Arturo Abad Rocamonte
—¿Eres estúpido o qué demonios tienes en la cabeza? —estallé, mi voz retumbó en las paredes de la oficina como un cañón—. ¿Cómo pudiste asignar a un arquitecto recién egresado, sin experiencia, como responsable del proyecto de la Plaza Antara? ¡¿Qué estabas pensando, Roberto?! Este error puede hundir a la empresa familiar.
El calor de la rabia me quemaba la piel, la sangre me hervía en las venas. Lo único que quería en ese instante era arrancarle la insolencia del rostro de un golpe.
La Plaza Antara… nuestro proyecto estrella, la apuesta más ambiciosa de los últimos años, la que nos daría prestigio internacional. Y ahora, lo que teníamos en las manos era un derrumbe, cuatro trabajadores muertos, demandas millonarias que asomaban como buitres sobre nuestra empresa. Todo por la maldita insistencia de mi hermano en jugar a ser alguien.
—¡Quise confiar en ti! —mascullé entre dientes, caminando de un lado a otro, masajeándome la sien—. Siempre te quejas de que no eres nadie en la empresa, de que vivo a tu sombra… pues bien, ¡esto demuestra que no sirves para nada!
Roberto me miraba desde el escritorio, con esa mezcla de rencor y burla que tanto detestaba.
—¿Ahora sí es la empresa familiar? Tu eres el jefe hermanito, y toda falla en la empresa será tu falla… aunque no estés ahí —soltó con sorna, dejando que cada palabra me taladrara.
La furia me cegó. Me abalancé sobre él y lo tomé del cuello de la camisa, apretando con fuerza.
—¡Ahora no estoy de humor para tus malditas bromas! —gruñí, empujándolo con toda mi ira. Roberto tambaleó, casi perdió el equilibrio, pero en vez de intimidarse, su mirada se volvió aún más oscura, retadora.
Sam, mi asistente, se mantenía en un rincón, en silencio absoluto, testigo incómodo de una guerra entre hermanos que siempre había estado latente.
—¿Y por qué no culpamos al arquitecto Alcázar? —dijo Roberto con una sonrisa torcida, como si estuviera disfrutando de mi tormento—. Al fin y al cabo, ya está muerto.
Por un instante sentí el golpe de sus palabras en lo más hondo. Un muerto no podía defenderse. Carlos Alcázar… su nombre estaba en boca de todos desde el derrumbe. El escándalo nos estaba devorando.
Lo miré fijo, sin parpadear, mientras mi respiración se volvía pesada. Había odio en mi pecho, sí, pero también una fría lucidez que emergía a la superficie.
Quizá mi hermano no era tan tonto. Quizá, por primera vez en años, decía algo con sentido. Si el arquitecto era señalado como el único responsable, nosotros salvaríamos el pellejo, la reputación, la continuidad de la empresa. Nadie investigaría más allá. Nadie nos hundiría.
Respiré hondo, alzando el rostro hacia el techo como si buscara en las alturas un poco de aire que me devolviera la calma. Me llevé la mano a la cara, presionando el puente de mi nariz. Ese gesto no era propio de mí; más bien era un tic de Roberto cuando las cosas lo rebasaban. Pero esta vez no podía contenerme: estaba al límite. No podía permitir que Grupo Rocamonte se desplomara después de tantos años de desvelo, de sacrificios y de decisiones que habían hecho de esta empresa una de las constructoras más respetadas de Nuevo León y de los estados vecinos. No después de todo lo que había dejado en el camino para levantar este imperio con mis propias manos.
—Lo haremos —dije al fin, mi voz retumbando con determinación—, pero será a mi manera. Yo daré la cara por la empresa. Soy el director y el único responsable de todo lo que ocurra en Grupo Rocamonte.
Giré hacia Sam, mi asistente, que me observaba con esa mezcla de nerviosismo y lealtad.
—Agenda una conferencia de prensa, Sam. La daré personalmente. Y consigue el contacto de los familiares de los empleados… incluidos los del arquitecto Alcázar. Hablaré con ellos uno por uno. Les ofreceré una indemnización que no podrán rechazar. Esperemos salir bien librados de todo esto..
Roberto, con esa mueca suya entre cinismo y falsa sensatez, se atrevió a abrir la boca:
—El padre de Alcázar es un empresario muy poderoso en el estado. Fue él quien me pidió que contratara a su hijo. Lo conozco desde hace algunos años… quizá yo podría hablar con ellos.
Lo fulminé con la mirada. Un calor helado me recorrió el pecho.
—¿En serio piensas que un empresario poderoso aceptará que su hijo murió por un “accidente” en nuestra obra? —espeté, con un filo en la voz que cortaba el aire—. No, Roberto. Hablaré con ellos personalmente. Tú ya has demostrado ser un incompetente.
Vi cómo se le tensaron las facciones. Era incapaz de sostenerme la mirada. Lo sabía atado, reducido. Y lo recordé una vez más: si algún día osaba desafiarme, no solo perdería su lugar en la empresa… también el derecho a llevar nuestro apellido.
Me giré y salí de su oficina de un portazo. Por dentro, mi cuerpo era un nudo de nervios, un torbellino que me quemaba las entrañas. Por fuera, en cambio, mantenía esa frialdad calculada que siempre me había salvado. Esa coraza que imponía respeto y temor.
Me encerré en mi propia oficina y me dejé caer en la silla, con las manos firmes sobre el escritorio. El desastre estaba frente a mí, inmenso y cruel, pero debía resolverlo. No por mi hermano. No por la empresa. Sino por el legado que había jurado proteger… aunque eso me costara la sangre, la paz y hasta el alma.
El intercomunicador de mi oficina sonó con un zumbido seco que me atravesó los nervios. Contesté con desgana, dejando que la fatiga y la presión se filtraran en mi voz.
—¿Qué pasa?
—Señor, aquí están los padres del arquitecto Alcázar. Desean hablar con usted —dijo mi secretaria con un tono que revelaba su propia incomodidad.
Cerré los ojos unos segundos, respirando hondo. Sentí el peso de esa noticia como una losa.
—Hazlos pasar —murmuré, y el suspiro que escapó de mis labios fue más largo de lo que hubiese querido.
La puerta se abrió y los Alcázar entraron con paso firme, envueltos en un aire de dignidad rota. Me puse de pie de inmediato; lo menos que podía hacer era recibirlos con el respeto que exigía el momento.
—Bienvenidos a Grupo Rocamonte Construcciones, señores Alcázar. —Mi voz sonó más suave de lo habitual, casi quebrada, aunque procuré mantener el temple—. Lamento profundamente conocerlos en estas circunstancias. Quiero que sepan que estamos investigando las causas del accidente. Y les aseguro que Grupo Rocamonte no es responsable.
La señora Alcázar me atravesó con una mirada helada, cargada de dolor y rabia contenida.
—Eso es lo que usted asegura —dijo con amargura—. Nosotros solo queremos justicia para nuestro hijo.
Sentí cómo mi garganta se secaba. Aquella mirada no era fácil de sostener; no había rastro de intimidación en ellos, sino una fuerza fría, acostumbrada a estas batallas. Comprendí de inmediato que llegar a un acuerdo que me beneficiara del todo no sería sencillo.
Me incliné ligeramente hacia adelante, abandonando los rodeos.
—Hablemos con franqueza. Sé que son empresarios influyentes en el estado, y entiendo la magnitud de su dolor. Por eso pregunto directamente: ¿qué piensan hacer respecto a lo ocurrido? Estoy dispuesto a indemnizarlos como corresponde. Y si es necesario, enfrentaré la demanda.
Nos sentamos. El silencio pesaba, y nuestras miradas se midieron como espadas en un duelo silencioso. Sabía que, si esto se tensaba un poco más, me vería obligado a usar recursos que prefería reservar para mis enemigos, no para unos padres en duelo.
El señor Alcázar habló al fin, su voz áspera, cargada de resentimiento:
—Hoy, de madrugada, encontraron a nuestro hijo entre los escombros. Sin vida. —Sus palabras se clavaron en mí como un hierro ardiente. —. Era nuestro único hijo varón. Nuestro heredero. ¿Tiene idea de lo que significa perder a un ser tan querido?
Sentí un nudo en el pecho. Entreabrí los labios, y por un instante el hombre de hierro que todos conocían se quebró en mi interior.
—Lo siento mucho —dije, y mi voz salió más baja, más humana—. También yo perdí a mi esposa… hace tres años, en un accidente. —Exhalé, recordando la oscuridad de aquel día, el vacío que aún me perseguía cada noche—. Créame, sé lo que es quedarse con un hueco en el alma que nada llena.
Los Alcázar me observaron, sorprendidos por la g****a que dejaba ver mi confesión. Y yo, por primera vez en mucho tiempo, me sentí expuesto… un hombre que no solo defendía una empresa, sino también un corazón marcado por la pérdida.