—Os compadezco, joven desgraciada.— la mujer no apartaba la mirada de aquellos luceros sangrientos.
Por cosas como estas somos perseguidas y maltratadas, el miedo les empuja a destruir lo desconocido.
En cambio, Uria no parecía amedrentada, mas brillaba la fascinación en su gesto.
—Hermana, necesita refugio.— interrumpió de nuevo con voz trémula.
—De acuerdo...— se volvió hacia él con el odio recorriéndola— ¡Mas no será por vos! ¡Fuera! ¡Marchaos mequetrefe! ¡Abandonad como hicisteis cuando la vida dejó de ser toda rosa!
Sus gritos surtieron efecto y el muy cobarde dejó el equipaje de Lea e hizo que los caballos corrieran raudos cual rayos.
—Querida niña, ¿qué vamos a hacer con vos?—se echó las manos a la cabeza.— Anda pequeña, recoged vuestros bártulos y marchemos.
Lea asintió alzando sus pertenencias para seguir a Uria hasta uno de los caseríos de esa misma calle.
—No se asemeja a vuestra gran mansión, pero mi familia ha trabajado muy duro para conseguir este lugar al que me gusta llamar hogar.— la mujer abrió la puerta.— Dormiréis en la buhardilla, en la cama de mi difunta y santa madre ¿entendido?— Lea asintió.— Niña, ¿os ha comido la lengua el gato?— Lea negó.— Responded pues.
—Entendido señora Elizalde.—tragó saliva que le supo como fuego bajando por la garganta.
—Podéis llamarme Uria.