Cuando Marius apareció por fin en el salón iluminado, yo me hallaba en el extremo más alejado de la terraza. En mis venas sentía aún un calor que palpitaba como si tuviera vida propia. Distinguí, a lo lejos, la forma borrosa de varias islas y llegó a mis oídos el avance de una nave por una costa remota, pero lo único que me rondó la cabeza en esos instantes fue la idea de que, si Enkil venía de nuevo a por mí, podía escapar de él saltando la barandilla y lanzándome al agua para huir a nado. Aún notaba sus manos en los costados de la cabeza, su pie sobre mi pecho. Permanecí junto a la baranda de piedra, tembloroso, con las manos aún manchadas de sangre procedente de los rasguños de mi rostro, que ya habían sanado totalmente. —Lo siento, lamento lo que he hecho —dije a Marius tan pro

