Capitulo 1
La lluvia caía con fuerza y Maggie sabía que los caminos que conectaban su pequeña propiedad con el exterior estarían cerrados. La mayoría de las zonas bajas ya habían sufrido inundaciones repentinas tras el mal tiempo provocado por los restos del ciclón Zelda, que había azotado la costa norte la semana anterior. Pensaba que las tormentas habían terminado porque los dos últimos días habían sido espléndidos y el sol por fin había empezado a secar el terreno empapado.
Un rayo iluminó su oscura habitación con un estruendo ensordecedor que hizo temblar los cimientos de su vieja casa de madera. Se acercó al gran ventanal y contempló la luz del amanecer que se acercaba, hacia los dos enormes invernaderos que su padre había tenido la previsión de construir. Necesitaban reparaciones urgentes, y esperaba que este último cambio de tiempo no causara más daños a las estructuras. Solo tenía que aguantar unas pocas semanas más, hasta el Día de San Valentín, y las ganancias que obtendría le alcanzarían para pasar otro año.
El sonido de la lluvia torrencial sobre el techo de hojalata de su casa parecía mezclarse con un zumbido agudo, y ella escudriñó la luz del amanecer, empapada por la lluvia, intentando seguir la línea de viejos postes que sostenían los cables eléctricos que la conectaban con el mundo exterior. Los transformadores no parecían chispear ni brillar en absoluto, y pudo ver las tenues luces en los invernaderos, señal de que todo seguía funcionando allí. Otro relámpago iluminó el cielo. Fue entonces cuando lo vio, justo detrás de los paneles translúcidos del invernadero que le habían obstruido un poco la vista.
Una avioneta que volaba a baja altura giró ochenta grados y parecía que iba a intentar aterrizar en la antigua pista de aterrizaje que daba servicio a la propiedad antes de que la civilización se extendiera por la zona hasta convertirla en un área semirrural. Ella observó solo un segundo más para asegurarse de lo que veía bajo la intensa lluvia, antes de exclamar con voz ronca:
—¡Joder! ¡No!
—¡No, no, no, NO! —gritó Maggie, y corrió por la casa hasta la puerta trasera. Se puso las botas y la chaqueta larga, manchada de aceite, agarró una linterna y se encajó el sombrero Akubra. Con los ojos desorbitados por el pánico, corrió agitando la linterna, intentando advertir al piloto de que, aunque desde el aire pareciera un buen lugar para aterrizar, estaba en tan mal estado por la falta de uso durante la última década que cualquier intento de aterrizar allí era un suicidio.
La lluvia le caía a raudales por la cara mientras corría, agitando inútilmente la linterna, observando cómo la avioneta se preparaba para aterrizar. Estaba oscuro, incluso con el sol intentando, con gran esfuerzo, abrirse paso entre las nubes. Dejó de correr y contempló con absoluto horror cómo el avión rebotaba, se sacudía y temblaba al intentar aterrizar. El tren de aterrizaje cedió con la fuerza de una sacudida particularmente fuerte, y finalmente la avioneta se estremeció y bajó la nariz, derrapando por el suelo y dirigiéndose directamente hacia uno de sus invernaderos.
Pudo ver al piloto forcejeando con los controles, los motores se apagaron, pero ya era demasiado tarde. Vio cómo todo su esfuerzo y la esperanza de sobrevivir un año más administrando la propiedad y el negocio se desvanecían cuando el ala del avión se estrelló contra el invernadero. Gritó y corrió de nuevo hacia adelante. Intentó no mirar los equipos y plantas dañados mientras llegaba al avión, ahora inmóvil, y trataba de abrir la cerradura para poder entrar y asegurarse de que el piloto estuviera bien.
Finalmente, cuando logró abrir la puerta, el viento se la arrebató de las manos y la volvió a colocar en su sitio. Subiendo rápidamente a bordo, Maggie encontró al único ocupante del avión, desplomado e inmóvil sobre el cinturón de seguridad. Con ambas manos, lo incorporó. Su cabello, algo largo, le caía sobre la frente, ocultando sus ojos, pero sintió un vago reconocimiento al observar la piel morena, la mandíbula cuadrada y la nariz aguileña del piloto. Le quitó los auriculares y le apartó suavemente el cabello de detrás de las orejas, buscando alguna señal de lesión en la cara o las sienes.
Lenta y suavemente, le palpó la cabeza en busca de cualquier señal de lesión y, satisfecha, revisó su cuerpo en busca de huesos rotos o articulaciones dislocadas, atenta a cualquier reacción que pudiera indicar una lesión grave. Un relámpago iluminó el cielo y la hizo desviar la atención del hombre. Era momento de decidir rápido. La ayuda médica tardaría un par de horas si el tiempo lo permitía, pero con los cortes de carretera que seguramente se producirían alrededor de su propiedad, ese tiempo podría extenderse considerablemente. Tenía que sacarlo del avión, eso era indiscutible. No tenía idea de cuánto combustible le quedaba ni de la magnitud de los daños sufridos durante el accidente. Mover su cuerpo grande e inconsciente, sin embargo, iba a ser complicado. Analizó sus opciones.
Vivía sola allí, llevando ella misma la guardería, así que no tenía a quién pedir ayuda. Sus vecinos de un lado habían vendido sus propiedades a las urbanizaciones que se extendían por la zona, y su vecino del otro lado era un hombre al que llamaba el Buitre, así que no era él. Si esperaba lo suficiente, quizá llegarían los peones de los vecinos y podría llamar la atención de alguno, pero cuando el trueno volvió a retumbar, sacudiendo el avión, supo que no podía esperar.
—¡Despierta, bella durmiente! ¡No me obligues a besarte! —dijo en voz alta, sacudiendo suavemente los hombros del hombre. Sin apartar la vista de su rostro, sabía que no exageraba. Era guapo. Incluso inconsciente, sus labios carnosos parecían esbozar una media sonrisa, una imagen que la tentaba profundamente. Por un instante, pensó en la escena del beso con la bella durmiente despertando, pero se contuvo. No solo porque no besaba a desconocidos que aparecían de repente en su propiedad, aunque parecieran dioses griegos, sino porque él comenzó a abrir los ojos y murmuró una serie de palabras ininteligibles.
Ella se sonrojó y su corazón latía con fuerza en su pecho mientras levantaba la mirada de su boca a los sorprendentes ojos azules que, por un breve instante, parecían tan claros que luego perdieron el enfoque y parecieron vidriosos.
—¡No! ¡Despierta! ¿Estás bien? ¿Te duele algo? ¡Tenemos que sacarte de aquí! —dijo desesperada, sacudiéndolo suavemente de nuevo. Lo observó mientras intentaba asentir y hacía una mueca de dolor—. ¿Te duele un poco la cabeza, eh?
—Mucho —esas dos palabras parecieron requerir un esfuerzo enorme.
—Bueno, puedes hablar, eso ya es un comienzo, veamos qué más puedes hacer —dijo con la mayor alegría posible—. Lamento presionarte, pero esta tormenta no parece ir a ninguna parte y tenemos que sacarte de aquí.
Intentó asentir de nuevo y gimió; sus manos buscaban torpemente el cinturón de seguridad, así que ella lo ayudó. Sus nudillos rozaron los duros músculos de su abdomen y, al retirarlos, se sonrojó y volvió a perder la compostura al deslizarse por su entrepierna cubierta de mezclilla. Finalmente, liberó el cinturón y retiró las manos como si se hubiera quemado, haciéndose a un lado para guiarlo fuera del pequeño habitáculo. Él la siguió, e incluso agachándose, ella se dio cuenta de que era más alto de lo que había imaginado y le preocupó cómo llevarlo de vuelta a casa.
—Sí —gruñó, y la siguió tambaleándose fuera del avión. En la puerta, observó la escena y murmuró con voz pastosa: —Me voy a mojar.
—No te vas a derretir, venga —dijo con tono firme. Kaeden bajó del avión y cayó al suelo empapado. —Tus piernas no te van a sostener, ¿verdad? —se dijo más para sí misma que para él—. Ven, déjame ayudarte.
Maggie era lo que su madrastra llamaba despectivamente una chica fornida, uno de los cumplidos más amables que había dicho sobre su figura alta y robusta. En ese momento, sin embargo, agradeció ser alta y fuerte mientras colocaba su hombro bajo la axila del hombre y lo apoyaba en su costado, soportando parte de su peso mientras caminaban hacia su casa.
—Estoy bien —murmuró, pero Maggie vio que no lo estaba y lo rodeó con un brazo para sostenerlo mientras caminaban. Él tropezó, y ella lo abrazó con fuerza, apoyándose en las piernas para mantener el equilibrio—. Lo siento —dijo con voz pastosa—. El suelo se mueve un poco.
Con los brazos rodeando con fuerza su cuerpo escultural, como el de un dios griego, y sintiendo el calor de su piel firme junto con el latido fuerte y constante de su corazón contra su pecho, tuvo que admitir que el mundo también se estremeció un poco para ella. Él pareció recuperar el equilibrio y le quitó algo de peso de encima mientras se acercaban lentamente a la puerta trasera de su casa.
Finalmente, entraron tambaleándose en la cocina y, como ella ya no podía soportar su peso, lo obligó a sentarse en la vieja y destartalada silla de cuero que una vez había sido la favorita de su padre. Lo miró fijamente, intentando descifrar por qué sentía cierta familiaridad con aquel desconocido cuando este habló.
—Kaeden —dijo con voz temblorosa, ahogada por el ruido de su propia voz—. Kaeden McConnell.
—¡Mierda! ¡Claro, debería haberte reconocido! —exclamó alarmada—. Llamaré para pedir ayuda, no te duermas.
Se dio la vuelta para marcharse y cogió el móvil del banco. Había sido una tontería no llevárselo al avión siniestrado, pero no había pensado con claridad en ese momento. Ahora tenía a Kaeden McConnell en casa y entró en pánico.
—¡Mierda! Si le pasa algo, me demandarán. Los medios me vilipendiarán. ¡Seré la chica que mató al hijo de uno de los hombres más ricos de Australia!
—¿Tú eres...? —preguntó todavía arrastrando las palabras.
—Maggie —murmuró, apuntándole con la linterna a los ojos y prácticamente cegándolo en un intento de comprobar sus pupilas.
—¡Arg, para ya! —le espetó, apartándole la mano sin ninguna fuerza.