El Umbral De La Luz Prohibida

3929 Words
La aurora de Praga se filtraba a través de las cortinas raídas del apartamento de Elara como un susurro tímido, un gris perlado que se colaba entre las grietas del mundo mortal y rozaba los bordes de su realidad fracturada. Era el amanecer del día siguiente al ritual —o quizás el mismo, ya que el tiempo se había vuelto elástico en su percepción, estirándose como un hilo de araña bajo el peso de lo invisible—. Elara yacía acurrucada en el sofá deshilachado, el cuerpo entumecido por una noche de vigilia interrumpida solo por breves lapsos de semi-sueño donde las visiones se arremolinaban como tormentas en un frasco. El libro antiguo reposaba cerrado sobre su pecho, su peso un ancla que la mantenía atada a la vigilia, aunque su mente divagaba en los bordes del abismo que había invocado. El aire en la habitación aún conservaba un rastro del humo de mirra, un aroma dulzón y resinoso que se mezclaba con el olor metálico de la sal fundida en el pentáculo del suelo, ahora una cicatriz negra en las tablas de madera astillada. Se incorporó lentamente, el corazón latiéndole con un pulso irregular que parecía sincronizarse con un eco distante —un latido subterráneo, como el rumor de ríos de lava en cuevas olvidadas—. Sus ojos, enrojecidos por el llanto y la fatiga, barrieron la habitación: las pilas de libros inclinadas como torres a punto de caer, las tazas de té frío acumuladas en la mesa como ofrendas a un altar profano, y las sombras en las esquinas que, incluso bajo la luz creciente, parecían más densas, más vivas, como si respiraran con un pulmón colectivo. "Fue un sueño", murmuró para sí misma, su voz ronca y quebrada, un intento patético de racionalizar lo irracional. Pero el calor en su pecho lo desmentía: un fuego lento y persistente que se había encendido durante el ritual y ahora ardía con una intensidad que la hacía sudar bajo el camisón de algodón, la tela pegándose a su piel como una segunda piel febril. Tocó el lugar sobre su esternón, sintiendo el pulso bajo la yema de los dedos —no el suyo, o no solo el suyo; era como si un corazón ajeno latiera en sincronía, un eco de algo vasto y antiguo que la reclamaba desde abajo. Se levantó con piernas temblorosas, apoyándose en el brazo del sofá, y caminó hacia la ventana del balcón. El patio empedrado abajo estaba envuelto en niebla matutina, los gatos errantes maullando como almas en pena, y más allá, las torres góticas de Praga se erguían como guardianes indiferentes, sus gárgolas con ojos de piedra que parecían seguir su movimiento. Abrió la puerta con un chirrido oxidado, y el aire frío de octubre la golpeó como un bálsamo, trayendo consigo el olor a hojas húmedas y río Vltava. Respiró hondo, intentando anclarse a lo tangible —el viento en su rostro, el tañido lejano de una campana de iglesia—, pero el calor se intensificó, un torrente que subió por su cuello y se extendió a sus mejillas, haciendo que su piel hormigueara como si miles de ojos invisibles la rozaran. En el reflejo del vidrio empañado de la puerta, vio —o creyó ver— un parpadeo: una figura alta y sombreada detrás de ella, alas rotas plegadas como un manto de noche, ojos grises que brillaban con chispas doradas. Parpadeó, y desapareció, dejando solo su propio rostro pálido, ojeroso, con labios entreabiertos en un jadeo silencioso. "Estás perdiendo la cordura, Elara", se dijo, cerrando la puerta con más fuerza de la necesaria, el vidrio vibrando como si protestara. Pero en el fondo, sabía que no era locura; era el velo rasgado, esa membrana etérea entre su mundo y el abismo que el ritual había perforado como una daga en seda. El libro lo había advertido: El velo permite ecos; lo que entra no siempre regresa solo. Y ahora, los ecos la rodeaban: susurros en el viento que formaban fragmentos de latín corrupto —pactum renovatum, lux in tenebris—, sombras que se deslizaban por las paredes como dedos curiosos, y un zumbido en sus oídos que era un coro lejano, lamentos entretejidos con risas bajas y el rugido sordo de llamas eternas. Se dejó caer en la cocina, preparando café con movimientos automáticos —el chorro del grifo como un río subterráneo, el vapor de la taza como humo de mirra—, pero incluso el aroma amargo no disipaba la sensación de ser observada, de ser tocada por algo que no era aire ni luz. El teléfono vibró en la mesa, un zumbido mundano que la sacó de su trance: un mensaje de Marta, su colega del museo. "¿Vienes hoy? Havel está de mal humor por el inventario atrasado. Café después?". Elara miró la pantalla, sus dedos congelados sobre el teclado. El mundo arriba —el metro abarrotado, las vitrinas polvorientas, las explicaciones tediosas a turistas— parecía ahora un velo más, una ilusión frágil que ocultaba el verdadero abismo. "¿Qué he hecho?", susurró, tecleando una respuesta evasiva: "Me siento mal, tomo el día libre". Presionó enviar, y el teléfono se apagó solo, la pantalla parpadeando con un patrón de estrellas invertidas por un segundo antes de volver a la normalidad. Su risa salió ahogada, un sonido entre sollozo y histeria. "Genial. Ahora hasta el móvil conspira". Intentó distraerse con rutina: una ducha caliente que dejó la piel enrojecida, pero el agua parecía susurrar contra su cuerpo, formando palabras en el vapor —veni ad me—, y en el espejo empañado del baño, una garra etérea rozó el vidrio, dejando un surco que formaba una runa. Se vistió con jeans desgastados y un suéter holgado, el tejido rozando su piel hipersensible como caricias no deseadas, y se sentó en la mesa con el libro abierto, buscando respuestas en sus páginas amarillentas. El latín fluía ahora con facilidad perturbadora, como si el ritual hubiera despertado un conocimiento dormido en su sangre: descripciones de portales rasgados, de cómo el invocador y el invocado se entrelazaban en un lazo de ecos —visones compartidas, toques fantasmales, un hambre mutua que borraba fronteras. "El Rey Exiliado no viene solo", leía en voz alta, su voz temblando. "Trae su reino: sombras que susurran, fuegos que queman desde dentro, y un anhelo que consume al mortal como polilla a la llama". Un escalofrío la recorrió, no de frío, sino de reconocimiento. Eso era el calor en su pecho: no fiebre, sino él, Lucifer, filtrándose a través del velo como tinta en agua. Recordó las visiones de su infancia —el hombre de alas rotas en sus sueños, su voz un eco de tormenta—, pero ahora eran vívidas, intrusivas: flashes de un palacio de obsidiana donde torres retorcidas pinchaban un cielo de cenizas, ríos de magma susurrando nombres olvidados, y un trono vacío que la esperaba como un amante impaciente. Se levantó, paseando por el apartamento como una caged beast, las paredes cerrándose en su percepción —o quizás expandiéndose, abriéndose a pasillos invisibles que olían a azufre dulce—. En el balcón, el viento trajo un rugido bajo, como el aliento de un leviatán, y en la niebla del patio, formas se materializaron por un instante: demonios etéreos con ojos como brasas, arrodillados en reverencia silenciosa. "Para, por favor", suplicó al vacío, las manos en las sienes, pero el zumbido se intensificó, voces fragmentadas tejiendo un tapiz: Elara... pacto... ven... luz en la oscuridad. Se dejó caer de rodillas en el salón, el pentáculo atrayéndola como un imán, y tocó la sal fundida con un dedo. Un flash la golpeó: no una visión, sino una inmersión. Estaba en el Infierno —o un eco de él—, el aire espeso y ardiente como el aliento de un horno, las paredes de obsidiana latiendo con venas de lava que proyectaban sombras danzantes. Ante ella, un trono de hueso petrificado y fuego solidificado, y en él, reclinado con gracia indolente, él: Lucifer, el Portador de Luz Caído. Su cabello n***o caía en ondas perfectas, su piel pálida reflejaba las llamas como mármol vivo, y sus ojos grises la perforaban con una intensidad que la dejó sin aliento, chispas doradas danzando en sus pupilas como estrellas agonizantes. Sus alas rotas se agitaron ligeramente, membranas de sombra con vetas de fuego residual, y una sonrisa curvó sus labios —no cruel, sino curiosa, hambrienta. Has rasgado el velo, mortal, su voz resonó no en el aire, sino en su mente, un terciopelo n***o que se enroscaba alrededor de su alma. Tu sangre canta mi nombre, y el mío el tuyo. ¿Qué anhelas de mí, Elara Voss, heredera del pacto? ¿Poder? ¿Respuestas? ¿O algo más profundo, que quema como el fuego que me forjó?. Ella jadeó, intentando hablar, pero las palabras se ahogaron en su garganta; en cambio, sintió su toque —etéreo, pero real—, un roce de dedos fríos en su mejilla que envió ondas de calor por su cuerpo, despertando nervios dormidos, un deseo prohibido que la hizo arquearse. Sientes el lazo, murmuró él, su presencia envolviéndola como humo vivo. El ritual no invocó un sirviente; me trajo a mí, el rey que no se inclina. Pero tú... tú eres diferente. Tu duda es como la mía, tu rabia un eco de mi caída. Ven a mí, y te mostraré el abismo no como prisión, sino como libertad. El flash se rompió con un trueno repentino afuera, la visión disipándose como niebla al sol, dejando a Elara jadeante en el suelo, las mejillas sonrojadas y el cuerpo temblando con un anhelo que no era del todo suyo. Lágrimas calientes rodaron por su rostro, una mezcla de terror y euforia abrumadora. "Dios mío", sollozó, abrazándose las rodillas. No era Dios quien respondía; era el adversario, el caído, y su voz aún resonaba en su mente, un susurro seductor que prometía romper las cadenas de su vida gris. Se levantó, tambaleante, y miró el pentáculo: ahora brillaba con un fulgor residual, líneas de sal reformándose en un patrón nuevo, como venas pulsantes. El día se desplegó en una neblina de sensaciones amplificadas, un preludio tortuoso al clímax que se avecinaba. Elara intentó ignorarlo, forzándose a una rutina que ahora parecía ridícula: preparar desayuno —huevos revueltos que salpicaron como sangre en la sartén—, pero el aceite chisporroteó formando alas plegadas, y el aroma a mantequilla se mezcló con un rastro de azufre. Comió de pie junto a la ventana, masticando mecánicamente mientras su mente divagaba en el flash: su rostro, tan hermoso y trágico, ojos que veían a través de ella como si desentrañara su alma capa por capa. ¿Qué anhelaba de él? Respuestas, sí —sobre el pacto, las visiones, su herencia maldita—. Pero también algo más: escape, conexión, un fuego que consumiera la apatía que la había definido. "Eres un loco", se dijo, pero la sonrisa que curvó sus labios la traicionó. Salió al patio a través del balcón, necesitando aire fresco, pero la niebla era espesa, envolviéndola como un sudario vivo. Los gatos se habían ido, pero en su lugar, formas etéreas merodeaban: siluetas de demonios menores, no sólidas, sino como humo con ojos ámbar que la miraban con curiosidad reverente. Uno se acercó, un ser de escamas iridiscentes y garras delicadas, susurrando en un idioma que sonaba como viento en cuevas: La invocadora... el rey viene. Elara retrocedió, el corazón martilleando, pero el ser se disipó en la niebla, dejando un rastro de calor en su piel. Subió de nuevo, cerrando la puerta con llave, pero el apartamento ya no era refugio; era un puente, el velo tan delgado que podía sentir el pulso del Infierno latiendo en sincronía con el suyo. Pasó la mañana en un frenesí de investigación, el portátil abierto en la mesa con páginas de foros ocultistas y textos digitales sobre grimorios. Buscó "invocación Lucifer efectos secundarios", pero los resultados eran un batiburrillo de advertencias sensacionalistas: "posesión gradual", "pérdida de realidad", "anhelo irresistible". Nada concreto, solo ecos de su propia experiencia. Intentó llamar a su madre —la bibliotecaria viuda que aún vivía en las afueras, rodeada de libros como armadura contra el duelo—, pero el teléfono sonó y sonó, cayendo en buzón con un pitido que resonó como un lamento. "Mamá, necesito hablar... sobre la abuela, el pacto". Dejó el mensaje, la voz quebrada, y colgó, sintiendo el vacío como un peso adicional. El mediodía trajo un hambre que no era física: un vacío en el alma que el ritual había avivado, un anhelo por lo que el flash le había mostrado —libertad en la oscuridad, conexión en el exilio—. Se tumbó en la cama, el techo con sus grietas formando constelaciones invertidas que giraban en su visión periférica, y cerró los ojos, invitando la visión esta vez. Vino rápida, como un río desbordado: el palacio de obsidiana, pasillos que se bifurcaban en ilusiones, y él, caminando hacia ella con pasos deliberados, su túnica de sombra ondeando como humo vivo. Elara, su voz la envolvió, un ronroneo que vibró en su espina dorsal. Sientes el lazo tensarse. El velo se adelgaza con cada latido. ¿Temes? ¿O deseas?. En el sueño-vigilia, extendió una mano, y él la tomó —su piel fría contra la suya caliente, un contraste que envió chispas por sus venas—. Tu curiosidad es mi salvación, mortal. En tu duda, veo mi luz perdida. Ven a mí, y te mostraré un reino donde el orgullo no es pecado, sino corona. Se despertó con un jadeo, el cuerpo arqueado en la cama, el camisón pegado a su piel sudada. El calor era insoportable ahora, un incendio que se extendía desde su centro, haciendo que sus muslos se apretaran involuntariamente, un deseo crudo y prohibido que la avergonzaba y excitaba a partes iguales. "Maldito seas", susurró al techo, pero no había ira en su voz; solo un anhelo que la hacía llorar. Se levantó, paseando desnuda por el apartamento —el aire fresco contra su piel un alivio temporal—, y se detuvo frente al espejo del pasillo. Su reflejo era el mismo: cabello desordenado, curvas suaves marcadas por la fatiga, ojos oscuros dilatados por la fiebre interior. Pero detrás de ella, en el vidrio, el velo se onduló: una grieta que se abrió como una herida, revelando un pasillo de obsidiana donde una figura alta se acercaba, alas agitándose, ojos grises fijos en los suyos. El portal se formó con un chasquido audible, el aire rasgándose como tela vieja, y el viento del Abismo irrumpió en la habitación: caliente, cargado de azufre y un aroma a jazmín quemado que le erizó la piel. Elara retrocedió, el corazón en la garganta, pero sus pies se negaron a huir; era como si el lazo la anclara en el sitio, un hilo invisible que tiraba de su alma hacia él. La grieta se expandió, un óvalo irregular de oscuridad bordeado de llamas azules que no quemaban, y de ella emergió Lucifer —no como un holograma etéreo esta vez, sino corpóreo, sólido, su forma manifestándose en el mundo mortal con un esfuerzo que hacía que el aire crepitara como estática. Era más imponente de lo que las visiones habían sugerido: alto, con la gracia de un felino eterno, su túnica de sombra adaptándose al mundo arriba como humo que se coagulaba en tela negra, ceñida a un torso esculpido por eones de furia divina. Su cabello n***o caía en ondas perfectas, enmarcando un rostro de belleza devastadora —pómulos afilados, labios curvados en esa sonrisa ladeada que prometía tanto ruina como redención—, y sus ojos grises la atraparon al instante, chispas doradas danzando en sus profundidades como estrellas caídas. Las alas rotas se plegaron contra su espalda, membranas de noche con vetas de fuego que proyectaban sombras vivientes en las paredes del apartamento, y su presencia llenaba la habitación como un pulso, haciendo que los libros temblaran en sus pilas y las velas apagadas parpadearan con vida residual. "Al fin", murmuró él, su voz un trueno suave que vibró en el aire, resonando en los huesos de Elara como un amante secreto. Dio un paso adelante, el suelo crujiendo bajo sus pies descalzos —pies que no dejaban huellas, pero que hacían que el pentáculo brillara en respuesta—, y extendió una mano, palmas abiertas en un gesto de invitación no amenaza. "Elara Voss, heredera del pacto, invocadora de reyes. Has rasgado el velo con tu sangre y tu curiosidad, y yo... yo he respondido. ¿Me temes, mortal? ¿O me reconoces como el eco que has sentido toda tu vida?". Elara lo miró, el aliento atrapado en su pecho, un torrente de emociones chocando en su interior: terror que la paralizaba, fascinación que la impulsaba, y un deseo ardiente que la hacía ruborizarse bajo su mirada perforante. Era él —el hombre de sus visiones, el misterio que la había atormentado desde niña—, pero real, tangible, su aroma envolviéndola como un hechizo: azufre dulce mezclado con algo más profundo, como tormenta después de la lluvia. "Tú... eres real", jadeó, su voz un hilo frágil, dando un paso involuntario hacia él, atraída por el lazo como una polilla a la llama. "El libro... el ritual... ¿qué he hecho? ¿Qué eres tú para mí?". Lucifer rio, un sonido bajo y musical que reverberó en las paredes, haciendo que las sombras danzaran en sincronía. "Qué has hecho? Has renovado un pacto antiguo, Elara. Tu sangre —la de tu tatarabuela, que ofreció su linaje a las sombras durante la Peste— me ha llamado no como a un demonio vulgar, sino como al rey que soy. Soy Lucifer, el Morningstar, el caído por orgullo y libertad, forjador del Infierno de mi exilio. Y para ti... soy el espejo de tu duda, el fuego que quema tu apatía. Ven, tócalo". Extendió la mano más cerca, sus dedos largos y elegantes flotando en el aire, y Elara, contra todo instinto de supervivencia, la tomó. El contacto fue eléctrico: su piel fría contra la suya caliente, un contraste que envió ondas de placer y dolor por su brazo, como si sus esencias se entrelazaran en un tapiz vivo. Sintió su mente rozar la suya —no invasiva, sino exploratoria, como dedos en un libro abierto—: flashes de su caída, el silencio de Dios, la soledad de su trono; y en respuesta, él vio la suya: la infancia de visiones, la muerte del padre, el anhelo de escape. "Sientes mi vacío", murmuró él, su pulgar rozando el dorso de su mano, un toque que la hizo temblar. "Y yo el tuyo. El mundo mortal te asfixia con su grisura, Elara. Rutinas que encadenan, relaciones que se deshacen como humo. Pero aquí, en este lazo, hay libertad: la mía, la tuya, entrelazadas en el abismo". Ella retiró la mano, no por rechazo, sino por el torrente abrumador: el calor en su pecho rugió, extendiéndose a su vientre, un deseo que la hizo jadear. "No puedo... esto es una locura. Eres el diablo, el caído, y yo... solo una historiadora con sueños rotos". Pero sus ojos traicionaban sus palabras, devorándolo con la misma fascinación que había sentido por sus mitos: su belleza trágica, la curva de su cuello, las alas que se agitaban sutilmente, proyectando sombras que la rozaban como caricias. Lucifer se acercó, invadiendo su espacio personal sin tocarla, su presencia un peso delicioso que doblaba el aire. "El diablo? Un título que los mortales me cuelgan como una corona de espinas, pero yo soy más: rebelde, exiliado, anhelante. Y tú, Elara, no eres 'solo' nada. Tu sangre te marca como puente, tu curiosidad como llave. El ritual no fue un error; fue destino. Siente el lazo: cada latido tuyo es mío, cada susurro del Infierno resuena en ti". Extendió una ala, la membrana rozando su hombro —fría como noche, pero viva, pulsando con fuego residual—, y Elara se estremeció, un gemido escapando de sus labios. "¿Qué quieres de mí?", preguntó, su voz un susurro, los ojos fijos en los suyos, hipnotizada por las chispas doradas. Él inclinó la cabeza, su aliento rozando su oreja —caliente ahora, como aliento de forja—. "Quiero romper la monotonía que me asfixia, como tú rompes la tuya. Quiero tu duda, tu fuego humano, para avivar el mío. Quédate conmigo, Elara, y te mostraré un mundo donde el orgullo no es pecado, el deseo no es vergüenza, y el amor... el amor es la rebelión suprema". Sus palabras se enroscaron en su mente, avivando el calor hasta que fue insoportable, su cuerpo respondiendo con un rubor que subió por su cuello. Ella retrocedió, chocando con la mesa, libros cayendo al suelo en un caos profano. "No puedo... mi vida, el mundo...". Pero él avanzó, acorralándola con gentileza, su mano alzándose para rozar su mejilla —un toque que envió chispas por su espina, haciendo que sus rodillas flaquearan—. "Tu vida es una jaula, mortal. El mundo, un velo. Quédate, y te libero. O huye, y el lazo te consumirá desde dentro". Sus ojos la atraparon, grises tormentas con promesas de luz, y Elara sintió el lazo tensarse, un hilo que tiraba de su alma hacia él, hacia el abismo. En ese momento, el portal detrás de él crepitó, inestable, y un viento del Infierno azotó la habitación, apagando la luz del día. Liriel emergió parcialmente —su forma feroz, escamosa, ojos ámbar fijos en Elara con desconfianza—, pero Lucifer la detuvo con un gesto. "Paciencia, mi protectora. Esta es la invocadora". Liriel gruñó, sus garras arañando el aire, pero retrocedió al portal. "Protégela, mi Señor, o la destrozaré si es trampa". El portal se cerró, dejando solo a ellos dos, el aire cargado de tensión y deseo. Elara, acorralada contra la mesa, sintió su mano en su cintura —fría, posesiva—, y el calor explotó, un beso que no fue beso pero lo sintió como tal: labios rozando los suyos en un fantasma de toque, su esencia inundándola con visiones de pasión prohibida. "Elige, Elara", susurró él contra su piel. "El velo está rasgado. Cruza, o déjame cruzar a ti". Ella no eligió con palabras; su mano se alzó, enredándose en su cabello n***o, atrayéndolo más cerca, y el mundo se disolvió en fuego y sombra. El beso fue real esta vez —labios fríos contra los suyos calientes, un choque de mundos que la dejó sin aliento, su cuerpo arqueándose contra el suyo, alas envolviéndola como un c*****o—. Era el comienzo, el lazo sellado en deseo, pero en el fondo de su mente, un susurro de advertencia: el abismo no da sin tomar, y Lucifer, el rey exiliado, era tanto salvación como ruina. El atardecer los encontró entrelazados en el sofá, su forma aún sólida pero temblorosa —el velo inestable, su manifestación un esfuerzo que lo hacía jadear contra su cuello—. "Quédate esta noche", murmuró ella, dedos trazando las cicatrices invisibles de sus alas. Él rio, bajo y triunfante. "La eternidad comienza ahora, mortal. Pero el Cielo observa, y el precio... el precio será alto". Fuera, Praga dormía, ajena al velo rasgado, pero en el apartamento, el Infierno había llegado, y con él, un amor que desafiaba a los dioses.
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