PRÓLOGO
El aire helado de la tarde mordía mi piel, pero ni siquiera lo sentía. Todo mi cuerpo estaba envuelto en una tensión extraña, una mezcla de nerviosismo y algo más que no sabía describir.
No era el lugar ni el momento para que algo importante ocurriera. Apenas unos minutos antes habíamos estado bromeando, discutiendo sobre cualquier cosa sin sentido, como siempre. Pero ahora todo se sentía diferente. Gael estaba frente a mí, inmóvil, y aunque su expresión seguía siendo tan fría como siempre, había algo distinto en sus ojos.
Yo no debía estar aquí. El sentido común me decía que me alejara, pero mis pies no se movían. La distancia entre nosotros era casi inexistente, y por un segundo, me pareció que el tiempo se detenía. El bullicio de voces en el fondo se desvaneció, dejando solo el sonido de nuestras respiraciones entrecortadas.
Un ligero temblor recorrió mi cuerpo cuando nuestras narices se rozaron, un contacto accidental pero tan íntimo que me dejó sin aliento. No era un beso, no realmente, pero tampoco era solo un roce. Gael parpadeó, y por un segundo, juré ver vulnerabilidad en su mirada. Un atisbo de algo que siempre mantenía escondido.
—Perdón —susurré, aunque no estaba segura de por qué. No había sido exactamente mi culpa, pero las palabras salieron solas.
Él no respondió de inmediato. Solo me observó, su rostro imperturbable, como si intentara descifrar lo que acababa de ocurrir. Luego, muy lentamente, sus labios se curvaron en una sonrisa apenas perceptible.
—No fue nada —murmuró, su voz tan tranquila que casi me hizo dudar si había sentido lo mismo que yo.
Pero lo había hecho, lo supe por la ligera rigidez en sus hombros, por la forma en que sus dedos se cerraban en un puño a su lado. Quizá él no lo admitiría, pero algo había cambiado entre nosotros. Lo podía sentir, latente en el aire.
No tenía idea de lo que significaba aquel momento, pero una cosa era segura: no volveríamos a ser los mismos.