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El viaje en el auto n***o blindado fue una eternidad de minutos. El silencio que emanaba del conductor, el hombre de n***o, el soldado de Dante que me había salvado y condenado, era más pesado que cualquier reproche. Mis manos estaban apretadas en mi regazo, mis nudillos blancos, y la imagen del hombre de la cicatriz desapareciendo en la noche, con la amenaza de "la garantía de la deuda" resonando, era una herida abierta. Me di cuenta de que mi padre no solo había vendido mi futuro; había puesto un precio a mi carne y había encendido una señal luminosa en mi espalda para todo el inframundo. Dante Varonelli no era mi enemigo; era mi comprador. Y ahora, mi única, miserable muralla.
La luz interior del vehículo capturaba el brillo enfermizo de mis ojos, secos y ardientes, que se negaban a derramar las lágrimas. Si lloro, él gana. Y por "él" no me refería solo a Dante, sino a cada depredador que quería verme derrumbarme.
Tras lo que pareció un viaje interestelar, el auto redujo la velocidad. Sentí el cambio de textura bajo las ruedas, de asfalto a grava pulcra. El hombre de n***o, sin girarse, pulsó un botón en el salpicadero.
Y entonces, ante mis ojos, se abrieron unos grandes portones de hierro forjado. No eran los mismos que en la primera mansión. Estos eran más altos, más intrincados, con lazos de metal que parecían venas oscuras. Detrás, la oscuridad de un jardín inmenso y bien cuidado me engulló. Al fondo, a una distancia intimidante, se alzaba la casa.
—Hemos llegado —anunció el conductor, su voz era monótona, como la de un sistema de navegación—. Aquí se encuentra el Jefe.
Me quedé inmóvil, observando la fachada. La casa era moderna, de líneas limpias, con inmensas paredes de vidrio y piedra oscura, más una fortaleza de cristal y concreto que un hogar. Era una arquitectura fría, geométrica, que no admitía calidez ni error. Era la casa de un hombre que solo valoraba el poder y la precisión.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunté, mi voz apenas un murmullo, mi garganta estaba apretada por el terror renovado.
—Aquí es donde reside el Jefe. Debe bajar y acompañarme.
El hombre salió del auto con la eficiencia de un guardia de seguridad. Lentamente, como si mis articulaciones estuvieran hechas de arena, abrí mi propia puerta. Mis pies tocaron el pavimento frío.
Me giré, examinando el perímetro. Todo era cerrado, privado, una prisión de lujo. La iluminación exterior era sutil, dirigida a realzar las texturas caras, pero no lo suficientemente brillante como para disipar mi miedo. La casa me dio un miedo visceral; la otra mansión había sido opulenta, esta era ominosa.
—Espera —dije, sintiendo un nuevo ataque de pánico por la practicidad de la vida—. ¿Qué haré con mi ropa? No tengo nada más que lo que llevo puesto. Mañana tengo clases, necesito mis zapatillas, mis… mis cosas.
El hombre, impasible, sostuvo la maleta que había rescatado de mi recibidor.
—El Jefe anticipó la necesidad. Ya organicé una mudanza exprés de artículos esenciales de tu casa. No te preocupes. Sacaré lo que necesito de tu domicilio con mis hombres.
Su tono era tan casual, tan burocrático, que la invasión a mi privacidad se sintió aún más violenta. Estaba invadiendo mi última esfera privada, mi academia y mi casa, y lo hacía con la eficiencia de quien simplemente retira un paquete.
En ese momento, la desesperación por mi padre me superó. Mi voz se elevó, temblorosa.
—Dime. Dime algo. ¿Sabes cómo está mi padre? ¿Está bien? ¿Sigue con vida?
El hombre se detuvo. Giró su cuerpo solo lo suficiente para mirarme de reojo.
—No tengo autorización para darle esa clase de información. Su trabajo es pagar la deuda. No hay más.
El golpe de la indiferencia fue brutal. Caminó hacia la entrada principal, una pared de cristal ahumado. No me atreví a quedarme sola en el jardín, así que lo seguí, mi maleta en su mano era el único vínculo físico con mi vida anterior.
Al entrar, me detuve en seco. La casa no era simplemente grande; era una obra de arte brutalista y gélida. El piso era de un material oscuro, brillante, tan pulido que parecía un espejo n***o que reflejaba la iluminación teatral del techo. Mis propios pies y los del hombre se reflejaban como fantasmas en esa superficie helada.
Las paredes eran gigantescas, de doble o triple altura, y estaban decoradas no con cuadros comunes, sino con pinturas abstractas masivas, que parecían gritos silenciosos de color rojo y n***o. Había muchas esculturas exóticas, de formas angulares y desafiantes, todas de materiales fríos como bronce o acero pulido. Era la galería de un rey oscuro.
El hombre de Dante me guio hacia una enorme sala de estar que era más un teatro. Señaló hacia una escalera flotante de metal y vidrio, que parecía ascender al cielo.
—Puedes subir las escaleras. Su habitación se encuentra en la cuarta parte—dijo, señalando con un gesto vago hacia el nivel más alto que se podía ver. El uso de "cuarta parte" en lugar de "cuarto piso" le daba un aire de laberinto antiguo—. Y no te preocupes por tu ropa, yo iré por ella. Así que adelante.
Asentí, el miedo me había robado hasta la capacidad de argumentar. Subí las escaleras, mis pasos amortiguados por el material, pero resonando en el vasto silencio de la casa.
Con cada paso, mi mente gritaba. ¿Qué estoy haciendo aquí? Me detuve en el segundo nivel. Cerré los ojos con tanta fuerza que vi puntos de luz danzar en mi oscuridad interior. Me obligué a respirar. El dolor, la rabia, la humillación, todo se condensó en un solo pensamiento amargo: Todo esto es por culpa de mi padre. La justificación era la única cosa que me mantenía en movimiento. No había otra opción. No podía enfrentarme a la jauría de buitres. Tenía que ir hacia el único lobo que me había marcado como suya.
Al llegar al cuarto nivel, la luz disminuyó, volviéndose más íntima, más peligrosa. El pasillo era más estrecho y lujoso, forrado en paneles de madera oscura. Estaba a punto de buscar una puerta etiquetada, cuando un sonido rompió el silencio.
Un ruido. Primero, suave, un susurro ahogado, luego más intenso, rítmico. Me acerqué, mis pasos se hicieron más cautelosos, mis oídos se tensaron. El ruido se intensificaba, se hacía más profundo. El latido en mi pecho era ensordecedor.
Finalmente, lo entendí. Eran gemidos.
Un escalofrío helado recorrió mi columna. Me acerqué a la última puerta, la que estaba abierta solo por una rendija, por un margen de arrogancia. Mi mano, temblando, se posó en el frío metal del pomo. Había una mezcla de curiosidad mórbida y absoluto terror.
¿Dante? ¿Ahora? ¿Frente a mí?
Empujé la puerta. No la abrí de golpe con furia, sino con la lentitud de un testigo que no quiere interrumpir un crimen.
La habitación era un poco oscura, pero la luz que venía de afuera a través de los ventanales gigantes era suficiente para ver. En el centro de la habitación, sobre una cama baja de diseño escandinavo, estaba Dante Varonelli.
Estaba sentado en el borde de la cama, erguido, con la espalda apoyada contra el cabecero de cuero n***o. No llevaba camisa; su torso esculpido y perfecto se exhibía bajo la tenue luz. Su rostro… su rostro era el que me detuvo en seco. Estaba sereno. Completamente en control. Sus ojos estaban cerrados, su expresión era de profunda, casi aburrida, satisfacción.
Y ante él, arrodillada sobre la alfombra de piel de oso, había una mujer rubia. Ella vestía lencería de seda negra, demasiado pequeña, y su postura era de sumisión absoluta. Le estaba haciendo el sexo oral... Su cabeza se movía. Su cabello, del color del oro pálido, caía como una cortina sobre su rostro, ocultando su expresión, pero no el movimiento rítmico de su cuerpo.