Capítulo 1. Un pequeño error.
Jared Lawton necesitaba callar las voces que retumbaban en su cabeza.
«¡Auxilio!».
«¡No me dejes morir!».
Ellas resonaban una y otra vez en su subconsciente hasta que el poderoso estallido de una granada las silenciaba.
Luego no quedaba nada, tan solo el hedor de la muerte, una que solo podía olvidar bebiéndose todo el licor que encontraba cerca.
Para su mala suerte, su organismo acostumbrado al ejercicio extremo y a las exigencias físicas asimilaba con prontitud el alcohol en su sangre. El sedante le duraba poco, por eso él no paraba de beber durante el día al tiempo que llevaba a cabo su misión personal.
—Son nueve con veinticinco —dijo una anciana asiática sentada en una silla de ruedas al otro lado del mostrador. Él le entregó un billete y se rascó la barba de más de una semana.
—Quédese con el cambio —expuso, utilizando una voz ronca que revelaba las muchas horas de insomnio y la enorme cantidad de alcohol que había bebido desde que el sol despuntó en el horizonte esa mañana.
Tomó la botella que había comprado, oculta dentro de una bolsa de papel, y dio media vuelta para salir del negocio, pero un joven delgado lo tropezó arrancándole un gruñido. Odiaba que lo tocaran.
Fulminó al chico con sus ojos gélidos, cuyos iris eran de un azul brumoso como las profundidades del mar.
El joven tenía la cabeza oculta bajo la capucha de su suéter, pero además, llevaba puesta una gorra de los Padres de San Diego, el equipo de béisbol profesional de la ciudad. Por eso no pudo percatarse de la amenaza que el hombre le había dirigido y siguió de largo hasta el mostrador.
Jared salió del negocio y se detuvo tras la puerta acristalada. Abrió la botella y le dio un trago largo, luego oteó los alrededores. La noche llenaba de sombras las calles, confundiéndolo.
¿A dónde debía ir ahora?
¿Dónde podía encontrar a Vadim Harcourt, el criminal al que buscaba?
—¡No! ¡No! ¡No tengo nada! —escuchó gritar a la mujer asiática.
Al girarse y mirar al interior de la tienda a través del cristal de la puerta, notó que el joven que tenía la cabeza oculta en su capucha la amenazaba con un cuchillo.
—¡Dame el dinero, vieja miserable! ¡Dámelo o te corto!
Jared apretó los puños con enfado, pero no se movió, ese no era su problema. Estaba en San Diego, California, solo para cumplir con una misión. No podía meterse en líos o se delataría.
—¡No! ¡No me hagas daño! ¡AUXILIO!
Aquella última palabra desencadeno un cúmulo de emociones en Jared. Las voces en su cabeza retumbaron como si fuesen los tambores de una orquesta y por un instante se sintió en medio de una lucha encarnecida contra un grupo de criminales en las afueras de Helsinki, Finlandia, y no en las puertas de un negocio en San Diego.
«¡Jared, busca a Irina!», le había rogado Peter, su hermano menor, pero él no pudo avanzar ni un centímetro.
Vio como Vadim Harcourt se abría paso entre los hombres que les disparaban a los Marines del equipo SEAL mientras le quitaba el pestillo a una granada.
La lanzó hacia el camión donde se encontraba Peter y uno de los grupos de niños y mujeres que habían rescatado esa noche.
La explosión no dejó nada de sus víctimas.
—¡AUXILIO! —suplicaba la anciana asiática regresando a Jared a la realidad.
Él vio como el joven la tomaba por el pelo y la sacudía para sacarla del cubículo detrás del mostrador. La empujó con tanta fuerza que la mujer cayó al suelo lejos de su silla de ruedas.
Jared entró con la furia bullendo en sus venas.
Al ver un pendón colgado cerca de la puerta que señalaba las ofertas del día, dejó en el suelo su botella de licor para arrancarlo y quitarle el cordel que lo sostenía del techo.
El ladronzuelo golpeó con su cuchillo la cerradura de la caja para romperla, pero un tipo rubio, alto y con una fuerza superior a la de cualquier hombre promedio, lo tomó por el cuello del suéter y lo sacó del cubículo haciéndolo volar por encima del mostrador.
Al tenerlo de su lado, Jared iba a atarle las muñecas con el cordel para luego amarrarlo a un estante mientras llegaba la policía, pero el joven lo apuñaló en un costado.
El ladronzuelo lo miró extrañado porque su cuchillo no fue capaz de penetrar por completo su dura piel, solo llegó a hacerle una herida un poco profunda por la que comenzó a manar sangre.
Jared se enfureció por el ataque. No había querido golpearlo, era un SEAL entrenado para soportar las más rudas de las agresiones, una máquina de matar. No debía descargar su furia contra quien no sería capaz de tolerar su fuerza, pero no pudo contenerse.
Soltó el cordel y comenzó a propinarle una intensa golpiza al agresor.
***
—Doug, por favor, no puedes cancelar tu asistencia a la boda de Mary faltando una semana. ¡Las reservaciones ya están hechas! —rogó Abby Hooper a su novio Doug Carter mientras caminaba apresurada por las calles de San Diego en dirección a su casa.
—Abby, ¿por qué no haces como tu hermano y sacas cualquier excusa para faltar?
—¡Porque es mi responsabilidad! Asumí un compromiso con Mary.
—Ella te manipuló para que aceptaras.
—¡No es manipulación! Sabes muy bien que lo hago por mi madre —recordó fastidiada—. No puedes dejarme sola ahora. Mi tía ya hizo las reservaciones del hotel y del restaurante, si le digo que no irás se enfadará y me reclamará hasta el día de mi muerte.
—Yo no le hice ninguna promesa a esa mujer. Es insoportable y criticona. Además, tengo un compromiso más importante ese día, no puedo rechazarlo.
—¡Te comprometiste conmigo primero! —reprochó, dolida—. ¿Acaso no soy importante para ti?
Él respiró hondo al otro lado de la línea.
—¿Qué esperabas, Abby? Eres solo una mujer de responsabilidades: es tu responsabilidad ir a la boda, es tu responsabilidad trabajar en dos o tres lugares a la vez, es tu responsabilidad pagar las deudas que otro creó. ¡Todo es una responsabilidad para ti, menos yo!
—Eres un miserable, Doug —reclamó con lágrimas en los ojos—. Sabes que mi madre dejó la casa hipotecada y no puedo dejar a mi hermano solo con esa deuda. Por eso debo trabajar hasta en dos empleos en el día.
—¡Él es quien vive en esa casa con su familia! ¡Tú ni siquiera vas de visita porque no tienes tiempo! ¡Esa deuda no es tu problema!
—¡Sí lo es! —respondió furiosa— Lamento que no lo entiendas a pesar de que te lo he explicado muchas veces —expuso con frustración.
Su madre había muerto dos años atrás en un accidente de tránsito y dejó una abultada hipoteca que su hermano y ella debían pagar de la casa que pertenecía a ambos, pero donde el hombre vivía con su esposa y sus dos hijas.
Los dos trabajaban todo lo que podían para cubrir ese gasto y sus propias necesidades.
—Escucha, ya estoy cansado de esta situación. No quiero seguir esperando a que salgas de tus trabajos diarios para disfrutarte unos minutos antes de que te desmayes por el sueño. No quiero seguir esperando.
—¿Qué tratas de decirme? —peguntó nerviosa, deteniéndose.
—Abby, creo que es hora de que nos demos un tiempo.
—¿Un tiempo? —consultó indignada.
—Yo soy un hombre descomplicado y no me gusta tu vida llena de responsabilidades.
Ella sintió que la traspasaba una lanza envenenada.
—¿Estás terminando conmigo? —quiso saber, impactada.
—Vamos a darnos un tiempo, es lo mejor para ambos.
Iba a rebatir sus palabras, pero él cortó la llamada sin despedirse dejándola por un momento en shock.
Cuando pudo reaccionar gruñó con sonoridad y pateó el suelo. Una mujer que pasaba cerca con su hijo la miró como si estuviese loca y apresuró el paso. Ella la vio con rabia, aunque se enfocó en no llorar. Doug no merecía sus lágrimas.
El sonido de gritos femeninos pidiendo auxilio logró distraerla. Rápido se acercó al negocio de donde provenían porque no podía ignorar una petición de ayuda.
Quedó impactada al ver la escena dantesca que se producía en el interior.
Un sujeto rubio, alto, barbudo y fornido le propinaba una golpiza a un muchacho delgado mientras una anciana yacía en el suelo gritando con desesperación.
Entró enseguida a la tienda.
—¡Suéltalo! ¡Vas a matarlo! —ordenó al hombre, pero este parecía abducido por la ira que se reflejaba en su rostro enrojecido.
La mujer repasó el lugar buscando algo con qué detenerlo, vio una silla de madera ubicada cerca de la entrada y la tomó. Con ella golpeó al hombre en la espalda.
La silla era tan débil que se hizo pedazos. El rubio se tambaleó dejando caer al suelo al joven.
—¡¿Qué hace?! ¡Ese no era el ladrón! —gritó la anciana. Abby la observó confundida—. ¡Él me está ayudando!
—Mierda —se quejó, al percatarse del error cometido.