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1606 Words
BLAIR El aire dentro de la casa se siente pesado, como si cada partícula de polvo llevara consigo la ruina de lo que alguna vez fue mi familia. Estoy de pie frente a mi padre, con los brazos cruzados sobre el pecho, y aunque mis labios pronuncian una mentira perfectamente calculada, por dentro me siento desgarrada. —Papá, ya está decidido —digo con voz firme, fingiendo una seguridad que me está costando mantener—. Me aceptaron en el programa de becas en Estados Unidos. Me voy con Kaden. Él alza la mirada desde la mesa de la cocina, donde tiene papeles desordenados: facturas sin pagar, notificaciones del banco, cuentas que se acumulan como recordatorios de nuestra desgracia. Sus ojos, enrojecidos por noches sin dormir, me atraviesan con un dolor que quisiera no ver. Kaden es mi mejor amigo, nos conocemos desde que iba en la primaria, así que es como un hermano para mí. —¿Estás escuchándote, Blair? —su voz retumba, cansada pero firme—. No es el momento. Tu madre está en un centro psiquiátrico, tu hermana en coma, y estamos a punto de perder la casa. ¿De verdad crees que irte ahora es lo correcto? Trago saliva. Sé que tiene razón. Sé que suena egoísta, cruel incluso. Pero no puedo detenerme. —Precisamente por eso me voy —respondo, sin pestañear—. No puedo quedarme aquí viendo cómo todo se derrumba. Tengo que aprovechar esta oportunidad. —¿Oportunidad? —ríe amargamente, golpeando la mesa con la palma—. ¡Eso es una excusa! Tú lo que quieres es escapar de tus responsabilidades. —No, papá —suelto, alzando la voz más de lo que pretendía—. No estoy escapando. Estoy tomando una decisión. Él se levanta de la silla, me supera en altura, pero no me intimida. Se acerca, respirando con rabia contenida. —¿Y qué pasa conmigo, Blair? ¿Qué pasa con tu hermana? ¿Qué pasa con tu madre? —su voz se quiebra—. Yo no puedo solo. ¿No entiendes que necesito que estés aquí? Siento un nudo en la garganta, pero no me permito llorar. Si lloro, él sabrá que miento, que detrás de mi fachada existe otra verdad. Respiro hondo. —Papá, te lo prometo… —miro sus manos agrietadas, su rostro cansado, y me duele más de lo que puedo soportar—. Esto es lo mejor para todos. Él sacude la cabeza con desesperación. —No, Blair. Es lo mejor para ti. Nos vas a abandonar en el peor momento de nuestras vidas. —No es abandono —replico con firmeza, ocultando la desesperación que me atraviesa—. Es un sacrificio. Algún día lo entenderás. Su silencio me golpea más que cualquier palabra. Baja la mirada y sé que he herido lo poco que quedaba en él. Después de unos segundos eternos, su voz sale baja, derrotada: —Haz lo que quieras. El mundo se me viene abajo cuando me rodea con los brazos. Su abrazo es cálido, áspero, lleno de todo el amor que no puedo corresponder en este momento. —Solo cuídate, hija —susurra con un temblor en la voz—. Y llámame todos los días, ¿me escuchas? Todos los días. Aprieto los labios para no quebrarme. No puedo decirle la verdad, no puedo confesar que no cruzaré ninguna frontera, que mi destino no está en otro país, sino en la boca del lobo. Le devuelvo el abrazo, fuerte, sintiendo que por dentro me muero. Estoy mintiéndole, dejándolo solo con el peso del mundo sobre los hombros. Pero si no lo hago, nunca sabré la verdad, nunca haré justicia por Clove. Me despido de él con un beso en la mejilla, me pongo la mochila al hombro y salgo sin mirar atrás. El trayecto hasta el centro psiquiátrico es un suplicio silencioso. Cada paso que doy me hunde más en el vacío que me persigue desde el accidente. Cuando entro, el olor a desinfectante y a encierro me golpea. Pasillos blancos, luces frías, puertas cerradas. La enfermera me guía hasta la habitación de mi madre. Abre la puerta y ahí está: una sombra de la mujer que recuerdo. Sus cabellos, antes castaños y cuidados, ahora están desordenados, con mechones encanecidos. Sus ojos azules, parecen perdidos en un punto invisible, no me reconocen al principio. —Mamá… —mi voz tiembla mientras me acerco a ella, que está sentada frente a la ventana, con las manos enredadas sobre el regazo. Ella gira lentamente la cabeza. Sus labios se mueven, pero lo único que escapa es un murmullo incoherente. Me arrodillo frente a ella, tomando sus manos frías y huesudas. —Soy yo, mamá. Soy Blair. Por un instante, creo ver un destello de lucidez en sus ojos. No sé si es mi imaginación o si de verdad me ha reconocido. —Voy a descubrir qué pasó con Clove —susurro, acercándome más—. Voy a entrar en esa universidad, aunque tenga que mentirle al mundo entero. Y te juro que todos los que estuvieron involucrados van a pagar. Ella me observa en silencio. De repente, su mirada cambia. No es reconocimiento, pero sí algo: atención, como si mis palabras hubieran atravesado la niebla de su mente. No digo más. Le beso la mejilla con suavidad, sabiendo que quizás no entienda, pero sintiendo que, en el fondo, me ha escuchado. —Pronto estaré de vuelta —prometo en voz baja. Me levanto y salgo de la habitación con un peso indescriptible en el pecho. Cuando llego a mi destino, la universidad Kins Jefferson se alza como una fortaleza moderna: muros de cristal, pasillos interminables, escaleras anchas llenas de aspirantes que parecen hormigas ansiosas. Estoy rodeada de cientos de jóvenes con rostros nerviosos, cargados de expectativas y sueños. Yo no siento nada de eso. Mi única emoción es la certeza de que aquí encontraré respuestas. Llevo una gorra que cubre la mayor parte de mi rostro. En la entrada, una secretaria entrega fichas numeradas. El sistema es caótico: los aspirantes hacen fila, son empujados de un lado a otro, algunos gritan sus nombres desesperados, otros extienden las manos con miedo de quedarse sin lugar. Un codazo en las costillas me obliga a retroceder, pero aprieto la mandíbula y avanzo. Finalmente, la secretaria me entrega mi ficha con el número de salón. Respiro hondo y me abro paso entre la multitud. Camino por los pasillos buscando el salón asignado cuando choco contra alguien. Un chico, alto, de cabello castaño y ojos grises, me sostiene con una mano firme. Sus ojos me resultan extrañamente familiares, pero no logro ubicarlo. —Si vas a hacer el examen como becada —dice serio, con un tono arrogante—, por lo menos quítate la gorra. Frunzo el ceño, pero no respondo. A su lado, otro chico de ojos azules se ríe con descaro. —Déjala, Levin —dice divertido—. Quizá piensa que así no la reconocerán cuando la reprueben. El tal Levin intenta alzar la mano para quitarme la gorra, pero me aparto bruscamente, actuando como una chica débil y temerosa, bajando la mirada con timidez. Camino sin girarme, ignorando sus risas que retumban en el pasillo. Antes de entrar a mi salón, no puedo evitar mirar de reojo: el chico de ojos grises, Levin, sigue allí, observándome con una sonrisa torcida, cruel, como si hubiera descubierto algo. Respiro hondo y entro al aula. El examen es largo, pero no difícil. Preguntas de historia sobre tratados internacionales, batallas y fechas que recuerdo con claridad. Geografía: capitales, ríos, montañas, fronteras; respondo sin dudar. Matemáticas: ecuaciones, problemas de lógica, series numéricas. Todo fluye como si mi mente estuviera diseñada para este momento. Termino antes que la mayoría. Me recuesto en la silla, observando cómo los demás sudan, se muerden los labios, rompen hojas. Yo estoy tranquila. La calma es mi ventaja. Horas después, nos hacen esperar en el patio central. Es enorme, con una pared en la que cuelgan anuncios escolares y, ahora, el espacio vacío donde pondrán los resultados. El ambiente está cargado de tensión: risas nerviosas, susurros, lágrimas contenidas. Yo permanezco inmóvil, hasta que siento una mirada. Alzo la vista. En el tercer piso, un grupo de chicas observa desde el balcón. Una de ellas, rubia, de ojos verdes, me mira con intensidad. No aparta los ojos de mí hasta que otra secretaria llega, interrumpiendo el momento. La mujer se acerca con una hoja en la mano. La coloca en la pared y dice en voz alta: —Estos son los nombres de los cinco seleccionados. Por favor, acérquense. La multitud se agolpa de inmediato. Gritos, llantos, decepciones. Algunos tiran al suelo sus mochilas. Otros lloran con rabia. Tres nombres son llamados rápidamente, tres estudiantes se acercan a la secretaria entre aplausos y envidia. Yo espero. Dejo que los demás pasen, que el caos se calme un poco. Entonces me acerco, leo la lista, y mi corazón late con fuerza: mi nuevo nombre está ahí. Blair Gray. Sonrío. La secretaria me mira directamente. —Felicidades. Fuiste la última seleccionada… pero con los mejores resultados. Tuviste el puntaje más alto, incluso que algunos de nuestros propios alumnos. Asiento, agradezco con una sonrisa cortés y me aparto. Mientras el resto llora o celebra, yo solo pienso en lo que realmente significa. He cruzado la primera puerta. Estoy dentro. La venganza comienza aquí. Y sé que el poder se construye con silencios, con máscaras, con paciencia. «Ahora voy a destruir los secretos que se esconden detrás de ellas» pienso, observando las paredes de la universidad.
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