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1375 Words
BLAIR UN AÑO DESPUÉS Han pasado doce meses exactos desde el día en que mi hermana menor, Clove, quedó tendida en una camilla, conectada a máquinas que respiran por ella, incapaz de abrir los ojos. Doce meses desde que nuestra vida se detuvo en seco, y la policía, con sus informes vacíos, nos dejó con la única certeza de que nunca sabremos qué pasó. La universidad se deslindó de inmediato, como ratas abandonando un barco en llamas: “La alumna se encontraba fuera del plantel, por lo tanto, no es responsabilidad nuestra”. Palabras frías. Palabras que me taladran el cráneo cada vez que las recuerdo. Camino con el ramo de girasoles frescos en las manos, los preferidos de Clove, porque ella siempre decía que parecían pequeños soles atrapados en pétalos. Entro en la habitación blanca, helada, donde su cuerpo descansa, y dejo caer las flores viejas, marchitas, en el bote de basura, mientras acomodo las nuevas en el florero. Me siento en la silla junto a su cama, apoyando los codos sobre mis rodillas. —Ya estoy aquí otra vez —susurro, con la voz baja y firme, como si quisiera convencerme de que ella sí me escucha—. Me tomé un descanso de la universidad, no podía seguir fingiendo que todo estaba bien. Pero regresaré… administración de empresas, ¿recuerdas? Tú siempre dijiste que sonaba aburrido, pero que al menos yo tenía cabeza para números. Mis dedos se enredan entre los mechones oscuros de su cabello apagado. —Tobin me engañó —suelto, con una risa amarga que me duele en la garganta—. Sí, ya sé que ya te lo había contado, pero aún me cuesta creerlo. Con la profesora de música, ¿puedes imaginarlo? —cierro los ojos con rabia—. Lo peor es que ella renunció al día siguiente, por miedo a que yo abriera la boca. Cobarde. Él… bueno, él sigue buscándome, como si no entendiera que lo nuestro murió antes de empezar. Me acomodo mejor en la silla, mirándola, observando sus párpados inmóviles, como si alguna parte de mí esperara verlos temblar. —Mamá está mejor, al menos ya no intenta hacerse daño. Hace unos meses estaba tan perdida… pero ahora parece más tranquila. No sé cuánto tiempo dure, pero al menos es un respiro. Una punzada de impotencia me atraviesa el pecho. Me inclino sobre ella, dejando un beso en su frente fría. —Clove… —mi voz se quiebra, pero me obligo a mantenerla firme—. Ya basta, ¿sí? Despierta. Te necesito. En ese instante, la puerta se abre de golpe. Dos doctores entran, con expresión grave. —Señorita Blair, lo sentimos mucho, pero necesita salir ahora mismo. —¿Qué? —me pongo de pie, alzando la voz—. ¿Qué ocurre? El más alto carraspea, incómodo, mirándola de arriba abajo como si fuese un bicho al que debe aplastar. —Su hermana será trasladada a otro hospital. La familia no ha cubierto los últimos seis meses, y ya no podemos mantenerla aquí. Me quedo helada, como si me hubieran arrojado agua helada en las venas. —¿Qué están diciendo? ¡Eso es imposible! Mi padre… nosotros… —Lo lamento, pero sin pagos no se puede continuar. —Esperen un momento —replico con dureza—. Mi padre necesita estar aquí, no pueden decidir eso sin él. Y justo entonces aparece él. Mi padre. Con la mirada dura, la frente perlada de sudor. —Blair, sal un momento —dice seco, sin darme margen de réplica—. Van a trasladar a Clove. Déjalos hacer su trabajo. —Papá, no puedes permitirlo… —Ahora. Pero su tono no deja espacio a más. Obedezco. Camino detrás de él hasta el pasillo, mis pasos resuenan contra el suelo encerado. Cuando estamos solos, se detiene, con los hombros cargados de un peso invisible. —Estamos en bancarrota, Blair —su voz se rompe en un hilo áspero—. Los socios me tendieron una trampa, me acusaron de fraude. Perdí casi todo hace seis meses. No puedo con los gastos de tu madre, mucho menos con los de Clove. Lo miro, incrédula, sintiendo que la tierra desaparece bajo mis pies. —¿Y no pensaste en decírmelo antes? —escupo, seria, con rabia contenida—. ¿Me lo ocultaste mientras yo hacía malabares creyendo que todo estaba bajo control? —No quería preocuparte. Todo saldrá bien, hija. No le respondo. No puedo. En ese momento, un doctor aparece para decirle que debe firmar documentos para el traslado. Mi padre asiente, se aleja con él, y yo me quedo sola en el corredor. El teléfono vibra en mi bolsillo. Tobin. Otra vez. Siempre consigue un número nuevo. Lo ignoro, bloqueándolo de inmediato. Ya no tiene lugar en mi vida. Las horas pasan como cuchillas lentas. Al fin nos dirigimos al nuevo hospital. Más pequeño. Más frío. Menos recursos. Un insulto disfrazado de ayuda, me cuesta dejar a mi hermana menor ahí, pero ahora mismo no puedo hacer nada. Cuando regresamos a casa, siento el cuerpo pesado, como si cargara con la losa de todo el mundo. Me doy una ducha rápida, intentando arrancarme la angustia de la piel, pero no funciona. Bajo a la cocina por un vaso de agua. Y entonces escucho la voz de mi padre en la sala. Las luces están apagadas, solo las lámparas permanecen encendidas en penumbras. Me acerco en silencio, pegándome al marco de la puerta. —…entonces perderemos la casa también —su voz es un susurro quebrado—. ¿Dónde meteré a mis hijas? ¿A mi familia? Guarda silencio, escucha al otro lado y después cuelga. Se sienta en el sofá, hundiendo el rostro entre las manos. Llora. Lo veo desmoronarse, y una parte de mí se quiebra con él. Pero no digo nada. Me retiro despacio, rumbo a su despacho. Al igual que el resto de la casa, todo está a oscuras. Enciendo la lámpara de escritorio. Empiezo a revisar los cajones, papeles, documentos apilados. Hasta que la encuentro: una carpeta gruesa, marcada con sellos rojos. La abro. Informe tras informe, investigación tras investigación. La palabra “fraude” aparece repetida. Los documentos muestran transferencias, cuentas, demandas en proceso. Y allí, el nombre que me enciende la sangre: Turner. Los socios. Ellos fueron quienes acusaron a mi padre, quienes lo arrastraron al barro para quedarse con todo. Aprieto los dientes, conteniendo la rabia. Abro la laptop, busco. “Familia Turner”. Me topo con un mar de artículos: una familia poderosa, con dinero en exceso, fundadores de empresas, de instituciones… incluso de la universidad de Clove. Esa misma universidad que nos dio la espalda. Entro en su página web. Reviso con calma. Y allí, en letras doradas sobre fondo azul marino, encuentro la convocatoria: Programa de Becas de Excelencia Kins Jefferson. Solo cinco alumnos aceptados al año, con todos los beneficios: matrícula cubierta, acceso a programas internacionales, residencia estudiantil, prácticas en las empresas fundadoras. Un boleto directo a su mundo. Me quedo mirándolo. Ya sé lo que haré. Tomo el teléfono y marco un número que tengo guardado bajo iniciales, sin nombre. Contesta una voz masculina, ronca, con un tono burlón. —Vaya, vaya… la señorita seria me llama al fin. ¿Me extrañaste? —Necesito un favor —respondo tajante, ignorando su burla. —Pensé que me odiabas. —Lo hago. Pero aún me debes una. Se queda callado un segundo, antes de reír bajo. —Está bien. ¿Qué quieres? —Documentos legales, con otro nombre. Lo antes posible. —Eso no es poca cosa, Blair. —Tú me debes. Y sabes que cumpliré con lo que pidas después. —Perfecto. En unos días tendrás lo que necesitas. Pero dime… ¿qué piensas hacer con una nueva identidad? Levanto la vista hacia la pantalla, el logo de la universidad brillando en la oscuridad. Mis labios se tensan en una línea dura. —Me infiltraré en la universidad Kins Jefferson. —¿Y cómo te llamarás? Aprieto el puño, mi reflejo mirándome desde la laptop. —Blair Gray. Cuelgo sin esperar respuesta. La decisión está tomada. No voy a detenerme hasta llegar al fondo de todo.
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