18. Pasado doloroso

2112 Words
Desafortunadamente, la noticia sobre el responsable del desfalco —o, mejor dicho, la responsable— cayó sobre don Emmanuel como un golpe letal. Apenas escuchó el nombre de su hija, su rostro perdió todo color; abrió la boca para decir algo, pero no logró emitir palabra alguna. Sus ojos se nublaron y, antes de que Alex o Natasha alcanzaran a sostenerlo, su cuerpo se desplomó como si el alma se le hubiese desprendido de golpe. Alex reaccionó de inmediato. —¡Una ambulancia! ¡Rápido! —gritó, mientras Natasha, temblorosa, marcaba al número de emergencia. Matilde, al escuchar el alboroto, corrió desde la cocina. Al ver a su patrón inconsciente, se le quebró la voz. —¡Ay, don Emmanuel… no, no…! La ambulancia no tardó en llegar. Matilde insistió en acompañarlo, aferrando su mano con la fuerza desesperada de una madre que protege a un hijo. Alex subió a su propio auto para seguirlos, con el corazón hecho pedazos. Natasha, aún en shock, se quedó en casa para cuidar a los niños; no había otra opción. El silencio que quedó en la casa era denso, cargado, casi asfixiante. Ni los pequeños se atrevían a elevar la voz. En el hospital, los médicos lucharon contra el tiempo. La tensión en la sala de espera era insoportable. Alex caminaba de un lado a otro sin poder contener las lágrimas; Matilde rezaba en silencio, con los rosarios entrelazados en sus dedos temblorosos. Finalmente, un médico salió. —Logramos estabilizarlo —informó con seriedad—. Sufrió un infarto, probablemente detonando por un impacto emocional muy fuerte. Impacto emocional… Alex sintió que esas dos palabras lo atravesaban como un cuchillo. Nadie, absolutamente nadie, podía creer que Nathalya hubiera sido capaz de una traición tan grave contra su propio padre… contra la empresa que él había construido con tanto sacrificio. ¿Había sido realmente ella? ¿O formaba parte del juego macabro de Ángel? Las preguntas eran un remolino, y todas dolían. Mientras tanto, Nathalya, atrapada en las manos del canalla de Ángel, vivía un tormento silencioso. Desde el momento en que salió de casa, no pronunció palabra alguna. Su garganta estaba cerrada, como si cada emoción se hubiese convertido en un nudo imposible de desatar. No tenía nada que decir… y, aun si lo hubiera tenido, el miedo le robaba el aliento. Ángel hablaba sin parar. Su voz desentonaba con la ansiedad que la consumía. —No entiendo por qué te pones así —refunfuñaba él mientras conducía—. Ya deberías estar acostumbrada a mí. Además, lo hice por nosotros. Pero cada palabra suya era como ácido. Nathalya escuchaba sin escucharlo. No quería comprenderlo, no quería hablarle, no quería mirarlo. Solo esperaba… que en casa su familia estuviera a salvo. Decepcionados de ella, sí. Heridos por su aparente traición. Pero vivos. A salvo. El auto avanzó durante largo rato hasta alejarse por completo de la civilización. Finalmente, se internaron en un camino rodeado de árboles gigantes y silencio absoluto. Al final de esa curva solitaria, apareció una casa enorme y lujosa, de esas que parecen vacías incluso cuando están habitadas. Una mansión fría, sin alma… como su captor. Ángel abrió la puerta trasera del auto con una sonrisa que helaba la sangre. —Bienvenida a tu nueva casa, amor. Nathalya sintió un escalofrío recorrerle cada hueso del cuerpo. La llevó casi a rastras hacia el interior. Los pasillos eran amplios, impecables, decorados con un lujo grotesco que contrastaba con la sensación de encierro que imponían. Sin darle tiempo de reaccionar, Ángel la empujó dentro de una habitación. —Aquí te quedarás —dijo con una calma inquietante—. Por tu bien… y por el de todos los que amas. La puerta se cerró con un golpe seco, resonando en el silencio como un disparo. Nathalya se quedó de pie por unos segundos, sin saber si gritar, golpear la puerta, o simplemente dejarse caer. Finalmente, su cuerpo cedió y se desplomó sobre la cama. Lloró en silencio, temblando, abrazándose a sí misma como única protección. Su mente regresaba una y otra vez a su padre, a Alex, a los niños… Ojalá estuvieran bien. Ojalá no intentaran buscarla de inmediato. Ojalá no se arriesgaran por ella. Y en el fondo, una esperanza punzante: Que la policía la buscara. Que su padre la encontrara. Aunque fuera por el delito que ella misma había cometido. Aunque su nombre fuera arrastrado por el polvo. Con tal de salir de aquel infierno. Al día siguiente, don Emmanuel recibió a su contador en la habitación del hospital. El ambiente olía a desinfectante y preocupación; las máquinas emitían un pitido suave que recordaba, a cada segundo, lo frágil que era su vida en ese instante. El contador entró con un portafolio oscuro entre las manos, sus ojos reflejaban la incomodidad de quien trae malas noticias que preferiría no decir. —Don Emmanuel… —su voz tembló apenas—. Necesita ver esto. Abrió el portafolio sobre la mesa plegable junto a la cama. Carpetas, documentos sellados, movimientos bancarios, fotografías de contratos alterados… Cada hoja era como un cuchillo hundiéndose un poco más en el corazón del hombre. Pero lo que verdaderamente lo quebró fueron las dos cartas. La primera llevaba su nombre escrito con la caligrafía dulce y apresurada de su hija. Don Emmanuel reconoció ese trazo al instante; tantas veces había visto a la pequeña Nathalya escribir sus tareas, hacer dibujos para él, redactar cartas de cumpleaños cuando aún era una niña que lo miraba con adoración. Sus manos temblaron. La abrió con cuidado. Apenas leyó las primeras líneas, sintió cómo un nudo le cerraba la garganta. En la carta, ella le suplicaba perdón. Le explicaba el porqué de sus acciones, confesando que algo —algo más grande, más oscuro y aterrador que ella misma— la había obligado a actuar así. Sus palabras estaban cargadas de dolor, culpa y desesperación. “Papá, no soy la mala hija que crees. No soy una ladrona. No lo hice por ambición… lo hice porque no tenía otra opción. Necesito que me perdones. Necesito que sepas que te amo. Pase lo que pase, nunca dudes de eso.” Don Emmanuel cerró los ojos con fuerza. La intuición que llevaba días taladrándole el pecho se confirmó al instante: su hija estaba atrapada en algo terrible, algo que la había superado, algo que la había obligado a traicionar todo lo que amaba. Una lágrima cayó sobre el papel. —Hija… ¿qué te hicieron? —susurró con la voz rota. El contador, aun con cierto pudor, esperó en silencio. El dolor del empresario era casi tangible, llenaba la habitación como una sombra pesada. La segunda carta esperaba sobre la mesa, aún sin abrir. Dirigida a alguien más. Con secretos aún más profundos. Y el destino de Nathalya pendía de un hilo delgado y cruel que nadie más, excepto su padre, intuía con tanta claridad. La segunda carta estaba dirigida a Alex, su esposo. Él se negaba a recibirla; apenas podía soportar escuchar el nombre de Nathalya sin que la rabia le ardiera en el pecho. Mucho menos quería leer algo salido de su puño y letra. Pero al ver a don Emmanuel allí, encorvado por la pena, con los ojos apagados por la incertidumbre y el dolor por su hija desaparecida, Alex cedió. No por ella, sino por él. Le concedió, a regañadientes, el beneficio de la duda. Se quedó solo en la habitación. El silencio del hospital pesaba tanto como la carta que sostenía entre sus manos. Al abrirla, lo envolvió ese aroma tenue a tinta y tristeza, y entonces las palabras de Nathalya comenzaron a desgarrarlo… despacio, como quien arranca un vendaje de una herida que nunca cicatrizó. En la carta, Nathalya no sólo le suplicaba perdón; imploraba—casi con desesperación—que protegiera al pequeño Emmanuel de la oscuridad de Ángel. Confesaba también lo que le había sucedido hacía más de cuatro años, narrando el abuso del cual había sido víctima recientemente, con una crudeza que le heló el alma. Alex sintió que el mundo le temblaba bajo los pies. No quería creerle, no podía… pero algo en el tono de la carta, en la fractura visible entre sus líneas, lo obligaba a detenerse. Dudó. Por primera vez desde que todo había estallado, dudó de su propia rabia. Más tarde, ya a solas, don Emmanuel habló. Con la voz baja y el corazón aún frágil, le contó lo ocurrido años atrás… lo que Nathalya nunca había tenido el valor de decirle. Y entonces, aquella duda que latía silenciosa en el pecho de Alex empezó a transformarse en un temor más profundo: ¿y si toda esta tragedia había sido una cadena de silencios rotos demasiado tarde? Don Emmanuel tuvo que cerrar los ojos y respirar hondo antes de continuar. A Alex le pareció que aquel gesto le arrancaba años de encima. —Le conseguí atención psicológica… —dijo por fin, con la voz quebrada—. Y la convencí de estudiar una carrera para que se distrajera, para que siguiera con su vida. Prácticamente la obligué a continuar, porque mi hija ha vivido aterrorizada desde entonces. Se llevó una mano al pecho, como si cada palabra fuera un peso que le costaba levantar. —Incluso… —hizo una pausa, tragando saliva—. Días antes de su boda, la vi llorando. Tenía tanto miedo de no poder ser tu mujer en su noche de bodas. Miedo verdadero, hijo. De ese que paraliza. De ese que no se te quita nunca. Alex sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Algo dentro de él se movió, como un cristal fracturándose. Don Emmanuel lo miró con una gravedad que sólo un padre desesperado puede sostener. —Por eso te suplico que la perdones, hijo —susurró—. Ustedes se aman. No permitas que las intrigas de ese patán sigan destrozando a mi niña. No la abandones cuando más te necesita… te lo ruego. Había en su voz un temblor que desarmaba cualquier resentimiento, un dolor tan humano que incluso el enojo de Alex tuvo que detenerse a escucharlo. —Don Emmanuel, yo… entiendo lo que me dice. Nunca imaginé todo lo que ha sufrido Nathalya —murmuró Alex, aún tratando de ordenar sus pensamientos. Los ojos del hombre mayor se encendieron con un rayo de esperanza. —¿Eso quiere decir que me ayudarás a encontrarla? —Claro, señor. Haré lo que sea. Pero ahora me preocupa… —Alex bajó la voz— no sé cómo le diré lo que pasó con Natasha. El gesto de don Emmanuel se endureció. —¡Lo verdaderamente importante es encontrarla y salvarla de ese maldito! —¡Cálmese, don Emmanuel! —Alex lo sujetó del brazo cuando el monitor cardiaco marcó un ascenso brusco—. Le hace mal alterarse. —Estaré bien, muchacho —respondió él, recuperando el aliento—. Por favor, llama al detective privado. Su teléfono está en mi agenda; Matilde sabe dónde. Y llama también a la policía. Voy a denunciar a mi hija por el desfalco. Alex abrió los ojos con incredulidad. —¡Pero, señor, es su hija! No debería denunciarla. —Lo sé, muchacho, claro que lo sé —susurró con dolor—. Pero la policía no nos va a creer lo del secuestro. Ella nunca se negó a irse con él; hasta podrían pensar que es su cómplice. En cambio, si la denuncio por el fraude, tendrán que buscarla hasta por debajo de las piedras. Su voz se quebró apenas. —La prefiero presa a que ese criminal la siga destruyendo. En la cárcel podría verla… viva. La determinación de un padre desesperado terminó de sellar la decisión. Dos agentes fueron asignados al caso. Tomaron las declaraciones de cada testigo, uno por uno, mientras las horas se alargaban con el peso de lo desconocido. A espaldas de todos, Alex entregó las dos cartas que Nathalya había escrito. No estaba seguro de si debía creerle… pero no quería dañarla. Algo en él —quizá un resto de amor, quizá simple humanidad— lo obligó a hacerlo. Esperaba, en silencio, que los agentes comprendieran la verdad escrita en esas palabras. Esa tarde, Alex se sentó frente a Natasha y le contó todo. No sólo lo del secuestro o el desfalco, sino también el pasado oculto de Nathalya: el terror que había cargado durante años, las heridas que jamás cerraron, la sombra que había marcado su vida desde aquel día. Conforme escuchaba, Natasha llevó una mano a su boca, incrédula; sintió un nudo en la garganta al comprender que nada era tan simple como lo habían imaginado.
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