¡No somos amigos!

1361 Words
+ El aire dentro del Mercedes era pesado y costoso. Olía a cuero nuevo, a cigarro de alta calidad y, por supuesto, a Dante. La tensión era tan densa que podía saborearla. Me acomodé en el asiento de pasajero, con el trench coat de lana negra cubriendo completamente el vestido dorado, sintiéndome como una bomba de tiempo envuelta en un caparazón oscuro. Cada centímetro de mi piel, desde mis pezones cubiertos por la cinta atlética hasta el músculo tenso de mi muslo, gritaba incomodidad. Mi cuerpo estaba en alerta máxima, y mi mente no tardó en seguirlo. Miré la manija de la puerta. Abre. Lánzate. Acaba con esto. La muerte es una liberación. No más deudas. No más Dante. No más dolor. El pensamiento era demente, seductor y rápido. Pero se estrelló contra una muralla de frialdad autoimpuesta. Si moría, Dante usaría a mi padre para cerrar el trato y se quedaría con mi estudio de todos modos. La rabia era mi único instinto de supervivencia. No le daría el gusto de morir por su culpa. No. Viviría solo para verlo caer. El silencio se extendió. La autopista se deslizaba en la oscuridad, las luces de la ciudad retrocediendo. Dante conducía con una concentración brutal, sus manos grandes y elegantes en el volante. Lo observé de reojo. Era un depredador concentrado, y yo era su presa en tránsito. Justo cuando mi monólogo interno llegaba a un clímax de desesperación controlada, su voz grave rompió el silencio. No me miró; sus ojos estaban fijos en el camino. —¿Qué es lo que esperas para tu vida, Elena? La pregunta era tan mundana, tan normal, que me sacó de quicio. ¿Qué esperaba? ¿Bailar? ¿Vivir en paz? ¿No tener que preocuparme porque mi padre me vendiera? No le respondí. Seguí mirando por la ventana, observando cómo los árboles cubiertos de nieve reflejaban la luz de los faros. —Te pregunto por qué me intriga —insistió, con un tono ligeramente condescendiente—. Tienes talento, fuego. Pero parece que no te gusta la ambición. El dinero, el poder, el… —Detente —lo corté, mi voz baja y cargada de veneno, pero firme—. No somos amigos, Varonelli. No lo olvides. No estoy aquí por un café y una charla sobre la vida. Me giré, clavándole la mirada. Mis ojos, a pesar de estar agotados, brillaron con desprecio. —De lo único que sí podríamos hablar es sobre cuándo me dejarás en paz. ¿Cuándo considerará su maldita deuda como pagada para que yo pueda volver a mi vida miserable y usted a su imperio de miseria? Él soltó una carcajada. Fuerte, oscura, resonante. Una risa que le subía del pecho, genuina, como si acabara de contarle el mejor chiste del mundo. Resoplé con fastidio, girando la cabeza de nuevo hacia la ventanilla. El sonido de su diversión me irritó hasta la médula. —Eres única, piccola ballerina —comentó, su risa aún coleando. —Lo único que soy es una mujer muy cansada. Cerré los ojos, más por fastidio que por cansancio. El movimiento constante del auto, el suave rugido del motor, el calor del asiento… todo conspiró contra mi voluntad de permanecer alerta. El estrés de las últimas veinticuatro horas, la confrontación, el llanto, el vestuario, todo me había agotado hasta el tuétano. Sin querer, sin darme cuenta, mi conciencia se disolvió. Me hundí en un sueño profundo y sin sueños, el cuerpo rendido. El siguiente segundo fue una sacudida violenta. Sentí un roce cálido y firme en mi brazo. Desperté de golpe, dando un brinco y soltando un jadeo de susto. Mis ojos se abrieron de par en par, encontrándome con la cercanía intimidante de su rostro. No era un sueño. El infeliz estaba allí, inclinándose sobre mí. —¡¿Qué… qué pasó?! —pregunté, mi voz áspera por la alarma y el sueño. —Te quedaste dormida —dijo Dante, su expresión de nuevo impasible. Me soltó el brazo con una brusquedad que me hizo temblar. El contacto había sido breve, pero la invasión a mi inconsciencia me enfureció. —Creo que… sí —logré decir, intentando recomponerme. Me enderecé, pasándome una mano por el cabello. Estábamos detenidos—. ¿Ya llegamos? —Debemos salir. Salí del auto con prisa, sintiendo el frío aire de la noche chocar contra el vestido que se movía bajo mi abrigo. Necesitaba respirar. Necesitaba la realidad física para anclar mi mente. Me quedé inmóvil junto a la puerta del coche. Y mi aliento se detuvo. La Mansión Varonelli no era una casa. Era una fortaleza tallada en la ladera de la montaña. Ante mí se alzaba una estructura vertiginosa, un prisma de cristal y acero que desafiaba a la naturaleza misma. Conté rápidamente: ocho niveles visibles, casi flotando, iluminados desde dentro con una luz fría y blanca que hacía que los ventanales transparentes brillaran como ojos de hielo. La arquitectura gritaba poder, dinero, y una total falta de calidez humana. Era moderna, minimalista, aterradora. Frente a la casa, se extendía un semicírculo de asfalto pulido, y estaba lleno de autos de lujo: Ferraris, Lamborghinis, Porsches. No era una simple cena. Era una congregación. —Tranquila —dijo Dante a mi lado, su voz seca—. Serás la invitada de honor. Es una pequeña fiesta. —¿Pequeña? —Mi sarcasmo era un arma oxidada—. Esto parece una convención de villanos de Bond. —Son socios. Y mi sobrina quiere presumirte. Ha invitado a sus compañeritas y a sus madres. Presumirme. El verbo me golpeó de nuevo. Yo era un activo que exhibir, una pieza de arte robada que validaba su humanidad ante su familia y sus socios. La idea me revolvió el estómago. Dante me tomó del codo. No era un agarre forzado, sino una guía posesiva. —Mantente a mi lado, Elena. Caminamos hacia las inmensas puertas de vidrio, que se deslizaron silenciosamente para darnos paso. Al entrar, la elegancia se convirtió en una bofetada. El vestíbulo era un atrio de tres pisos de altura, dominado por una escalera flotante de mármol blanco que parecía desaparecer en el cielo raso. El suelo, pulido hasta el espejo, reflejaba la luz de un candelabro moderno que se extendía como una constelación. El aire era pesado con el olor a flores caras y whisky añejo. En ese momento, mi entrenamiento se activó. No podía permitir que la humillación o el miedo me hicieran parecer débil. Si era un trofeo, sería el más difícil de sostener. A pesar de mi postura era impecable. Mi condición física solo me afectaba si la forzaba hasta el agotamiento extremo, como una sesión de ballet de cuatro horas. Caminar, incluso en tacones, no era un problema. Era una declaración. Dante me quitó el trench coat con un movimiento suave pero firme. Me quedé expuesta. El vestido dorado quemado, que antes era una armadura, ahora se sentía como una segunda piel, brillante y descarada. En el instante en que me quité el abrigo, sentí que todas las cabezas se giraban. Los murmullos se apagaron. La música de fondo pareció bajar su volumen. Me convertí, instantáneamente, en el centro de atención. Sentí el peso de cientos de miradas. Mujeres vestidas con sobriedad, con joyas discretas, y hombres de traje n***o que parecían copias al carbón de los guardaespaldas de Dante. Yo era el punto de color, la anomalía, el escándalo silencioso en su mundo monocromático. —La Reina ha llegado —escuché que alguien susurraba en italiano. Mi barbilla se alzó un milímetro más. Mi caminata, gracias a mis años de disciplina, era precisa. Cada paso en mis tacones de aguja era un acto de desafío. Controlé mi respiración, controlé mi expresión. Mi rostro era una máscara de fría indiferencia, a juego con el mármol que me rodeaba. Dante se colocó a mi lado, poniendo su mano en el centro de mi espalda, justo donde la seda del vestido se abría, una señal de propiedad que me hizo querer encogerme y gritar. Pero me obligué a relajarme bajo su toque. —Sonríe, Elena —siseó en mi oído. ¡¿Qué?!
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