¡Miserable!

1015 Words
* El sonido de la puerta del vestuario al cerrarse fue un eco tardío de su partida. No un cierre, sino un golpe sordo, un final de acto. Me quedé allí, congelada, el vaho del agua caliente envolviéndome como una mortaja. Dante Varonelli se había ido, pero la invasión se sentía en cada rincón. Había profanado mi último santuario, y lo que era peor, había desenterrado mi herida más profunda, la cicatriz que no estaba en mi muslo, sino en mi alma. Mis piernas cedieron. Caí al suelo, la toalla resbalando apenas, y me abracé a mí misma, soltando el aire que había contenido desde que lo vi. Y entonces, la presa se rompió. No fueron sollozos ruidosos, sino un llanto silencioso y desesperado, un temblor visceral que me sacudía los huesos. Las lágrimas se mezclaron con el vapor, lágrimas de impotencia absoluta. —Maldita sea... maldita sea... —siseé contra la toalla, mordiendo la tela para no gritar. Me había mantenido firme. Le había respondido. Pero él siempre ganaba. ¿Cómo podía saber de la muerte de mi madre? ¿Cómo podía atreverse a usar mi dolor más íntimo como palanca? La verdad era que no me importaba cómo lo supiera; me importaba que era real, y que él era el único que se atrevía a pronunciarla. Mi padre no lo hacía. Yo no lo hacía. Dante lo había usado como un arma y me había desarmado por completo. + Después de lo que pareció una eternidad de desesperación, un frío helado se instaló en mi pecho. La desesperación no servía. Las lágrimas eran un lujo que no podía pagar. Me levanté del suelo con un gruñido, limpiándome el rostro con la mano. Me vestía la rabia. La humillación de su presencia, el desprecio por mi privacidad, la amenaza velada sobre la cicatriz… era todo una prueba. Estaba marcando su territorio, recordándome que cada centímetro de mi vida ahora era de su incumbencia. Apreté la toalla alrededor de mi cuerpo y me dirigí al pequeño clóset. Necesitaba vestirme. Quería ponerme algo que me hiciera sentir fuerte, pero mi armario era patético. Revistas de danza, mallas de lycra desgastadas, leotardos de entrenamiento, y sí, ropa deportiva vieja y cómoda. Nada que gritara “cena de élite en una mansión de gángster suizo”. —No tengo nada —murmuré, golpeando una pila de sudaderas. Salí del vestuario con solo la toalla enrollada, la cabeza alta a pesar de la vergüenza que me quemaba. Avancé por el pasillo y, como temía, ahí estaba él. No en la recepción, sino casualmente recargado en el marco de la puerta que daba a la sala principal, fumando un cigarrillo delgado con esa indiferencia mortal que lo caracterizaba. Al verme, detuvo el cigarrillo a mitad de camino y sus ojos verdes me escanearon sin prisa, sin pasión, solo con la autoridad de un tasador. —No puedo ir, no tengo la ropa adecuada. —Sabía que dirías eso —dijo, antes de que pudiera abrir la boca para espetarle la verdad de mi armario. Dejó caer el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la punta de su zapato caro. Hizo un gesto con la mano, y uno de sus hombres, una sombra silenciosa que parecía haber surgido de la pared, apareció con una bolsa. Era dorada, con un logo discretísimo y lujoso. La dejó sobre la mesita de la recepción y desapareció. Dante me miró. —Toma. Esto. Me acerqué a la mesa con cautela, sin romper el contacto visual, mi cuerpo tenso. Agarré el asa de la bolsa, sintiendo el peso y la textura de la seda en su interior. Era como tocar una moneda de oro de la deuda. —¿Qué? —Lo miré con un desprecio mordaz, forzando un tono sarcástico—. ¿Ahora va a comprarme con regalos? ¿Y vestirme como una muñeca para su espectáculo? —No —respondió con una sonrisa ladeada, ese gesto que siempre me hacía querer golpearlo—. Lo hago por mi sobrina, Elena. Ella espera que su “Profesora” se vea... a la altura. No quiero que se avergüence de su ídolo. Es por la niña. Siempre la niña. Siempre la excusa que me obligaba a tragar. —Así que póntelo. Sé obediente —Su voz se volvió un susurro peligroso, solo audible entre nosotros—. Y no le sucederá nada a tu padre. Mi cuerpo se tensó con la furia. Apreté la bolsa dorada, sintiendo cómo el papel se arrugaba bajo mis dedos. Di media vuelta, dispuesta a retirarme y ahogarme en el lujo forzado en la privacidad del vestuario. —Espera, Elena. Su voz me detuvo de golpe. No fue una orden, sino una frase sutil y mortal que se clavó en mi espalda. —Dime una cosa —continuó, y noté el sonido de su paso acercándose—. Y no lo odias. Claro que fue él quien provocó tu accidente. Él mismo mató a tu madre. No lo odias. ¿Por qué quieres que viva? El mundo se detuvo. El aire se congeló en mis pulmones. La toalla pareció volverse de plomo, pesando una tonelada. Cerré los ojos con una fuerza ciega, mis manos se estrujaron en las asas de la bolsa dorada hasta que mis nudillos se volvieron blancos. El mismo mató a tu madre. Esa pregunta, esa horrible y precisa acusación, era la que me había hecho durante todas las noches, en la oscuridad. Él conducía. Él estaba borracho. Él apostaba. Chocó. Mi madre estaba muerta. Yo estaba marcada. Y el culpable, el único responsable de la destrucción de la familia, estaba siendo resguardado por el diablo para chantajearme. Un temblor incontrolable me recorrió la espalda. Respiré profundamente, saboreando el óxido de mi rabia. Di media vuelta lentamente, enfrentándolo. La toalla me cubría a medias, y la humedad de mi cabello me goteaba sobre los hombros, pero la vulnerabilidad física era lo de menos. Lo miré a los ojos. —¿Cómo sabes tanto de mí? —Mi voz era apenas un hilo, pero tenía filo.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD