Lea dejó el equipaje en el suelo y se asomó al ventanuco para contemplar el paisaje que no había sabido apreciar todavía:
Montes frondosos y pueblecillos lejanos que en nada se asemejaban a lo que acostumbraba.
—Niña, la misa va a comenzar.—anunció Uria a viva voz.— ¿Deseáis acompañarme?
—Por supuesto.— accedió, ya que como toda joven respetable era totalmente devota y pura.
Bajaron la colina hasta encontrarse ante una maravillosa y peculiar Iglesia octogonal.
—Es bellísima.—su comentario hizo sonreír a la bruja.
—Hija mía, me enorgullece poder decir que cada una de las piedras de esta iglesia ha sido colocada por una bruja.— Lea se esforzó para no parecer tan aterrada como estaba, sus sospechas se habían confirmado: estaba entre brujas reales, como un cordero con piel de lobo.
Aún así era un trabajo excelente: las ventanas de alabastro, los capiteles, la entrada hecha al contrario que la iglesia católica de uno de los pueblos vecinos...
— Entrad, en unos minutos comenzará el aquelarre.—la apremió Uria.
—Concededme unos instantes si sois tan amable.—la mujer le dedicó otra simpática sonrisa y entró en la iglesia.
—Perdónadme, oh señor, por mis futuras acciones.— besó la pequeña cruz de madera que colgaba en su cuello y se deshizo de ella para no ser descubierta.