El sol de media mañana se filtraba a través del dosel denso del bosque, pintando el suelo con un mosaico cambiante de luz y sombra. El aire, ya imbuido del aroma terroso y el dulzor resinoso de los pinos, vibraba ahora con una expectación palpable.
La clase de introducción a la defensa personal había abandonado la familiar esterilidad del gimnasio para sumergirse en la vitalidad indómita de la naturaleza. Era una transición bienvenida, un soplo de aire fresco que disipaba el persistente olor a sudor y goma.
El profesor Alaric Rousseau, un imponente descendiente del Dios de la Guerra, se erguía en el linde de la arboleda. Su figura corpulenta, realzada por el peto de cuero que ahora vestía, emanaba una autoridad inherente que no necesitaba de estridencias para hacerse sentir.
Su barba canosa, salpicada de mechones aún oscuros, enmarcaba un rostro curtido y unos ojos astutos que parecían haber presenciado innumerables estrategias y batallas, vestigios de sus gloriosos días en el ejército humano.
Ante él, los veintiocho alumnos, semidioses en ciernes, escuchaban con una mezcla de curiosidad y nerviosismo.
—Bien —comenzó el profesor Rousseau, su voz grave y resonante, pero atemperada por un tono jovial que invitaba a la camaradería—, hoy pondremos a prueba su capacidad de estrategia y su trabajo en equipo con una pequeña competencia amistosa —Una sonrisa imperceptible curvó las comisuras de sus labios—. Los he dividido en cuatro grupos de siete, basándome en su ascendencia divina. No se preocupen, no habrá favoritismos.
Señaló cuatro montones de pañoletas que parecían arder con colores vibrantes: un rojo rubí, un azul zafiro, un verde esmeralda y un amarillo citrino.
—Cada equipo tomará una pañoleta y la atará en algún lugar visible de su cuerpo. Este será su “estandarte”. El objetivo es encontrar el objeto valioso que he escondido en el bosque y traerlo de vuelta a este punto.
Un murmullo excitado recorrió el grupo, una oleada de anticipación que se extendió como un reguero de pólvora. Los jóvenes semidioses, acostumbrados a desafíos físicos, saboreaban la promesa de una contienda que exigía algo más que pura fuerza.
Hunter se encontró asignado al equipo amarillo, un grupo heterogéneo formado principalmente por descendientes de deidades menores, más ligadas a la naturaleza o a aspectos menos prominentes de la guerra y la caza.
Sintió una punzada de familiaridad con esa clasificación; de algún modo, siempre terminaba en los márgenes, en los grupos que no encajaban del todo en las categorías más obvias.
Mientras el profesor distribuía los trozos de tela, añadió con un aire de teatralidad—: Para esta actividad, dejaremos a un lado la ropa de calle. He traído petos de cuero para todos —Señaló una pila de los robustos chalecos—. Ofrecen una protección básica y, más importante, los ayudarán a diferenciarse en la maraña del bosque. Úsenlos y asegúrense de que estén bien colocados.
La orden desencadenó un revuelo entre los alumnos. Las sudaderas con capucha y las camisetas informales volaron, revelando torsos cincelados por el entrenamiento y la herencia divina.
Hunter se despojó de su sudadera negra, su habitual escudo contra las miradas, dejando al descubierto una camiseta gris de manga corta. Su piel pálida, casi translúcida, contrastaba abruptamente con la tela burda del peto que el profesor le entregó.
Los mechones rosas de su cabello, un rasgo que invariablemente atraía la atención no deseada, parecían aún más vívidos bajo la luz natural que se filtraba a través de las hojas. Intentó no pensar en las miradas que, sin duda, se dirigirían hacia él, concentrándose en la tarea inminente, en la promesa de la competencia.
El profesor Rousseau continuó explicando las reglas, su voz enérgica superponiéndose al bullicio de los alumnos que se equipaban.
—Se les proporcionarán espadas de práctica, dagas sin filo y escudos ligeros. Estos instrumentos son para defenderse y obstaculizar a sus oponentes, no para causar daño. Recuerden, es una competencia amistosa. El primer equipo en encontrar el objeto dorado y traerlo de vuelta ganará treinta valiosos puntos para su calificación en esta materia —Hizo una pausa, su mirada recorriendo a los jóvenes semidioses con una intensidad que les recordaba la seriedad subyacente al juego—. ¿Alguna pregunta?
Varias manos se alzaron, y el profesor respondió pacientemente a las dudas sobre los límites del área de juego y las reglas específicas de “captura” o “desactivación” de oponentes. Su énfasis constante estaba en el juego limpio y, sobre todo, en la seguridad.
Mientras Hunter se ajustaba el peto de cuero, sintiendo el roce áspero de la piel contra su camiseta, percibió una presencia a su lado.
Se giró y se encontró con un chico ligeramente más bajo que él, con una cabellera de un rubio dorado que caía en ondas suaves, rizándose delicadamente alrededor de sus orejas. Sus ojos, de un ámbar brillante y penetrante, irradiaban una energía contagiosa, una vitalidad que parecía iluminar su rostro.
El chico le ofreció una sonrisa amplia y amable, desarmante en su sinceridad.
—Hola —dijo el rubio, su voz alegre y musical, como el tintineo de pequeñas campanas—. Soy Devin. Soy nuevo por aquí. Hijo de Apolo, ¿y tú? —Extendió una mano con entusiasmo, sin un ápice de vacilación.
Hunter estrechó su mano, sintiendo una calidez inesperada en el contacto, una corriente de vitalidad que pareció recorrerle el brazo.
—Hunter. Hijo de Ares y Afrodita —Su voz, para su propia consternación, salió un poco más baja de lo que pretendía, casi un murmullo. Siempre le costaba pronunciar su ascendencia, como si temiera la reacción, el juicio implícito en esa inusual combinación.
Los ojos de Devin brillaron con una curiosidad genuina al escuchar su linaje. No había ni rastro de burla o incredulidad.
—¡Ares y Afrodita! Vaya, una combinación interesante —Su mirada se detuvo en los ojos de Hunter que eran un sello inconfundible de su herencia dual—. Tus ojos son… fascinantes. Nunca había visto heterocromía completa así. Y esos mechones rosas, ¡genial idea! Le dan un toque… ¿cómo decirlo? ¿Olímpicamente rebelde?
Hunter se sorprendió por el cumplido directo y el tono genuinamente entusiasta de Devin.
Normalmente, la gente se quedaba mirando sus ojos o su cabello con una mezcla de extrañeza y, a veces, una burla apenas velada. La forma en que Devin lo decía, sin embargo, sonaba como una admiración sincera, desprovista de cualquier juicio.
Era un alivio inesperado, un bálsamo para sus inseguridades habituales.
—Gracias —murmuró Hunter, sintiendo un ligero rubor extenderse por sus mejillas pálidas—. Supongo —La palabra se sintió torpe, inadecuada para la ola de gratitud que experimentaba.
Devin inclinó la cabeza, su sonrisa aún presente, inmutable.
—Supongo que ser nuevo tiene sus ventajas. Todo es emocionante y lleno de sorpresas. Aunque admito que orientarme por este bosque va a ser un desafío. ¿Ya conoces bien el terreno?
—Un poco, la verdad —respondió Hunter, sintiéndose un poco más cómodo, la facilidad de Devin contagiándole—. Hemos tenido algunas prácticas por aquí antes. Es un buen lugar para… perderse y encontrarse de nuevo —Un atisbo de sonrisa apareció en sus labios.
—¡Genial! —exclamó Devin, sus ojos brillando con entusiasmo—. Quizás podamos trabajar juntos durante la búsqueda del… ¿dijo el profesor cuál era el objeto dorado?
—No todavía, no. No ha sido específico al respecto —dijo Hunter, recordando las palabras del profesor—. Sólo que es valioso y dorado, y obviamente algo de la mitología griega.
Los ojos de Devin se iluminaron con una chispa traviesa, su imaginación volando libre.
—¿Podría ser el Vellocino de Oro? ¿O la manzana de la discordia? ¡O tal vez uno de los dientes del dragón de Cadmo!
Su entusiasmo era contagioso, y por un momento, Hunter olvidó su incomodidad, la extraña facilidad con la que Devin lo hacía sentir menos… él, era una experiencia única.
—Cualquiera de esas opciones suena… problemática de transportar —comentó Hunter, una pequeña sonrisa curvando sus labios, y por primera vez era genuina hacia alguien que no era parte de su familia.
Devin se rió, una risa clara y despreocupada que resonó dulcemente en el aire.
—¡Para eso tenemos nuestros músculos de semidiós! Y nuestras habilidades divinas, por supuesto. Aunque, como soy nuevo, todavía estoy descubriendo todos mis talentos —Hizo un gesto vago con la mano, como si descartara la insignificancia de sus dones divinos aún por descubrir—. Aparte de ser increíblemente carismático y tener un oído absoluto para la lira, claro —Guiñó un ojo con picardía, y Hunter no pudo evitar una sonrisa más amplia.
Devin era diferente a cualquier otro semidiós que había conocido en Redwood. Su energía era vibrante, su actitud desinhibida, una antítesis de la autoconciencia que Hunter a menudo sentía.
El profesor Rousseau dio un fuerte aplauso, el sonido resonando a través de los árboles, llamando la atención de todos.
—Bien, veo que todos están listos. Recuerden, el objeto que buscan es un pequeño disco dorado grabado con las constelaciones. Ha pertenecido a varias figuras importantes a lo largo de la historia y tiene una conexión especial con la bóveda celeste. Está escondido, pero no bajo tierra. ¡Que comience la búsqueda!
La señal de inicio fue como un disparo en el aire, desatando una ráfaga de actividad controlada. Los cuatro equipos se dispersaron en diferentes direcciones, internándose en el corazón del bosque.
El equipo amarillo, el de Hunter, se movió con una cautela instintiva, sus pasos amortiguados por la hojarasca y el musgo.
Hunter sintió la adrenalina correr por sus venas, una corriente eléctrica que lo activaba. Su pañoleta amarilla, ahora bien atada a su muñeca, parecía vibrar con la misma energía. A pesar de su constante inseguridad sobre su apariencia, en momentos como este, cuando la competencia y la estrategia entraban en juego, algo dentro de él se despertaba.
La sangre de Ares clamaba por la contienda, un impulso primario hacia la acción, la necesidad de demostrar su valía en el campo de batalla. Pero la astucia heredada de Afrodita, esa inteligencia perspicaz que veía las conexiones ocultas y las debilidades ajenas, buscaba la manera más ingeniosa de alcanzar la victoria, de superar a los oponentes no sólo con la fuerza bruta, sino con la estrategia, estudiando las virtudes y defectos de sus oponentes.
Era una dicotomía constante en su ser, una danza entre el guerrero y el provocador, la pasión y la razón.
Mientras avanzaba entre los helechos gigantes, sus ojos rastreaban cada rincón, atento a cualquier movimiento, a cualquier brillo sospechoso que pudiera delatar la presencia del disco dorado.
Su oído se agudizaba, registrando el crujido de las ramas bajo los pies de los otros equipos, el susurro del viento entre las hojas, el canto distante de los pájaros que puntuaban el silencio del bosque.
No pudo evitar pensar en Devin, que iba varios pasos por delante de él, su figura rubia destacando contra el paisaje otoñal y ligeramente nublado. Su encuentro había sido breve, efímero en el gran esquema de las cosas, pero la ligereza y el optimismo del hijo de Apolo habían dejado una impresión duradera.
Era refrescante conocer a alguien que no parecía juzgarlo por su apariencia inusual, por sus ojos discordantes o sus mechones de cabello rosa, sino que incluso la encontraba interesante, un rasgo digno de admiración.
Esa aceptación sin reservas era un bálsamo que Hunter no sabía que necesitaba.
Tal vez, pensó Hunter, con una punzada de esperanza que no se permitía sentir a menudo, este año en Redwood no será tan sombrío como anticipé. Quizás, incluso, podría encontrar su propio lugar, sin importar lo diferente que se sintiera a veces, sin importar el peso de las expectativas o los prejuicios de los demás.
La búsqueda del disco dorado había comenzado, y con ella, tal vez, una nueva etapa en su propia historia. Un nuevo sendero se abría ante él, tan desconocido y prometedor como el bosque que los rodeaba.
El susurro de las hojas parecía llevar consigo la promesa de nuevas conexiones, de desafíos que, aunque exigentes, no tendrían que ser enfrentados en solitario.
Hunter apretó los dedos, sintiendo la textura de su peto de cuero, y se preparó para lo que vendría, su corazón latiendo con un ritmo renovado, una mezcla de anticipación y una inusual, pero bienvenida, sensación de esperanza.
El eco del bosque los llamaba, y con él, la aventura apenas comenzaba.