1. Tenia una vida perfecta
Ana Paula Lago
La alarma sonó insistente, arrancándome de un sueño profundo. Estiré la mano a ciegas para apagarla, buscando prolongar un poco más la calidez de la cama. Abrí los ojos lentamente, pero la luz de la mañana que se colaba por la ventana me obligó a entrecerrarlos de nuevo. Era sábado, mi primer fin de semana libre después de semanas de guardias interminables. Por fin podría disfrutar de tiempo con Carlos.
Me acerqué a él, todavía adormilado, y susurré en su oído mientras abrazaba con suavidad su espalda desnuda:
—Amor, buenos días. Ya son las seis, tienes que ir a trabajar.
Carlos besó mi mano con ternura antes de girarse hacia mí, apoyando su frente en la mía.
—No quiero ir… —murmuró con esa voz grave, aún impregnada de sueño—. Quisiera quedarme contigo, dormir hasta tarde y olvidarme del mundo.
Sonreí, tentada por la idea de retenerlo a mi lado. Pero no podía. Carlos era pieza clave en un proyecto que lo llenaba de orgullo: la construcción de la nueva Plaza Comercial Antara, un proyecto del poderoso Grupo Rocamonte, una de las constructoras más importantes del país. Gracias a ese trabajo, había comprado el departamento donde vivíamos, nuestro refugio. Y gracias a mi reciente estabilidad como médico, por fin teníamos el futuro que tanto soñamos: casarnos muy pronto.
Acaricié su rostro, delineando con la yema de mis dedos la forma perfecta de sus labios. Él me rodeó la cintura y me besó con una pasión suave, casi cotidiana, pero siempre capaz de estremecerme.
Lo amaba. Lo había amado desde el primer instante, incluso en medio de todas las tormentas que habíamos enfrentado para estar juntos.
—Te amo —me dijo, mirándome con esa intensidad que desarmaba cualquier duda.
—Te amo más —susurré antes de perderme de nuevo en sus labios.
Con una sonrisa juguetona, murmuré:
—Haremos esto… Tú irás a trabajar, terminarás temprano y vendrás puntual para la cena. Podemos salir a un restaurante, caminar, comprar un helado, ¡ir a bailar! Y después… —mordí suavemente su labio, disfrutando del jadeo que escapó de su boca— te haré mío, arquitecto Carlos Alcázar.
Él rió bajo, divertido.
—Tengo una idea mejor. Pedimos algo de cenar, o mejor aún, tú cocinas… —fruncí el ceño señalándome a mí misma con un dedo, consciente de mis pocas habilidades en la cocina, lo que provocó en él una carcajada— y después nos encerramos aquí. Te hago mía toda la tarde, la noche… y hasta la mañana siguiente. ¿Qué dices?
Su mano traviesa se deslizó bajo mi bata, arrancándome un estremecimiento.
—Me parece una idea peligrosa y perfecta —reí—. Pero primero, ve a bañarte. Yo prepararé el desayuno, no puedes llegar tarde.
A regañadientes, Carlos se levantó y se dirigió al baño. Yo, con una sonrisa tonta aún dibujada en el rostro, fui a la cocina. Mientras batía huevos y sumergía las rebanadas de pan para preparar su desayuno favorito —pan francés con frutas—, me descubrí pensando en lo feliz que era.
Si alguien me hubiera dicho hace seis meses que hoy estaría comprometida con él, no lo habría creído. Recordé el precio que Carlos había pagado por elegirme: renunciar a su familia. Todavía dolía ver cómo ignoraba las llamadas de sus padres, cómo se negaba a escuchar sus voces. Ellos me odiaban, convencidos de que yo no estaba a la altura de su hijo, puesto que venía de una familia trabajadora, que no tenía lujos y que habia estudiado una carrera trabajando por las tardes y con un gran esfuerzo por parte de mis padres.
Mientras cortaba fresas y plátanos para acompañar el desayuno, un nudo se formó en mi garganta. Ojalá algún día las cosas fueran diferentes. Ojalá sus padres pudieran ver lo que yo veía cada día: el hombre noble, apasionado y valiente que amaba con todo mi ser.
Coloqué dos platos en la mesa con cuidado, decorados con fruta fresca y un toque de miel. Sonreí. En ese momento, con la fragancia dulce del desayuno llenando la cocina y el sonido de la regadera encendida en el baño, sentí que mi vida estaba completa. No podía ser más perfecta.
Cuando Carlos decidió dejar la mansión de sus padres, ellos hicieron hasta lo imposible para que regresara, para que se rindiera y me dejara atrás. Le cerraron puertas, bloquearon ofertas de trabajo, y a mí casi me hacen perder la universidad con sus influencias. Pero él resistió. Con esfuerzo y dignidad consiguió el empleo que tiene ahora, y poco a poco logramos estabilizarnos tanto económica como emocionalmente. A veces pienso en lo difícil que debió ser para él, haber tenido siempre todo a sus pies y de pronto tener que trabajar con tanto sacrificio para sobrevivir.
—¿En qué piensas, amor? —su voz cálida me sacó de mis pensamientos.
Lo miré. Estaba junto al refrigerador, sacando una botella de jugo de naranja y dos vasos de cristal. Observé con detenimiento cada uno de sus movimientos. Carlos era imponente, 1.87 metros de pura fuerza y disciplina. Por las tardes, mientras yo cumplía guardias agotadoras, él solía ejercitarse, y su cuerpo era el reflejo de esa constancia. Su melena castaña clara siempre peinada hacia un lado, su sonrisa fácil, su porte con pantalón de mezclilla, camisa de cuadros y esas botas de seguridad que parecían parte de su esencia. Para mí, no existía hombre más apuesto en el mundo.
—Cosas sin sentido… —respondí, fingiendo indiferencia.
Nos sentamos en la barra del desayunador, uno al lado del otro. Me derretía con esos gestos suyos que parecían tan sencillos, como acercar su silla un poco más a la mía. Estaba locamente enamorada de ese hombre, y cada roce suyo era una caricia al alma. Mientras comíamos, sentí cómo su mano recorría mi espalda con suavidad, y no pude evitar sonreír.
—Mis padres me llamaron ayer. Quieren verme. ¿Crees que sea buena idea? —preguntó, con un tono grave y una mirada que buscaba refugio en la mía. En el fondo, sabía que los extrañaba aunque no lo admitiera.
Acaricié su mejilla con ternura.
—Son tus padres, amor. Tarde o temprano tendrás que verlos… aunque yo no les agrade.
Esbozó una leve sonrisa, aunque en sus ojos había algo que me inquietaba.
—Tal vez pase entre semana a verlos un momento.
Lo tomé de la mano, intentando leer lo que callaba.
—¿Qué te preocupa? Sabes que puedes confiar en mí para todo.
En lugar de responder, unió sus labios a los míos. Ese beso tenía un peso distinto, como si quisiera grabar en mi memoria cada segundo.
—He estado pensando en nuestra boda —dijo después, con una determinación que me estremeció—. Dijimos que lo haríamos despacio, con calma, pero… ¿y si no esperamos más? Tenemos el dinero, ¿por qué no casarnos en dos o tres meses? Nada ostentoso, algo solo para nosotros. Quiero que seas mi esposa, Ana. Quiero que mis padres lo acepten de una vez por todas. Y más que eso… quiero una familia contigo, quiero envejecer y morir a tu lado.
Un nudo se me formó en la garganta.
—Amor… —susurré, sintiendo cómo mis ojos se humedecían de emoción. Bajé de la silla alta y lo abracé con toda la fuerza de mi amor. Me aferré a él como si pudiera detener el tiempo, como si mi corazón se ensanchara demasiado para contener tanto sentimiento. —Te amo —susurré contra su cuello.
Carlos acarició mi cabello, y luego tomó mi rostro entre sus manos, mirándome con los ojos brillantes de felicidad. Acepté. No importaba la fecha ni los preparativos, lo único que deseaba era estar a su lado.
—Tengo que irme —dijo con una sonrisa traviesa—. No olvides la cena de esta noche… ni lo que haremos después. —Me guiñó el ojo antes de besarme rápido y salir rumbo a su trabajo.
Me quedé sola en el departamento, todavía con el sabor de su beso en los labios. Caminé de regreso a la cama, exhausta. Llevaba casi dos semanas trabajando jornadas de doce horas sin descanso, y mi cuerpo empezaba a resentirlo. Me recosté, cerré los ojos y pensé en la vida que estábamos construyendo, mi sueño más grande era casarme con Carlos, era el amor de mi vida y soñaba con que formáramos una familia.
Carlos Alcázar
Conduje directo hacia la obra de Plaza Antara, el proyecto más ambicioso en el que había participado hasta ahora. Ese lugar lo era todo para mí: un reto, una oportunidad y, de alguna manera, la prueba de que había tomado el camino correcto. Cuando me asignaron la responsabilidad pensé que era demasiado pronto, que tal vez no estaba listo. Había pasado varios años de mi vida trabajando en la empresa familiar, una fábrica de productos enlatados, soñando con planos y maquetas en silencio, mientras mi padre esperaba que siguiera su legado.
Pero entonces apareció Ana.
La primera vez que la vi fue en un bar cualquiera, una noche cualquiera, y aun así todo cambió para siempre. Ella trabajaba como mesera para pagarse la universidad; estaba a punto de graduarse de médico general. No había nada en ella que encajara con el molde que mis padres tenían en mente para mí. Para ellos, Ana era un error, un capricho pasajero, alguien sin el “estatus” que la familia Alcázar merecía. Le ofrecieron dinero para dejarme, la amenazaron con arruinar su carrera. Y aunque por miedo se apartó de mí un tiempo, luché por recuperarla. Porque desde el primer instante supe que era ella, la mujer con la que quería vivir y morir.
Ahora vivíamos juntos, felices, construyendo un futuro que solo nos pertenece a nosotros. Mis padres habían intentado todo para hacerme regresar: llamadas, chantajes, recordatorios de que yo era su único hijo varón y que debía continuar con la empresa. Pero mientras no aceptaran a Ana, jamás volvería. Que mis hermanas no hubieran sabido qué hacer con sus vidas no era mi responsabilidad.
En los últimos días, sin embargo, una idea no dejaba de rondar mi cabeza: adelantar la boda. Una vez casados, ya no habría vuelta atrás. Sería mi declaración al mundo y, sobre todo, a mi familia: Ana no era una elección pasajera, era mi destino.
Al llegar a la obra, revisé la lista de tareas pendientes. La prioridad era el lado este: retirar sobrantes, asegurar andamios, dejar todo limpio y en orden. Observé la estructura imponente elevándose hacia el cielo y, por un instante, imaginé a Ana allí conmigo, sonriendo orgullosa de lo que estábamos logrando.
Reuní a los trabajadores, levantando la voz para que todos me escucharan:
—¡Vamos, vamos! Con ganas, muchachos, que hoy es sábado y todos queremos llegar temprano a casa.
La verdad era que yo era el más impaciente de todos. Quería volver a nuestro departamento, cenar con Ana, verla sonreír, sentirla entre mis brazos. Ella era mi paz después de tanto ruido, mi certeza después de tantas dudas.
Miré una última vez los planos que llevaba en la carpeta.