Capítulo: Sola frente a los monstruos

877 Words
La segunda vez que Regina despertó, el frío metal de las cadenas mordía la piel de sus muñecas. Sus brazos estaban suspendidos a ambos lados de su cuerpo, con el peso de su propio agotamiento tirando de ellos. Su boca estaba cubierta con una tela áspera que le raspaba los labios y la mantenía en un silencio forzado. La oscuridad era densa, apenas interrumpida por una tenue luz nocturna que filtraba sombras distorsionadas en las paredes. Su respiración era agitada, entrecortada por el miedo. No tenía idea de cuánto tiempo había estado inconsciente. Su estómago rugía de hambre, un dolor profundo se aferraba a sus entrañas, recordándole cuán vulnerable estaba. Intentó moverse, pero las cadenas rechinaron, alertando de inmediato a quien pudiera estar cerca. Su corazón latía con fuerza, el pánico comenzaba a extenderse por su cuerpo como un veneno lento. Fue entonces cuando escuchó las voces. No eran susurros. Eran palabras llenas de furia, de conflicto, de decisiones que pendían de un hilo. Afuera, una guerra se desataba. —¡No somos asesinos! —rugió Santiago, su voz cargada de desesperación y rabia. Frente a él, Keane y Ximena no retrocedieron. La tensión entre ellos era insoportable, como una cuerda a punto de romperse. —No hay otra opción, Santiago —insistió Ximena, su mirada afilada como cuchillas—. Si ella habla, estaremos acabados. No solo perderás tu puesto como CEO de Giralt Enterprises… sino que volverás a ser un don nadie. Un fracaso. ¿Es eso lo que quieres? ¿Regresar a la miseria? Las palabras de Ximena golpearon con fuerza. Santiago bajó la mirada, su mente, un caos de recuerdos y miedos enterrados. «Matarla o perderlo todo… Dios, nunca pensé que llegaría a este punto». El peso de la decisión lo asfixiaba. Podía sentirlo en su pecho, como si un puño invisible lo apretara sin piedad. Keane, que hasta ahora se había mantenido expectante, dio un paso al frente con frialdad. —Los hombres ya vienen en camino —anunció, con una calma perturbadora. El destino de Regina estaba sellado. A menos que alguien decidiera cambiarlo. Ximena esbozó una sonrisa calculadora antes de empujar la puerta y entrar a la habitación. El sonido de sus tacones resonó contra el suelo de concreto, una cadencia cruel que anticipaba su presencia. Regina apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando la luz se encendió de golpe. Sus ojos, acostumbrados a la penumbra, tardaron en adaptarse al resplandor. Parpadeó varias veces hasta que la figura de la mujer se hizo nítida frente a ella. —¡Ximena! ¿Tú? —La voz de Regina se quebró, su mente negándose a procesar lo que veía—. ¡Estás con ellos! ¿Verdad? El miedo le recorrió la espina dorsal como una descarga helada. Ximena sonrió con una arrogancia venenosa. Había sido su madrastra desde que tenía doce años, pero Regina siempre supo la verdad: esa mujer nunca la quiso. Solo se casó con Mauro Giralt por la fortuna, por la promesa de una vida de lujos y poder. —¿Y qué? —Ximena arqueó una ceja con burla—. ¿De verdad creíste que te amaba como a una hija? ¡Pobre ilusa! Regina sintió una punzada de dolor en el pecho. Por años, se había esforzado en agradarle, en ser digna de su afecto. Y ahora, las palabras de Ximena eran como cuchillas desgarrando su alma. —Estoy harta de ti, Regina. —La voz de Ximena se tornó gélida, carente de emoción—. Y como ya sabes, mi hijo y tu esposo son amantes. Se aman. El amor es amor, y tú deberías dejarlos ser felices. El mundo de Regina se tambaleó. Sus manos temblaron, sus labios se entreabrieron en un jadeo entrecortado. —¡Maldita traidora! —soltó con furia—. Mi padre lo sabrá. Te echará de su vida como a un perro, sin nada. Pero Ximena no pareció inmutarse. En lugar de eso, dejó escapar una carcajada escalofriante, una risa que resonó en la habitación como el eco de un destino sellado. —Nunca volverás a ver a tu padre —dijo con una certeza cruel, cada palabra pronunciada con placer sádico—. Porque vas a morir. Regina sintió que la sangre le abandonaba el rostro. —¿Qué dices? Tú… tú no eres una asesina… —Silencio, pequeña. —Ximena se inclinó hacia ella, con una sonrisa que helaba la sangre—. Por dinero, soy incluso la bruja mala… y tú, mi Blanca Nieves. El estómago de Regina se revolvió. El mareo la golpeó con fuerza, y por un instante, sintió que iba a desmayarse. Pero entonces, la puerta volvió a abrirse. Keane entró. En su mano, brillando bajo la luz de la lámpara, sostenía una pistola. El terror la invadió en oleadas insoportables. —No… no, por favor… —balbuceó, su voz apenas un susurro. Sus ojos clavados en el arma, en el peligro inminente, en el final que se avecinaba—. ¡No me mates, por favor, no me mates! ¡No quiero morir! Las lágrimas nublaron su visión mientras la desesperación le cerraba la garganta. Pero ni Ximena, ni Santiago, ni Keane parecían conmovidos. Y entonces, Regina supo que estaba completamente sola.
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