2.

1790 Words
2. Mi padre dobló hacia la calle en la que quedaba nuestra casa, había bajado paulatinamente la velocidad a medida que nos íbamos acercando, y yo comenzaba a mover los dedos de los pies que se me habían dormido por la posición incómoda, ya que dentro de nada tendría que retomar el movimiento. Tenía un nudo en la garganta que se me había formado desde el día en que nos dieron la mala noticia de la muerte de mi mamá. Y mi boca estaba completamente seca, así que tomé la botella de agua gasificada sabor limón y bebí un sorbo. Mi padre que seguía conduciendo giró hacia nuestra casa y estacionó con elegancia justo enfrente. Vivíamos en una zona que parecía estar apartada de la urbe y sus ruidos, pero no era un desierto, había como diez casas a los alrededores y no nos llevaba más de quince minutos llegar a Boulogne, si es que se nos había olivado comprar algo. Siempre había adorado la tranquilidad y la paz de mi hogar, aunque me temía que desde ese momento, esa misma quietud iba a acabar desquiciándome uno de estos días. En esos momentos necesitaba ruido y estrés. Me hacían mucha falta montones de distracciones. Simon salió del coche después de nuestro padre. Recuerdo bien la suave brisa le ondeaba el cabello ondulado oscuro como la noche. Un mechón le cubría el ojo derecho. Yo sabía que desde ese momento se quedaría a vivir con mi padre y conmigo. Era algo bueno, era algo que debería entusiasmarme. Hace tiempo que deseaba que volviésemos a vivir juntos, pero desde la muerte de mi mamá yo tenía algo clavado en el corazón, era un sentimiento malo, una mala corazonada que me decía que algo no estaba bien, y eso no permitía que sintiera contento con su llegada a casa. Pero había algo más. Mamá perdió la vida en unas circunstancias extrañas y por más que todo el mundo, la policía, mi familia, y mi padre sostuvieran que había sido solo un trágico accidente de tránsito, dentro de mí sentía que había algo más, sentía que lo que le había sucedido estaba lejos de ser accidental, pero no me atrevía a mencionárselo a nadie. Lo último que deseaba en ese momento era llamar la atención de todo el mundo. Pero mi mamá ya no estaba más. Era de esas mujeres que siempre se mantenía sana y fuerte, era una optimista de la vida, y a la vez centrada en todo lo que hacía. Cuando conducía no hacía nada más que eso. Ella era así. Y yo no era capaz de superar el hecho de que ya no estaría más con nosotros. Aunque llevaba seis años sin vivir con Simon ni con mi mamá, desde el divorcio, pero la quería mucho y su ausencia permanente era dolorosa para mí. Recuerdo que cuando cumplimos doce años, un domingo cualquiera mis padres, luego de una tarde en el parque de diversiones y de comer unas hamburguesas en el Burger King, de Boulogne, volvimos a casa y nos reunieron en la sala de la casa para decirnos que se iban a separar. No fue una sorpresa para mí, la cosa venía de lejos, y yo ya estaba harto de aguantar cientos de discusiones mientras yo fingía estar dormido en mi cuarto. El ambiente era demasiado hostil entre ellos, recuerdo días en que papá y mamá apenas se dirigían la palabra, y cuando lo hacían, siempre era para insultarse entre ellos. Otras veces, mi padre la golpeaba, y ella se defendía. A veces, cuando era una fecha especial los dos se limitaban a sonreírnos, como si yo no fuera capaz de ver lo que había detrás de aquella máscara barata que se ponían para evitarnos el dolor. Lo primero que pensé al escucharles, era con quién de ellos íbamos a quedarnos, pero me cayó mal que decidieran separarnos. De manera que les parecía bien que mi hermano y yo, nos separásemos. Simón y yo no llegamos a hablar nunca del tema, pero fue a él que el divorcio lo pilló por sorpresa, y ni qué decir del destino que nos aguardaba, cuando se lo comunicaron, Simón no dejaba de chillar y de llorar mientras yo me mantenía muy quieto, planeando en silencio cómo comunicarles que quería vivir con mi padre. No era una decisión fácil para nadie, pero no nos quedaba de otra. Aunque mi padre y yo no teníamos una relación muy estrecha, y yo le tenía mucho miedo, fue por mi hermano Simón que decidí irme con él, ya que era él quien estaba más apegado a mamá y yo sabía que solo de esa forma él podría superar la separación de mis padres. Además mamá se iba a la ciudad y a mí no me gustaba, y aún hoy en día no me agrada el ruido. Al final, a las semanas de la noticia de su divorcio mamá y Simón se fueron de casa y, poco después se mudaron a capital. Desde entonces, en cada vacación yo me la pasaba yendo y viniendo de casa en casa, y a veces incluso no llegaba a ver por mucho tiempo a mi hermano. Y por culpa de problemas con los horarios. Simón se quedaba con mi padre mientras yo estaba con mi mamá. Ni los demás miembros de la familia, ni los amigos, ni siquiera los vecinos lo entendían. A los gemelos no se los separa, todo el mundo lo sabía, se supone que deberíamos ser capaces de comunicarnos sin hablar y de sentir el dolor del otro, pero Simón y yo nunca pudimos tener ese tipo de relación tan estrecha como esperaban todos, y todo a la maldita separación de mis padres egoístas. Antes del divorcio sí, éramos más que unidos, éramos como una sola persona, como la uña y la mugre, pero eso quedó en el pasado. Nuestra relación luego del divorcio se volvió distante, hasta el punto de ser inexistente, así que, al pensar en ese momento en mi hermano, me daba una fuerte sensación de emoción y al mismo tiempo molestia, era como si el que venía a vivir con nosotros era un primo lejano, y no él. Simón seguía teniendo su propia habitación en casa, que de hecho, él mismo se había encargado de re decorar el año pasado con la ayuda de mi padre cuando vino de visita en verano. Quizás lo que pasaba era que había traído un montón de cosas de casa de mamá, y eso me aterraba por algún motivo que no entendía en ese momento. Simón llevaba con dificultad una maleta hasta arriba. Lo veía acercarse a la puerta principal mientras papá sacaba otra de sus maletas. Simón tenía las llaves, claro, así que entraba como Pedro por su casa. Mi padre se rascaba la cara con rastros oscuros de una barba en crecimiento. Se veía desalineado, parecía uno de esos ebrios que van rodando por el mundo, así que esa masa oscura de pelos en la cara no le quedaba para nada, a menos que quisiera pasar por un anciano de setenta años, qué se yo. Normalmente se afeitaba todas las mañanas, lo hacía sin falta, pero ese día era una excepción. —¿Estás bien, Martín? —me dijo al notar que le miraba—. Apenas has abierto la boca desde que subimos al coche. —Sí, claro —contesté con la voz apagada. Era un “sí, claro” que, en el fondo, usaba con el significado de “no, para nada”. Mi vida había dado un vuelvo abismal, como todos esos coches en la Carretera de los Arrepentidos. Y desde ese momento ya nada sería como antes. Y ¿Qué pasaba con mi hermano Simón? Era el que estaba más unido a mamá. ¿Qué derecho tenía yo a venirme abajo cuando era él quien había perdido aún más? —Podemos hablar de lo que ha pasado. En cualquier momento –me dijo mi padre, aún tenía la esperanza de que me abriera con él, pero no iba a pasar, así como no pasó los últimos seis años que me quedé a su lado para que, de alguna forma no se desmoronara. —Ya lo sé, papá. Gracias –le dije, de la mejor forma que podía. Mi padre desvió su mirada, y se fijó en la casa. Soltó un fuerte suspiro y dijo: —Es hora. Vamos dentro. No quería entrar. Porque en cuanto pusiera un pie en el interior daría comienzo lo que a partir de ese momento sería mí día a día. Mi nueva vida sin mi mamá. Y la verdad era que no estaba preparado para dejar atrás el pasado. De manera que, pensaba yo, hasta que no atraviese la puerta, mi hermano Simón no habría vuelto a vivir con nosotros porque nuestra mamá no habría muerto nunca. Obviamente, era una más de mis tontería pensar de esa forma. Si me olvidaba de esa sensación de que algo muy malo iba a pasar, y me concentraba en ese momento, sabía que, de corazón yo quería con muchas ganas que Simón estuviera en casa, y que negarme a entrar por la puerta no cambiaría nada, solamente quería con todas mis fuerzas aferrarme a la vida que ya se había esfumado de mis manos cuando mi mamá cerró los ojos y dejó esta vida. Necesitaba más tiempo para asimilarlo. —¿Martín? —me insistió mi padre, observándome con ojos llenos de cautela, casi con miedo de que, si volvía a preguntarme cómo estaba, yo me derrumbara. Sabía que no era bueno consolando a nadie. —¿Puedo ir primero a casa de Brad? No tardaré mucho –le dije, manteniendo aquella mala sensación dentro de mí. Mi padre frunció el ceño. —Pero si acabamos de llegar… No le gustaba nada los cambios bruscos de planes. —En nada estaré de vuelta —le dije yo, para convencerlo—. Necesito tiempo. Así también puedes ver cómo está Simón. Te va a necesitar muchísimo a partir de hoy, y yo no voy a estar siempre ahí. Mi padre abrió la puerta, considerándolo por dentro. —Una hora —me dijo. Al salir del coche sentía algo de alivio al saber que disponía de sesenta valiosos minutos más, y que iba a poder alargarlos a setenta hasta que me llamara mi padre. —Gracias, papá —le dije. Cerré la puerta del coche y miré hacia la casa—. Pero ¿qué? –balbuceé como todo un idiota. Se me erizaron los pelos de los brazos. Simón me miraba desde una de las ventanas de la segunda planta. Pero no estaba en su habitación. Sino en la mía.
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