El Infierno no conocía el concepto de "día" en el sentido mortal, con su sol caprichoso y sus sombras predecibles; en cambio, sus ciclos eran dictados por el pulso eterno de las llamas primordiales, un latido subterráneo que hacía vibrar las venas de lava bajo la corteza de obsidiana y marcaba el flujo de la eternidad como un reloj de sangre coagulada. Aquel ciclo —que Lucifer, en un arrebato de ironía celestial, había bautizado como "alba infernal"— comenzaba con un rugido sordo desde las profundidades, un eco del impacto de su propia caída eones atrás, cuando su cuerpo había perforado el caos como una estrella moribunda. Las grietas en las paredes del Palacio de las Sombras Eternas se abrían entonces como bocas jadeantes, exhalando nubes de humo acre que olía a azufre dulce y a promesas rotas, iluminando los salones con un resplandor rojo sangre que bailaba sobre las superficies pulidas como mármol n***o.
Lucifer se despertó en su cámara privada, un vasto hemisferio excavado en la roca viva del corazón del palacio, donde el techo era un domo de cristal volcánico que filtraba visiones distorsionadas del Cielo: fragmentos de nubes doradas que se retorcían en espirales de agonía, un recordatorio cruel de lo que había perdido. Su lecho era un altar de plumas chamuscadas —reliquias de sus alas originales, preservadas en un c*****o de sombra que las mantenía eternamente en su estado de quema perpetua—, y al incorporarse, sintió el crujido familiar de sus membranas rotas plegándose contra su espalda como un manto de noche rasgada. No había sueño en el verdadero sentido para él; el descanso era un limbo de visiones, un revoloteo de recuerdos donde revivía la rebelión una y otra vez: el desafío ante el trono divino, el choque de espadas con Miguel, el silencio ensordecedor de Dios al abrir el Abismo. Aquella "noche" había sido particularmente vívida; había soñado con ojos mortales, oscuros y profundos, mirándolo a través de un velo rasgado, pero lo descartó como un capricho del éter, un eco de su soledad creciente.
Se levantó con la gracia fluida de un depredador eterno, su forma desnuda reflejada en un espejo de humo que flotaba ante él: piel pálida como alabastro agrietado, marcada por cicatrices invisibles que solo él podía sentir; cabello n***o cayendo en ondas perfectas hasta los hombros, enmarcando un rostro de belleza trágica —pómulos altos, labios curvados en una sonrisa perpetuamente ladeada, y ojos grises tormentosos atravesados por chispas doradas que recordaban su luz perdida—. Sus alas, retazos de sombra con vetas de fuego residual, se agitaron ligeramente, esparciendo un polvo de cenizas que se disipó en el aire cargado. Un demonio menor —una criatura de piel escamosa y ojos como carbones apagados— entró arrastrando una bandeja de frutos prohibidos: manzanas carmesíes que sangraban néctar n***o al morderse, y una copa de vino destilado de lágrimas de almas arrepentidas, amargo como la traición. "Mi Señor", siseó el sirviente, inclinándose hasta tocar el suelo con la frente, "el ciclo comienza. Los oráculos esperan en la Sala de los Hilos".
Lucifer tomó la copa, sorbiendo el vino que quemaba la garganta como un beso de fuego, y despidió al demonio con un gesto indolente. "Diles que espere. Hoy, el juicio primero". Se vistió con negligencia regia: una túnica de seda tejida con hilos de sombra que fluía como humo vivo, ceñida con un cinturón de obsidiana tallada con runas de su propia invención —símbolos de libertad encadenada, orgullo coronado de espinas—. El palacio bullía a su alrededor mientras caminaba por pasillos que se curvaban como venas expuestas, las paredes latiendo con el pulso del Infierno, proyectando hologramas etéreos de almas en tormento: un rey gritando en su laberinto de espejos, una hechicera ahogándose en un río de mentiras. Los demonios menores se apartaban a su paso, susurrando reverencias que él apenas registraba; su mente divagaba en la monotonía que lo carcomía, ese vacío que hacía que incluso las condenas —su arte supremo— se sintieran como ecos huecos de una sinfonía olvidada.
La Sala de los Juicios Eternos era el corazón palpitante del palacio, un anfiteatro colosal excavado en una caverna de basalto, donde el techo abovedado era un domo de cristal n***o que proyectaba constelaciones invertidas: estrellas caídas girando en espirales descendentes, un tapiz cósmico de su propia trayectoria. El suelo era un mosaico vivo de baldosas que cambiaban de forma bajo los pies de los condenados, reflejando sus pecados en patrones de agonía, y el aire vibraba con un zumbido bajo, como el latido de un leviatán dormido. En el centro, un pedestal de lava solidificada sostenía la Balanza de las Sombras, un artefacto forjado por Lucifer en sus primeros eones de exilio: dos platos de obsidiana suspendidos en cadenas de humo, donde las almas eran pesadas no por plumas o monedas, sino por el peso de sus transgresiones etéreas.
Allí lo esperaba su fiel sirviente y protectora: Liriel, la Dama de las Garras Eternas, una demonio hembra cuya presencia era un torbellino de furia contenida y lealtad inquebrantable. Alta y esbelta como una espada forjada en el Abismo, su piel era un mosaico de escamas iridiscentes —n***o azabache con vetas de rojo sangre—, que se movían como olas bajo la luz de las antorchas de hueso. Sus ojos eran pozos de ámbar fundido, brillando con un odio primordial que hacía retroceder incluso a los demonios mayores, y sus alas —membranas coriáceas con garras en los bordes— se plegaban como un manto de venganza. Cuernos curvados como hoces coronaban su cabeza, entre una melena de fuego trenzado que caía hasta su cintura, y sus manos terminaban en uñas afiladas como dagas, siempre manchadas de un residuo etéreo que era la esencia de almas destrozadas. Liriel no era una sirviente común; era su sombra armada, la que había jurado protegerlo durante la caída, una de los pocos ángeles rebeldes que había sobrevivido a la guerra celestial con su forma intacta, transformada por el Abismo en algo más feroz, más puro en su rabia.
"Mi Señor", ronroneó Liriel al verlo entrar, su voz un gruñido sedoso que resonaba como grava bajo botas, inclinándose con una gracia felina que contrastaba con su ferocidad. Se enderezó, sus alas agitándose ligeramente para esparcir un polvo de cenizas que olía a jazmín quemado —un eco de su forma angélica perdida—. "El ciclo trae una cosecha fresca. Veinte almas nuevas, pero una destaca: un violador mortal, un depredador de carne y voluntad que dejó un rastro de dieciséis víctimas en su estela de podredumbre. Los oráculos susurran que su pecado pesa como un yunque en la balanza". Sus ojos ámbar se entrecerraron, un destello de odio puro cruzándolos como un relámpago. Liriel odiaba a los violadores más que nada en la creación —más que a los traidores, los codiciosos, incluso los blasfemos que habían desafiado al Cielo—. Era un odio forjado en su vida anterior, un fuego que el Abismo había avivado en lugar de apagar.
Lucifer se sentó en su trono elevado al borde del anfiteatro, el asiento de hueso petrificado y lava burbujeante moldeándose a su forma como un amante complaciente. Extendió una mano, y la Balanza se activó con un zumbido grave, los platos oscilando en el aire cargado. "Habla, Liriel", dijo, su voz un terciopelo n***o que llenaba la sala, reclinado con indolencia mientras sorbía de una copa que un demonio menor le había traído. "Tu odio es un bálsamo en esta monotonía. Cuéntame de nuevo tu historia; refresca mi memoria antes de que empecemos el espectáculo". Era un ritual entre ellos, este intercambio: Lucifer, el rey exiliado que anhelaba profundidad en la superficie del tormento; Liriel, su protectora que encontraba catarsis en el relato de su caída personal. Ella se acercó, arrodillándose a los pies del trono con las garras rozando el suelo, su melena de fuego iluminando su rostro anguloso.
"En el Cielo, mi Señor, era Lirael, una guardiana de los jardines etéreos, tejedora de vientos que susurraban secretos a las flores cantantes", comenzó, su voz un susurro ronco que ganaba fuerza con cada palabra, como un río desbordándose. "Hermana de una serafina llamada Seraphina, cuya luz era tan pura que incluso los arcángeles se inclinaban ante su canto. Vivíamos en armonía, guardianas de los umbrales donde el éter se fundía con el caos primordial. Pero el Cielo, en su perfección falsa, albergaba sombras incluso entonces. Un grupo de guardianes corruptos —veinte en total, ángeles de bajo rango con alas manchadas de envidia— codiciaban la pureza de Seraphina. No por amor, sino por dominio, por romper lo intocable". Sus garras se clavaron en el suelo, astillando la obsidiana con un crujido audible, y sus ojos ámbar se nublaron con el velo de un recuerdo eones viejo.
Lucifer escuchaba, su expresión una máscara de fascinación serena, pero en su interior, un eco de empatía se agitaba —él, que había caído por orgullo, entendía el fuego de la venganza retorcida. "Continúa", murmuró, inclinándose hacia adelante, las chispas doradas en sus ojos avivándose como brasas.
Liriel —Lirael entonces— prosiguió, su voz tejiendo el relato como una telaraña de dolor. "La emboscaron en los jardines umbríos, donde los vientos dormían. Veinte bestias aladas, mi Señor, que la arrastraron a un rincón olvidado del Edén, donde las flores se marchitaron al oír sus gritos. La violaron, una tras otra, no con carne mortal, sino con esencias etéreas que rasgaron su luz como cuchillos en seda. Seraphina, mi hermana, cuya voz había hecho danzar a las estrellas, fue reducida a un eco roto, su pureza mancillada en un ritual de dominio que el Cielo ignoró en su silencio divino. Encontré su cuerpo —o lo que quedaba de él— envuelto en plumas ensangrentadas, sus alas arrancadas como trofeos, su alma un susurro que me suplicaba venganza".
Sus alas se desplegaron ligeramente, las garras en los bordes brillando con un fulgor rojo, y Lucifer vio el fantasma de su rabia: un ángel vengador, no rebelde como él, sino una llama de justicia torcida. "Los cacé, mi Señor. Uno por uno, en las sombras de los salones etéreos. No con espada, sino con ingenio: tejí vientos que los arrastraron a trampas de espinas luminosas, donde sus alas se enredaron y sus gritos atrajeron a los serafines dormidos. Al último, lo empalé en el altar del Gran Consejo, una estaca de luz pura forjada de mi propia esencia, atravesando su corazón mientras el Cielo despertaba. Veinte cabezas rodaron ante el trono, sus alas clavadas como trofeos en los pilares de nácar. 'Por Seraphina', grité, y el silencio de Dios fue mi respuesta".
Lucifer inclinó la cabeza, un gesto de respeto en su sonrisa ladeada. "Y por eso caíste, Lirael. No por rebelión contra el orden, sino por justicia contra la corrupción que el orden permitió. Miguel te arrastró al Abismo conmigo, tu forma transformada en esta belleza feroz". Extendió una mano, rozando su cuerno con dedos que eran fríos como el vacío, y Liriel se inclinó en el toque, un ronroneo de lealtad escapando de su garganta. "El Abismo te forjó en Liriel, Dama de las Garras, y yo te reclamé como protectora. Tu odio por los violadores es un eco de mi orgullo: un fuego que el Cielo no pudo apagar".
Ella alzó la vista, sus ojos ámbar encontrando los grises de él, un lazo forjado en la caída compartida. "Y sirvo con placer, mi Señor. Cada alma que torturamos es un tributo a Seraphina, un clavo en el ataúd del silencio divino. Hoy, este violador... permíteme ser tu mano". Lucifer asintió, un destello de diversión en su expresión —la monotonía aliviada por su ferocidad compartida—. "Que el espectáculo comience".
Con un gesto de la Balanza, el portal se abrió: una herida rasgada en el aire, vomitando el eco translúcido del alma condenada. El violador mortal apareció en el centro del anfiteatro, un hombre de mediana edad en vida —cuerpo fornido, ojos hundidos por la culpa residual, una sonrisa lobuna congelada en su rostro espectral—. Había sido un depredador en las calles de una ciudad mortal, acechando sombras nocturnas para romper voluntades con fuerza bruta, dejando dieciséis mujeres marcadas para siempre en carne y alma. Ahora, desnudo en su esencia, flotaba sobre el mosaico, sus pecados proyectándose en hologramas vívidos: escenas de violencia en callejones húmedos, gritos ahogados en almohadas, el sabor metálico de la dominación. El aire se cargó de un hedor a podredumbre moral, y las almas en las baldosas gimieron en eco solidario.
Lucifer se reclinó, la copa en la mano, mientras Liriel se alzaba como una tormenta encarnada. "Mira tu obra, gusano", siseó ella, su voz un látigo que hizo que el alma se convulsionara. Extendió una garra, y la Balanza inclinó el plato del pecado, envolviendo al condenado en cadenas de sombra que se enroscaron como serpientes vivientes alrededor de sus extremidades etéreas. "Dieciséis vidas rotas, voluntades pisoteadas como flores bajo tus botas. En el Infierno, el violador no domina; es dominado". Con un rugido, invocó su tormento: un laberinto de espejos rotos que se materializó en el aire, cada fragmento reflejando no su rostro, sino el de sus víctimas —rostros distorsionados por el terror, ojos acusadores que lo miraban desde todos los ángulos.
El alma gritó cuando las cadenas lo arrastraron al centro del laberinto, los espejos girando como un torbellino de vidrio afilado. En cada reflejo, una víctima se materializaba, no como eco pasivo, sino como fuerza activa: manos etéreas que lo arañaban, voces que susurraban sus nombres —los nombres que él había silenciado— en un coro ensordecedor. "Siente su rabia, como yo sentí la de Seraphina", gruñó Liriel, sus alas desplegándose para azotar el aire, infundiendo el tormento con vientos de su esencia que hacían que los espejos cortaran como cuchillas invisibles. El violador se retorcía, su forma espectral sangrando luz negra que salpicaba el mosaico, reviviendo no sus actos, sino sus consecuencias: el peso de una vida destruida multiplicado por dieciséis, un ciclo donde él era el perseguido, las víctimas las cazadoras. "¡Por cada grito que arrancaste, un eco eterno!", proclamó Liriel, su rostro iluminado por el fulgor rojo de su melena, las garras extendidas para rasgar el aire y profundizar las heridas etéreas.
Lucifer observaba con una sonrisa distraída, el placer del espectáculo mitigado por la rutina familiar. Liriel era un torbellino de eficiencia vengativa: tejía ilusiones donde el alma era empalado no en carne, sino en voluntad, estacas de sombra que perforaban su esencia y lo obligaban a revivir la violación desde el punto de vista de la víctima —el terror helado, la impotencia aplastante, el alma fracturada en mil pedazos que se negaban a sanar. Veinte veces, en honor a los verdugos de Seraphina, el ciclo se repetía: empalamiento etéreo, un grito que resonaba en la sala como un himno profano, y luego la regeneración forzada para empezar de nuevo. "¡Esto es justicia, mi Señor!", jadeaba Liriel entre rugidos, su odio un fuego que iluminaba la sala más que las antorchas. "Como empalé a aquellos veinte bastardos ante el trono, así empalo su legado en la eternidad".
El alma suplicaba ahora, un balbuceo incoherente de remordimientos tardíos —"Perdón, lo siento, fue la oscuridad en mí"—, pero Liriel reía, un sonido como truenos en una tormenta de obsidiana. "¡La oscuridad en ti es mi deleite! Seraphina no tuvo perdón; yo no lo daré". Lucifer aplaudió lentamente, su voz cortando el caos: "Suficiente, Liriel. Deja que fermente en su laberinto. Mañana, lo refinaremos". Ella se inclinó, jadeante, el sudor de su piel escamosa brillando como perlas de sangre, y el portal se cerró, tragando al alma en su tormento eterno. La sala se aquietó, el zumbido de la Balanza calmándose como un corazón saciado.
"Tu furia es un arte, protectora mía", dijo Lucifer, descendiendo del trono para rozar su hombro, un toque que la hizo erizarse como una gata en celo. "En el Cielo, eras luz contenida; aquí, eres tormenta desatada. ¿Sientes alivio en esto?". Liriel alzó la vista, su expresión una mezcla de éxtasis post-venganza y melancolía residual. "Alivio, sí, mi Señor. Cada violador roto es un fragmento de Seraphina devuelto. Pero el odio... es un fuego que consume sin fin. Como tu orgullo, me mantiene viva en este exilio". Caminaron juntos por un pasillo lateral, los demonios apartándose como hojas ante el viento, hacia los jardines privados de Lucifer —un laberinto de espinas negras y flores que sangraban néctar venenoso, donde el aire olía a decadencia dulce.
Allí, en un banco de espino tallado, se sentaron, Liriel a su diestra como una centinela eterna. Conversaron de trivialidades infernales: los oráculos que predecían una marea de almas codiciosas del próximo ciclo mortal, los demonios rebeldes que Lucifer había aplastado en un duelo de sombras la "semana" pasada, sus diversiones compartidas en banquetes donde las almas nobles eran entretenimiento viviente. "Recuerdas el emperador romano que trajimos la última cosecha?", rio Lucifer, su voz un eco musical. "Lo obligamos a revivir su orgía imperial, pero con sus cortesanas convertidas en harpías que le arrancaban plumas de oro de la piel". Liriel soltó una carcajada gutural, pero sus ojos se nublaron. "Diversión, sí. Pero mi Señor, ¿no sientes el peso? El ciclo se repite, y el Abismo, por vasto que sea, se encoge en la monotonía".
Lucifer guardó silencio, su mirada perdida en una flor sangrante que se abría como una herida. "Lo siento, Liriel. Cada juicio es un eco de mi caída: orgullo juzgando orgullo, rebelión castigando rebelión. Tu historia me recuerda por qué caímos —no por maldad, sino por un fuego que el Cielo no tolera". Ella inclinó la cabeza, su melena de fuego rozando su mano. "Y por eso te protejo, mi Señor. En la guerra, juré mi espada a tu causa; en el Abismo, mi garra a tu trono. Si Miguel desciende de nuevo, lo empalaré como a aquellos veinte". Él sonrió, un gesto genuino que suavizaba sus rasgos. "Mi fiera leal. El Infierno sería solo vacío sin tu tormenta".
El ciclo avanzaba hacia su mediodía infernal, las grietas exhalando más humo, y Lucifer se levantó, estirando sus alas rotas en un crujido de sombra. "A los oráculos, entonces. Veamos qué hilos tejen hoy". Liriel lo siguió, sus pasos sincronizados como un dúo de depredadores, pero en el umbral de los jardines, un temblor sutil recorrió el aire —no el pulso habitual del Abismo, sino algo ajeno, un pulso de luz mortal que se filtraba a través de las grietas del velo, como un rayo en una tumba sellada.
Lucifer se detuvo, su cuerpo tensándose como un arco. "¿Sientes eso?", murmuró, sus ojos grises entrecerrándose, las chispas doradas avivándose en un fulgor que iluminó su rostro. Liriel se alertó al instante, sus garras extendiéndose, alas desplegándose en un abanico de amenaza. "Un eco del Cielo, mi Señor? ¿Miguel?". Pero no; era diferente, un tirón en su esencia, un hilo invisible que se tensaba desde su corazón fracturado hacia el mundo arriba. Vislumbró fragmentos: un círculo de sal humeante, velas apagadas en un soplo de viento imposible, y ojos oscuros —esos ojos de sus "sueños"— recitando palabras en latín corrupto que resonaban en su alma: Lux portator, e tenebris vocor. Ego, sanguis pactorum antiquorum, te invoco.
El llamado. No un demonio menor succumbiendo a un pacto burdo, sino él mismo, el Rey Exiliado, invocado por sangre marcada, por una curiosidad mortal que olía a jazmín y duda. El velo se rasgó en su mente, un portal efímero que le mostró un apartamento modesto en una ciudad de torres góticas, una mujer de cabello castaño y ojos profundos arrodillada en un pentáculo, su voz un puente entre mundos. Has venido, mortal. Al fin. El pulso se intensificó, un calor que no era ira, sino anhelo —el primer anhelo verdadero en milenios—, haciendo que sus alas se agitaron, esparciendo cenizas como nieve en el pasillo.
"Mi Señor?", Liriel lo tomó del brazo, su toque un ancla en la tormenta. "¿Qué es?". Lucifer parpadeó, el portal cerrándose con un chasquido audible, dejando solo el eco de esa voz mortal en su mente. "Un llamado", respondió, su voz un susurro ronco, la sonrisa ladeada regresando con un filo nuevo. "No de un pecador común, sino de una heredera. Sangre antigua, pacto renovado. El velo se ha rasgado, Liriel, y a través de él... luz". Sus ojos brillaron, no con la luz perdida del Cielo, sino con algo más peligroso: curiosidad, deseo, el fuego de una rebelión renacida.
Liriel frunció el ceño, su instinto protector rugiendo. "Un mortal? ¿En el velo? Debe ser una trampa de los cielos, mi Señor. Permíteme ir primero, destrozar lo que sea que aceche". Pero Lucifer rio, un sonido bajo y musical que reverberó en las paredes. "No, mi fiera. Esto es... diferente. Siento su esencia: duda como la mía, rabia contenida como la tuya. Una mortal que me invoca no por poder, sino por misterio. Prepara el portal, Liriel. Hoy, el ciclo cambia". Ella dudó, sus garras apretando su brazo, pero la lealtad prevaleció. "Como ordenes, mi Señor. Pero si es una trampa, la haré pagar con veinte empalamientos".
Mientras caminaban hacia la Cámara de los Portales —un salón de arcos retorcidos donde las sombras se tejían en túneles interdimensionales—, Lucifer sintió el tirón intensificarse, un hilo que lo unía a esa mujer desconocida en el mundo arriba. El llamado no era solo un eco; era una promesa, un quiebre en la monotonía que lo había asfixiado. Por primera vez desde la caída, el Infierno no se sentía como una prisión, sino como un umbral. Y al otro lado, ojos oscuros lo esperaban.