si los criminales la tienen? Ya sabes… esos matones que se llevan niños para— — Mar, mi amor, ¿por qué no hablamos de otra cosa? —la interrumpo suavemente—. Mejor cuéntame, ¿ya estás lista para tu exposición de hoy? Ella asiente, un poco avergonzada. Yo respiro hondo. Sé que no lo hace con maldad, sólo es imprudente… pero hay temas que todavía me duelen demasiado. A veces prefiero guardar mis pensamientos y no hablar del asunto con ella. No siempre me hace bien. Estrella El joven del billete iba acompañado por una mujer muy bonita; seguro que es su novia. Debe sentirse la mujer más afortunada del mundo al lado de alguien tan bueno. Ojalá que Dios les recompense a ambos por tener un corazón tan noble. Con ese billete pude por fin comprarme unos taquitos, esos mismos que me habían torturado todo el día con su aroma. El resto del dinero lo guardo para más tarde. Me gustaría compartirlo con mis compañeros de la calle, esos que también luchan contra el hambre, pero parece que a ellos les va mejor y ninguno se acercó a mí para ayudarme cuando lo necesité. No los culpo… pero tampoco puedo darme el lujo de pensar en otros antes que en el bebé que llevo en mi vientre. Él es mi prioridad. Con la barriga un poco más tranquila, vuelvo a caminar. Al menos ya tengo fuerzas para seguir buscando trabajo. Tal vez alguna señora quiera contratarme en su casa. — Señora, lindo día. ¿No necesita una empleada? Sé cocinar y limpiar hasta que su casa quede rechinando de limpia. — No, gracias. No necesito una mugrosa como tú. Me trago el coraje. Sí, ando mugrosa… pero no por gusto. No debería hablarme así. Yo sólo quiero trabajar honradamente. Intento con otras mujeres. Y con cada una, un rechazo distinto, pero igual de hiriente: — ¿Una chamaca embarazada en mi casa? ¡Ni loca! — De seguro hasta piojos tienes. — No, gracias. Con muchachitas como tú mi matrimonio correría peligro. ¡Capaz que te hacen otro hijo bajo mi techo! Sus palabras me siguen persiguiendo incluso cuando el día termina y regreso a la tapia donde ya hasta siento que “vivo”. Ojalá nadie venga a corrernos esta noche. Cierro los ojos, pero las frases de esas señoras siguen retumbando en mi cabeza, martillándome el alma. “No necesito una mugrosa como tú.” “De seguro hasta piojos tienes.” “Capaz que te hacen otro hijo…” La gente puede ser tan cruel… y no ven la necesidad que uno trae encima. No saben lo que daría por un techo, por una cama tibia, por un trabajo digno. Qué bonito sería que la vida, aunque sea por un instante, me sonriera. Que encontrara a una buena señora que no me juzgue por estar embarazada… que me diera una oportunidad. Entre sollozos empiezo a quedarme dormida, pero de pronto siento unas gotitas caer sobre mi rostro. Abro los ojos confundida. — Ah, caray… pero si ya no estaba chillando. Miro hacia arriba y veo cómo el cielo se desploma sobre mí. Se viene una tormenta de esas que no perdonan. Y yo aquí… sin un techo, sin un rincón donde esconderme. Me levanto de golpe y echo a correr buscando refugio, pero no hay nada. Nada. Para cuando lo acepto, ya estoy empapada. Camino despacio, derrotada. ¿Para qué correr? No tengo adónde ir. El frío me cala hasta los huesos y la lluvia me pega en la piel como agujas. No hay nada que pueda hacer por mí misma. Nada. Me dejo ir. Sigo caminando con la cabeza baja, llorando sin contenerme. Al fin y al cabo, con tanta agua cayendo nadie podrá distinguir qué son gotas del cielo y qué son lágrimas que salen desde lo más profundo de mi alma rota.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD