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1201 Words
Trato de despejar mi mente con un poco de música. Saco mis audífonos, los conecto a mi celular y pongo la primera playlist que aparece. La música hace su efecto, aunque este empieza a perderse conforme me acerco a mi destino. Entro a la pequeña tienda con el corazón saltando de mi pecho y rezando para que el chico de ojos perfectos se encuentre ahí. En el mostrador está el señor grande y serio. Levanta la mirada y me sigue con ella hasta que desaparezco en uno de los reducidos pasillos. Miro los productos que hay en los estantes, sin realmente tener apetito. Miro de reojo al mostrador, con mi pulso acelerándose cada vez que lo hago. No parece haber mucho personal en el lugar. Tal vez no es ni siquiera hora para que el chico entre a trabajar. Miro el reloj de mi muñeca. Marca las tres de la tarde. No recuerdo a qué hora fui el día anterior. Tal vez he llegado muy temprano, o muy tarde; tal vez no trabaja hoy, o ya no trabaja más en el local; tal vez le ha pasado algo, un accidente, una de sus clases se retrasó; tal vez se ha ido del país, del estado; tal vez no pueda verlo nunca más… La puerta al abrirse hace un ligero campaneo, como de aviso de que ha entrado alguien. Mi cabeza se alza por instinto. Mis ojos se desplazan directo a la puerta y mi corazón brinca cuando se encuentran con un ojo café y otro verde. Veo claramente como el chico se sobresalta un poco cuando me ve y me reconoce. ¡Me reconoce! No puedo evitarlo y una ligera sonrisa se dibuja en mis labios. EL chico alza las cejas y luego las frunce. Desvía la mirada muy rápido y camina hacia el mostrador. Lo sigo desde los estantes. Veo que intercambia un par de palabras con el hombre intimidante, supongo que se trata de su jefe, y desaparece de mi rango de visión. Espero unos minutos, que se sienten como horas, a que salga de nuevo y poder acercarme al mostrador. No estoy seguro de poder caminar sin que me tiemblen las piernas, o me fallen las rodillas. Pero en cuanto lo veo, con esa expresión de ligera irritación, algo me impulsa a acercarme. Quiero hacerle muchísimas preguntas, tantas que no sé por cuál empezar. El recuerdo de mi sueño aparece en mi mente. Preguntarle su nombre podría ser una buena opción.  Estoy tan enfocado en su rostro que no me fijo que una persona ha llegado y se ha posicionado justo en el mostrador, antes que yo. Frunzo el ceño y me sitúo detrás. Espero por mi turno y aprovecho para deleitarme con todos los movimientos que hace el chico. Soy consciente que no soy discreto y mi escrutinio parece incomodarle. Pero no sé qué hacer para poder ser más sutil. Hago uso de toda mi paciencia al ver que la persona enfrente de mi no se decide entre qué emparedado comprarle a su amiga. Suspiro por dentro, impaciente, ansioso. Ya quiero poder estar frente a él y… ¿y qué? ¿podré ser capaz de hablarle?, ¿de preguntarle su nombre? Ahora quiero que la persona nunca termine de decidir. Son sentimientos encontrados y tan fuertes que doy un paso hacia atrás, en dirección a la puerta. Una guerra interna empieza en mi cabeza. ¿En verdad quiero hablarle? ¿Para qué? Claramente se ve que él no quiere nada que ver conmigo. Aunque tal vez se deba a lo poco tactil que he sido. No quiero que piense que lo miro intenso por el color de sus ojos. ¡Sus ojos son hermosos! Quiero que sepa eso. En verdad, es lo que más deseo. Por fin es mi turno de pedir. Trato de no ser tan directo y enfoco mi vista en el cartel donde se encuentran los diferentes emparedados que venden. Siempre pido lo mismo, y ese día quiero variar. Siento la intensa y particular mirada del chico sobre mí. Parece estar esperando a que pida algo, y al ver que me tomo mi tiempo, desaparece por unos segundos detrás del mostrador. Cuando veo que vuelve a aparecer, los nervios me invaden incluso más que antes. Trago saliva varias veces antes de hablar y, aún así, mi voz sale un poco rota.  -¿Cuál te gusta más? - Mi voz es baja. El chico se inclina un poco y arruga la nariz, un gesto extraño teniendo en cuenta que no me ha escuchado bien. -¿Disculpa? - Su voz es un poco tosca, habla golpeando las palabras. El sonido es grave y profundo, muy sensual. Vuelvo a tragar saliva al escucharlo. Mi garganta se siente sequisima, indispuesta a cooperar. -Emparedado, ¿cuál te gusta más? - El chico me mira perplejo, como si nunca antes le hubieran preguntado qué emparedado es su favorito. Hace un puchero con los labios, piensa detenidamente en su respuesta. Una sensación cálida llena mi pecho al darme cuenta que el chico en verdad trata de responder genuinamente. ¿Alegría, tal vez? -Milanesa, creo. - Una ligera sonrisa llena de timidez ilumina su rostro. Se ve tan bello que me obligo a contener un suspiro. Reuno fuerzas que creía no tener y respondo: -De milanesa, será. - El chico baja la mirada, un poco apena, y se dispone a preparar mi emparedado. Lo observo mientras lo hace. Olvido la poca discreción que tenía y me vuelvo descarado. Me fijo en sus ojos, tan hermosos, tan únicos. La enorme necesidad de decirle todo lo que pienso se apodera de mí, me inunda la sangre, me nubla la mente. Hablo sin pensar, sin tener en cuenta las consecuencias. Hablo y ya no hay marcha atrás. -Tus ojos son hermosos. - El chico se detiene, por unos segundos, los suficientes para que me de cuenta. No dice nada. Termina de preparar mi pedido, lo deja en la barra sin buscar contacto conmigo. No sé si mi comentario le ha parecido ofensivo. No quiero que tenga una idea errónea de lo que quería decirle. Aclaro mi garganta, con discreción. - Lo digo en serio. No quería ser ofensivo. - El chico está a punto de cobrarme. No lo hace. Levanta la mirada. Posa sus hermosos ojos sobre los míos. Los entrecierra un poco, parece estar analizándome. El escrutinio no dura mucho. Relaja su expresión. -Gracias. - Hay un breve silencio, como si se debatiera en decir algo. - Tu cabello está cool. - Me sorprendo al escuchar eso. Trato de esconder mi cabello debajo de un gorro o alguna gorra. Hago todo lo posible para que no se vea, lo mantengo corto y en orden. ¿Cómo lo ha notado? - Tiene un bonito color. - Toda mi vida he detestado el color anaranjado de mi cabello; las pecas en mi rostro y lo claro de mis pestañas y cejas. En mi adolescencia traté de pintarlo varias veces, dejar de ser el chico pelirrojo sin gracia. Veo una ligera sonrisa amistosa dibujarse en los labios del chico. Es sincera, es alentadora. Sonrío, con amplitud. La sonrisa más grande que he tenido en meses.
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