Regina corrió, con el corazón, latiéndole con fuerza en el pecho, sus piernas temblaban y la desesperación la hacía respirar de manera errática.
No sabía a dónde iba, solo quería huir, alejarse de esos hombres que le habían destrozado el alma.
Pero unas manos la atraparon antes de que alcanzara la puerta.
—¡Suéltame! ¡Me das asco! —gritó, sacudiéndose con todas sus fuerzas, pero la presión en sus brazos solo aumentó.
Era Santiago. Su esposo.
—¡Por favor, escúchame! No es lo que parece.
Regina le miró con incredulidad, con el rostro bañado en lágrimas.
—¿No es lo que parece? —sollozó, sintiendo cómo el dolor le desgarraba la garganta—. ¡Me traicionaste! ¡¿Alguna vez me amaste, Santiago?!
El hombre abrió la boca, pero no dijo nada. Titubeó. Dudó. Y esa vacilación fue peor que cualquier mentira.
La rabia le subió al pecho como fuego y, sin pensarlo, Regina levantó la mano y le abofeteó con toda la furia y la decepción que sentía.
El sonido del golpe resonó en la habitación. Santiago se quedó inmóvil, con la mejilla enrojecida y la mirada helada, como si apenas estuviera asimilando lo que acababa de suceder.
Pero la calma duró poco.
—¡¿Cómo te atreves a tocar a mi hombre?!
Keane apareció de la nada, su rostro desfigurado por la ira. Antes de que Regina pudiera reaccionar, él le devolvió la bofetada con una fuerza brutal.
El golpe fue tan violento que la lanzó al suelo. Su mejilla ardió como si le hubieran prendido fuego, y un hilo de sangre empezó a escurrir de su labio roto.
—¡No le pegues, Keane! —dijo Santiago, su voz apenas un murmullo de compasión.
—¡No te metas! —Keane lo fulminó con la mirada, sus ojos llenos de odio—. No seas un maldito cobarde ahora.
Regina se sostuvo el rostro con una mano temblorosa. Sus lágrimas caían sin control, pero no de miedo. Era rabia. Dolor. Un abismo de odio que se abría dentro de ella.
Los miró, su esposo y su hermanastro, los dos hombres que más la habían lastimado en su vida.
—Esto no se quedará así —murmuró, con la voz rota—. Mi padre lo sabrá. Tu madre. Tu esposa, Dinorah. ¡Todos sabrán lo que hicieron!
Keane soltó una carcajada oscura.
—¿De verdad crees que te dejaré hablar, muñequita? —su tono se volvió cruel, burlón, como si la idea le divirtiera.
El miedo la golpeó como un puñetazo en el estómago.
Se puso de pie de inmediato, tambaleándose, pero apenas había dado un paso cuando Keane la sujetó del cabello con b********d.
Regina soltó un grito ahogado mientras él le arrancaba el velo de un tirón y la empujaba con fuerza contra el suelo de mármol.
—¡Ah! ¡Suéltame!
—¡Llévala al sótano! —ordenó Keane, su voz llena de veneno.
Santiago se tensó.
—Keane…
—¡Hazlo!
Hubo un largo silencio. Regina miró a Santiago con súplica, con los ojos rojos y el alma rota.
Pero él desvió la mirada.
Y entonces, la levantó a la fuerza y la arrastró lejos de allí.
***
Regina cayó al suelo con un golpe seco.
El frío del sótano se filtró en su piel como un veneno. Un leve zumbido en su cabeza le nubló la vista, pero, aun así, luchó por levantarse.
Santiago encendió una tenue luz y se quedó de pie, en silencio, mirándola desde arriba.
—¿Por qué me haces esto, Santiago? —susurró ella, con la voz quebrada—. Si no me amabas… si nunca me amaste… ¿Por qué me hiciste creer que sí?
Él apretó la mandíbula y se agachó un poco, estirando la mano como si quisiera tocar su labio herido.
Regina se apartó de inmediato.
—Lo siento…
—¡No lo sientes! —su voz explotó en el aire como un trueno.
La puerta se abrió de golpe.
—¡Por fin lo entiendes, muñequita! —dijo Keane con una sonrisa cruel—. Todo esto estaba planeado.
—¡No me llames así! No eres nada para mí.
Keane rio con sorna.
—Mejor. Así no tengo que fingir un cariño que nunca he sentido.
Regina lo miró con desprecio.
—¿Y qué odias tanto de mí, Keane? —preguntó, con una amarga sonrisa—. ¿Qué nunca serás yo? ¿Qué nunca serás una mujer?
El rostro de Keane se deformó por la furia.
—¡Cállate! —gritó, alzando la mano como si fuera a golpearla de nuevo, pero se contuvo—. Escúchame bien, niñata estúpida… se acabó tu vida de privilegios. Vas a darnos todo tu dinero.
Regina soltó una carcajada.
—¿Y si les digo que no? ¿Qué van a hacer?
Keane sonrió.
—No tienes opción, querida. Ya estás casada. Todo lo tuyo le pertenece a tu esposo.
Regina sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero, aun así, levantó el rostro con desafío.
—¿No te dijo tu "hombre" que firmamos un acuerdo prenupcial?
La sonrisa de Keane se desvaneció en un segundo.
—¡Nos darás ese dinero, quieras o no!
—¿Y si no lo hago?
Keane se inclinó hacia ella, con una expresión de pura maldad.
—Entonces, habrá un "accidente".
El aire se le atoró en la garganta.
—¿Me van a matar? —susurró, con los ojos muy abiertos.
—Oh, no. —Keane le acarició el cabello con los dedos antes de agarrarlo con fuerza y jalarlo bruscamente hacia atrás—. Solo diremos que te fuiste con un amante, como lo hizo tu madre… y que moriste.
El miedo la invadió.
Regina trató de escapar, pero antes de que pudiera tocar la puerta, Keane la sujetó de la cabeza y la estampó contra la madera con un golpe seco.
Sintió un crujido, y luego… solo calor.
Algo caliente y espeso le corrió por la frente.
La habitación dio vueltas.
Las voces se volvieron ecos lejanos.
—¡Keane, la mataste! —gritó Santiago.
Keane sonrió.
—Me alegro. Que muera la perra que me robó a mi hombre.
Y entonces, todo se volvió oscuridad.