2.Tragedia

1657 Words
Roberto Abad Rocamonte El día que la vi por primera vez fue en una navidad, hace ya diez años. Arturo, mi hermano mayor, la presentó como su novia. Nunca olvidaré ese instante: ella apareció en la sala iluminada por las luces del árbol, con un vestido rojo que resaltaba el dorado de su cabello, recogido apenas por un listón del mismo color. Sus ojos marrones eran tan profundos que parecían capaces de arrancar secretos con solo mirarlos. Y su sonrisa… Dios, su sonrisa tenía el poder de iluminar cualquier lugar. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí un destello recorrerme el cuerpo. Fue tan intenso que hasta me faltó el aire. Y después supe que no era solo yo; ella también lo había sentido. —Hola, mi nombre es Clara Arango —me dijo, con una picardía en la voz que aún hoy resuena en mi memoria. Yo apenas pude articular palabras, torpe, nervioso, como un muchacho que descubre por primera vez lo que es amar. —Roberto Abad, mucho gusto… Señorita. Ese fue el comienzo de mi condena: enamorarme de la mujer de mi hermano. Nos hicimos amigos, cómplices de risas, de conversaciones eternas. Yo la amaba en silencio, y ese silencio era mi manera de protegerla, de respetar los lazos de sangre que me ataban a Arturo… y también mi propio miedo de perderla para siempre si me atrevía a confesarle lo que sentía. El tiempo pasó, y Clara se casó con él. Nunca me lo dijo entonces, pero su matrimonio era un infierno. Arturo siempre había tenido un carácter duro, y ella lo soportaba en silencio. Hasta que una noche, meses después de dar a luz a Lisa, mi sobrina, llegó a mi habitación con el rostro empapado de lágrimas. La abracé, con el corazón desgarrado al verla así. —¡Voy a dejarlo, Roberto! ¡Me iré lejos, no aguanto más! —me gritaba entre sollozos. —No puedes… ¿y Lisa? —pregunté, aunque en el fondo lo único que temía era no volver a verla nunca. Fue entonces cuando me dijo las palabras que cambiaron mi vida: —Yo no amo a Arturo. Nunca lo amé. Me casé con él porque mi padre me obligó, porque decía que era lo “correcto”. Pero yo… —sus ojos brillaban con desesperación—, yo siempre te he amado a ti. Desde el primer día, Roberto. Siempre fuiste tú. Mi respiración se detuvo. Sentí el mundo romperse y reconstruirse al mismo tiempo. —Clara… —murmuré, con la voz temblorosa. Ella me abrazó con fuerza, pidiéndome perdón por su silencio, y entonces lo dije: —Yo también te amo. Ese fue el comienzo de nuestra verdad oculta. La primera vez que la besé, la primera noche que fue mía, la primera promesa de muchas. Pasábamos juntos cada instante robado, cuidando de que nadie nos descubriera. Hicimos planes: esperaríamos a que Lisa creciera un poco y luego escaparíamos lejos, a un lugar donde nadie supiera nuestros nombres. Donde al fin podríamos vivir lo que tanto habíamos callado. Pero el destino fue cruel. El día que Clara decidió pedirle a Arturo el divorcio, todo se derrumbó. Él no le permitió salir con Lisa en brazos; la echó a la calle con gritos y amenazas. Esa noche llovía con furia, un diluvio que parecía presagiar el desastre. Clara conducía hacia el departamento secreto donde solíamos encontrarnos… pero nunca llegó. Un accidente en medio de la tormenta apagó su vida para siempre. Recibí la noticia como quien recibe una sentencia de muerte. Desde ese día, mi corazón quedó enterrado junto al suyo. Culpé a Arturo, lo maldije, quise destruirlo como él había destruido mi única razón de vivir. Clara fue mi amor prohibido, mi verdad más profunda y mi eterna condena. Y aún hoy, cada vez que la recuerdo, siento que sigo amándola con la misma intensidad del primer instante, aunque la vida me la haya arrancado para siempre. Por demasiados años viví a la sombra de mi hermano Arturo. Él era el favorito, el orgullo de mis padres, el heredero de todo. Yo solo era la sombra incómoda que nadie quería mirar. Incluso cuando se encaprichó con Clara y mis padres lo alentaron en esa farsa de matrimonio, tuve que tragarme mi rabia en silencio. Se quedó con la dirección de la empresa… y con la mujer que yo amaba. Clara… cuánto te extraño. Hoy se cumplen tres años desde que la muerte me arrancó lo único puro que había en mi vida. Mis dedos recorrieron con ternura el borde de tu retrato, como si pudiera acariciar tu piel a través del cristal. Todavía recuerdo tus labios prometiéndome huir juntos, escapar de este infierno, vivir nuestro amor lejos de las cadenas de los Rocamonte. Eran nuestros planes, nuestro sueño. Si ese bastardo de Arturo no hubiera descubierto tu secreto… si no hubiera descubierto que tenias un amante, quizá aún estarías conmigo, respirando, sonriendo como solo tú sabías hacerlo. Pero él jamás aceptó que pudieras amar a otro hombre que no fuera él. Su orgullo enfermizo te condenó. Mi amada Clara, juro ante tu memoria que pagaré el precio de tu ausencia con la sangre de mi hermano. Le arrancaré lo que más ama, lo veré perder cada peldaño de poder hasta que se arrastre frente a mí. Y ese día, mientras lo contemple vencido, sabré que al fin te he vengado. Con un suspiro quebrado, guardé su retrato en el cajón de mi escritorio y lo cerré con llave. Ana Paula Lago Mi celular no dejaba de sonar. Medio adormilada pensé: “seguro Carlos olvidó algo”. —¿Diga? —respondí con un bostezo. —¿Ana, estás acostada a esta hora? ¡Por Dios, ya es mediodía! —la voz acelerada de Lili, mi amiga y compañera de guardias, me hizo abrir los ojos de golpe. Iba a responderle con fastidio, pero su respiración entrecortada me heló la sangre. —Te llamo porque acaban de salir todas las ambulancias del hospital rumbo a la plaza Antara… hubo un derrumbe en la construcción. El corazón me dio un vuelco. —¿Dónde? —pregunté con la voz rota. —En la plaza nueva que están levantando al norte de la ciudad… —su silencio fue más cruel que sus palabras. Sentí cómo el aire me abandonaba de golpe. —Recuerdo que me dijiste que Carlos trabajaba allí. Intentaré averiguar si está bien. No la dejé terminar. Colgué y marqué de inmediato su número. Una vez. Dos. Tres. Contestador. Cada timbre era un cuchillo clavándose en mi pecho. Mis manos temblaban mientras me vestía con lo primero que encontré, los pensamientos atropellados: Carlos está bien, tiene que estar bien. Él sabe cuidarse. Es imposible que algo le haya pasado. Conduje tan rápido como mis lágrimas me lo permitieron. Y entonces lo vi. El caos. El humo. Policías, sirenas, ambulancias. La Plaza Antara, el sueño de Carlos… reducido a ruinas y polvo. Mi corazón se detuvo. Salté del coche y corrí, esquivando uniformados, atravesando el cordón de seguridad como una posesa. Lo buscaba entre rostros, entre gritos, entre cuerpos cubiertos con sábanas. No lo encontraba. Hasta que vi a un compañero suyo. Lo tomé del brazo con desesperación. —¿Dónde está Carlos? ¡Dime! Él me sostuvo la mirada, pero no dijo nada. Yo necesitaba oírlo. —¿Dónde está? —grité con la garganta hecha trizas. —Estaba en el área del derrumbe… con tres más. No lograron salir a tiempo, lo siento. Mis rodillas cedieron. El mundo se quebró a mi alrededor. No recuerdo más que el suelo frío recibiéndome mientras todo se apagaba. Un día después No siento el paso del tiempo. Camino como un fantasma. Me niego a aceptar lo inevitable. Dicen que solo han rescatado un cuerpo. No es Carlos. No puede ser Carlos. Me aferro a esa mínima esperanza como un náufrago a una tabla. Lili me mira con ternura. —Ana, cariño, tienes que comer algo. —¿Qué sentirías tú si perdieras al amor de tu vida? —mi voz es un sollozo apagado. Ella baja la mirada, incapaz de responder. El timbre interrumpe nuestro silencio. Y entonces aparece ella. Domenika, la madre de Carlos. Sus ojos, dos puñales. —¡Tú tienes la culpa! —me grita apuntándome con el dedo—. Si mi hijo no se hubiera enredado contigo, estaría vivo. ¡Vivo! Ni fuerzas tenía para defenderme. Mi dolor ya me estaba matando. —Señora, por favor, cálmese, Ana no tiene la culpa de nada —intentó Lili, poniéndose entre nosotras. Pero la furia de Domenika era un huracán. —Escúchame bien, muchacha. Si mi hijo muere, te arrepentirás de haber nacido. Algo en mí se quebró. Me puse de pie con la poca dignidad que me quedaba. —¡Basta! —mi voz resonó entre lágrimas—. Lo único que hice desde que conocí a Carlos fue amarlo, con todo mi ser. Y si usted y su familia nunca aceptaron nuestro amor, ustedes también son culpables de este dolor. ¡Váyase de mi casa! —¡Cómo te atreves! Insolente… —¡Largo! Lili la empujó suavemente hacia la salida. Domenika me regaló una última mirada de odio antes de marcharse. Caí de nuevo en el sillón, temblando. —¿Y si es verdad? ¿Y si todo es culpa mía? —murmuré con la voz rota. —No, Ana. No te culpes. Fue un accidente. Me abracé a mí misma, como si pudiera evitar que mi corazón se desangrara. Soy doctora. Sé que las probabilidades de que haya quedado atrapado y este vivo, son mínimas. Los cuerpos que rescataron antes… ninguno salió con vida. Pero mi alma se niega. Carlos tiene que volver. Prometimos casarnos. Prometimos envejecer juntos. El dolor de esos días era una tortura interminable. Vivir sin él se estaba convirtiendo en la peor de mis pesadillas.
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