2El ogro si usa Armani

1015 Words
Mariana Llegar a las oficinas de Alpha Marketing en pleno corazón de Polanco es como entrar a una película gringa. Todo es vidrio, acero pulido y gente guapa caminando rápido con celulares pegados a la oreja. Yo, en cambio, llegué con el pelo inflado por la humedad de la CDMX y una mancha de pasta de dientes en la solapa del saco que, según yo, había logrado disimular con un broche. —Buenos días, bienvenida. ¿Mariana Villalobos? La recepcionista parecía modelo de comercial de shampoo. —La misma —sonreí, tratando de no verme tan apantallada. —El señor Montenegro la espera en su oficina. Piso 20. Lucía, su secretaria, la recibirá. Mientras subía en el elevador (que olía a dinero y éxito), me repetía mi mantra: "Eres profesional. Eres inteligente. No la cagues". El piso 20 era puro silencio y alfombra gris. Frente a una puerta doble de madera oscura, había un escritorio donde una señora de unos cincuenta años, con un chongo impecable y lentes de pasta, tecleaba a la velocidad de la luz. —Buenos días. Soy Mariana Villalobos, la nueva... —Asistente de Dirección. Lo sé. —Lucía no levantó la mirada del teclado—. Llegas tres minutos tarde. Revisé mi reloj. 8:57 AM. —Pero mi horario es a las nueve... —El señor Montenegro considera que "a tiempo" es cinco minutos antes. "A la hora" es tarde. —Finalmente me miró por encima de los lentes—. Soy Lucía. No me traigas café, no me hables de tu fin de semana y, por el amor de Dios, nunca, nunca, uses la palabra "problemita". Al Ogro... al señor Montenegro... le da un aneurisma. Tragué saliva. Damián y Valeria no exageraban. —Entendido. —Bien. Está en una llamada. En cuanto cuelgue, te anunciaré. Tu escritorio es ese. —Señaló un escritorio más pequeño pero elegante, a unos metros del suyo—. Revisa la agenda de hoy. Ya te la envié. Tienes que confirmar su comida con los inversionistas japoneses. No pidas el privado, odia los privados. Pide la mesa junto al ventanal, pero que no le dé el sol directo. Esto era más complicado que armar un mueble de Ikea. Me senté y abrí la computadora. La agenda de Alejandro Montenegro era una locura. Juntas, llamadas, reportes... no tenía ni diez minutos libres. Mientras intentaba descifrar el sistema, la puerta de la oficina principal se abrió. Y lo vi. Olviden los artículos de negocios. Las fotos no le hacían justicia. "Guapo" era un insulto. Alejandro Montenegro era una bofetada de atractivo. Alto, fácil 1.82. Traje gris oscuro que se notaba hecho a medida y que abrazaba unos hombros que, estaba segura, no eran de gimnasio de membresía barata. Cabello oscuro, perfectamente peinado hacia atrás, pero con un par de mechones rebeldes. Y la mandíbula... joder, esa mandíbula parecía tallada por los mismos dioses griegos. Pero la cara... ah, la cara. Era la de un hombre que acababa de masticar un limón y no le había gustado. Sus ojos, de un color oscuro e intenso, se posaron en mí. Me escanearon de arriba abajo. Sentí cómo se detenían un microsegundo en mi broche (el que tapaba la pasta de dientes). —Señorita Villalobos —su voz. Grave, profunda, y con un tono de fastidio impresionante. —Señor Montenegro. Buenos días. Es un... —Lucía, ¿confirmaste la sala de juntas B para las once? —Sí, señor. Y la señorita Villalobos está aquí. —Ya la vi —contestó, seco. Se volvió hacia mí—. Venga a mi oficina. Caminé detrás de él, sintiendo que mis tacones (los chuecos que Damián había señalado) hacían demasiado ruido en el mármol. Su oficina era enorme, minimalista y helada. Un ventanal cubría toda la pared, con una vista espectacular del Castillo de Chapulpetec. —Siéntese. No esperó a que lo hiciera. —He revisado su currículum —dijo, abriendo su laptop—. Buenas calificaciones. Poca experiencia. —Bueno, es mi primer trabajo formal después de... —No me interesan las excusas, señorita Villalobos. Me interesa la eficiencia. Aquí no estamos en la universidad. Los errores cuestan dinero. Y a mí no me gusta perderlo. "Pues qué carácter, mi rey", pensé. Pero obvio, sonreí como si me estuviera dando el mejor consejo de mi vida. —Entiendo perfectamente, señor. Soy muy eficiente. —Eso espero. Su primera tarea. —Me deslizó una tablet por la mesa—. Esta es la presentación para los inversionistas de mañana. Son ochenta diapositivas. Quiero que revise la coherencia de datos cruzados, verifique las fuentes de los gráficos de mercado y corrija cualquier error de formato. La quiero en mi correo para las cuatro de la tarde. Impecable. —Claro que sí, señor. Ochenta diapositivas, datos, formato. Para las cuatro. —Bien. Puede irse. Me levanté, pero al girar, mi bolsa se atoró con una de esas esculturas modernas y raras que tenía en una esquina. La cosa esa se tambaleó. Mis reflejos de gato con ojos vendados entraron en acción. Intenté detenerla, pero en el proceso, le di un manotazo a un vaso de agua que estaba en la orilla de su escritorio. El agua (gracias a Dios era solo agua) se derramó sobre una pila de documentos perfectamente alineados. Hubo un silencio. Un silencio sepulcral, de esos que preceden a las catástrofes. Levanté la mirada lentamente. Alejandro Montenegro tenía los ojos cerrados. Su mandíbula estaba tan tensa que pensé que iba a romper un diente. Estaba respirando, lenta y profundamente, como si estuviera contando hasta diez mil. —Lo... lo siento... yo... el vaso... la escultura... —empecé a balbucear, agarrando servilletas de una caja cercana. —Salga —dijo, sin abrir los ojos. —Pero, déjeme limpiar... —¡Salga. De. Mi. Oficina. Ahora! Salí de ahí roja como un tomate. Lucía me vio pasar, levantó una ceja y, casi, casi, juraría que vi una sombra de sonrisa en su cara. Mierda. Primer día. Ni siquiera eran las diez de la mañana y "El Ogro" ya me odiaba.
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