BLAIR
El teléfono vibra en mi mano mientras bajo las maletas del asiento trasero del taxi. El chofer ni siquiera se molesta en ayudarme, apenas me lanza una mirada aburrida desde el retrovisor, esperando la propina. Aprieto los labios, suspiro y atiendo la llamada antes de que suene una vez más.
—Blair, dime que no es verdad —la voz de Kaden truena en mi oído, cargada de incredulidad y enojo—. Dime que no estás en esa maldita universidad.
—Hola a ti también —respondo con sarcasmo mientras arrastro una de las maletas hacia la acera—. Sí, estoy aquí. Llegué bien.
—¡Estás loca! —exclama él, como si de verdad quisiera atravesar el teléfono y sacudirme—. ¿Tienes idea de lo que significa? ¡Estás sola, en un sitio que ni siquiera conoces bien, en una universidad que todos dicen que es un nido de víboras!
—No exageres tanto —me inclino, tomo la segunda maleta y la dejo a un lado—. No soy una niña indefensa.
—¿Y qué esperas que haga? —insiste él, con ese tono protector que conozco demasiado bien—. ¿Qué me quede cruzado de brazos mientras tú te lanzas de cabeza a un lugar que devora a las personas? Blair, debería tomar el primer vuelo y buscarte, porque esto es más que una locura, ¡es una maldita imprudencia!
Cierro los ojos por un instante, sintiendo un nudo en el estómago. La voz de Kaden siempre ha sido mi refugio, su preocupación mi ancla. Pero ahora… ahora no puedo dejar que me retenga.
—Tú estás en Estados Unidos, Kaden —digo despacio, firme, aunque por dentro tiemble—. Estás terminando tu carrera de derecho. ¿Vas a tirarlo todo por venir a cuidarme como si tuviera cinco años?
—No me importa la carrera si se trata de ti.
Sus palabras me golpean. Trago saliva, forzándome a mantener la calma.
—A mí sí me importa —respondo—. Y quiero que me prometas que no harás nada estúpido. Estaré bien, ¿me oyes? Soy seria, soy responsable, no vine aquí a buscar problemas.
Se queda en silencio unos segundos. Solo escucho su respiración alterada al otro lado.
—Te conozco demasiado —murmura al fin, con voz cansada—. Pero me prometes que me llamarás todos los días. Y si pasa algo… lo que sea, me lo dices.
—Lo prometo.
—Blair… —su tono cambia, se suaviza, y siento el cariño que siempre ha estado ahí, casi palpable—. No te imaginas lo mucho que me cuesta dejarte ir.
Me muerdo el labio, conteniendo la respuesta que quiere escapar. No es el momento.
—También te extraño, pero… tengo que irme, te llamaré. Cuídate.
Corto antes de que pueda seguir, y respiro hondo. Me acomodo el cabello, lista para dar el primer paso en este nuevo lugar, cuando una carcajada irrumpe en el aire.
Un grupo de chicos y chicas, con el uniforme n***o y azul marino de la universidad —sacos oscuros, camisas blancas, corbatas flojas, faldas en el caso de ellas, pantalones en el de ellos—, rodea a un chico delgado, de cabello oscuro que cae sobre sus lentes, ojos negros y una piel tan blanca que parece frágil. Su uniforme está mal puesto, la corbata torcida, la camisa por fuera, como si no le importara en lo absoluto su apariencia.
Uno de los chicos le arrebata la mochila y la sacude, dejando caer los cuadernos, bolígrafos y hasta un termo. Otro recoge un cuaderno y lo vacía sobre su cabeza, mientras las carcajadas se multiplican alrededor. El chico baja la mirada, soportando todo en silencio, con los labios apretados.
La rabia me sube como fuego por la garganta. Sin pensar, corro hacia él, viendo como los demás se alejan riendo, arrastro mi maleta.
—¡Son unos imbéciles! —grito, agachándome para ayudarle a recoger sus cosas—. ¡Idiotas! ¿De verdad no tienen nada mejor que hacer?
Él me mira, sorprendido, mientras yo intento darle sus cuadernos. Pero antes de que pueda soltar más insultos, me cubre la boca con la mano. Su contacto es frío, áspero, y me obliga a mirarlo a los ojos.
—Eres becada —murmura con una voz ronca, apagada, que me hiela.
Parpadeo, confundida.
—¿Se me nota tanto?
—No deberías hablar así de ellos —responde sin emoción—. Te vas a meter en problemas.
—Solo intentaba ayudarte… —replico con molestia, notando que su voz no se quiebra, parece que no le ha afectado lo que le han hecho. De hecho, su mirada es fiera.
Él me arranca los cuadernos de las manos con brusquedad.
—Si quieres sobrevivir, aléjate de mí. —Y se marcha, dejando su sombra tras de sí.
Me quedo inmóvil, boquiabierta, todavía con la adrenalina en las venas.
—No te preocupes, él siempre es así —una voz femenina, cálida, rompe mi confusión.
Me giro y encuentro a una chica rubia, de ojos azules brillantes, sonrisa amplia y presencia radiante, como si cargara un pedazo de sol en el bolsillo.
—Es el hijo de Drácula —añade entre risas—. Créeme, no muerde.
—Blair Gray —me presento, todavía desconcertada.
—Kendall Price —responde ella, extendiendo la mano con entusiasmo—. Te ves perdida. ¿Quieres un recorrido?
Acepto, y pronto camino junto a ella. Kendall habla sin parar, contándome la historia de cada edificio, señalando los salones, los jardines impecables, la biblioteca que parece una catedral moderna, los pasillos llenos de vitrales. Su voz es ligera, contagiosa.
Cuando llegamos a los dormitorios femeninos, me sorprende descubrir que compartiremos habitación. Ambas reímos, sorprendidas por la coincidencia. La habitación es elegante: cortinas azul marino, escritorios amplios, camas impecables. Mientras ella atiende una llamada telefónica, aprovecho para abrir mi maleta y empezar a ordenar mis cosas.
Recuerdo entonces que debo pasar por mis horarios a las oficinas centrales. Salgo al pasillo, que está desierto y silencioso. Pero a la vuelta de la esquina, un grupo de cinco chicos aparece. Son altos, apuestos, impecables en su uniforme, pero sus miradas son filosas, crueles, como cuchillas.
—Miren lo que tenemos aquí —dice uno, con una sonrisa torcida—. Una cara nueva.
Se acercan, rodeándome.
—¿Crees que deberíamos darle la bienvenida a nuestra manera? —comenta otro, acercándose demasiado.
—Tal vez deberíamos follar con ella —añade uno más, arrancando carcajadas del grupo.
—Sí, parece que gritaría delicioso —dice el que está detrás de mí, y su mano se desliza por mi brazo.
Intento retroceder, pero me acorralan.
—No… no me toquen —chillo, fingiendo una debilidad que no me pertenece—. ¡Deténganse!
Las risas aumentan. Una mano ajena se atreve a colarse bajo mi falda, helándome la piel. Entonces, una voz gruesa, cruel, retumba en el pasillo:
—Basta.
Todos se congelan. Sus rostros palidecen mientras retroceden un paso, como si la muerte misma hubiera hablado.
Un chico castaño, de ojos grises que brillan como acero bajo la luz, aparece. Su porte es elegante, imponente, cada paso suyo hace eco en mi pecho. Se acerca, y los demás se apartan como sombras vencidas.
—Disculpa en nombre de toda la universidad —dice, con una voz que me atraviesa—. Parece ser que estos idiotas no saben diferenciar el no, de una chica, al sí.
Lo miro, embelesada, incapaz de articular palabra. Es demasiado apuesto, demasiado real.
Él extiende su mano.
—Levin Hall.
Dudo un instante, pero estrecho su mano. Su piel es firme, cálida, y de pronto tira de mí con fuerza, acercándome tanto que puedo oler su aroma a madera y algo más oscuro.
—Blair Gray —me presento con voz temblorosa.
Él me estudia en silencio, como si intentara descifrarme. Su mirada gris se hunde en la mía, peligrosa.
—Me resultas demasiado familiar —susurra, y entonces su mano sube hasta mi rostro, sujetándolo con delicadeza forzada.
Mi corazón late con violencia. Hay tensión, deseo, peligro, todo en un solo instante.
—¿Qué crees que haces? —una voz chillona nos interrumpe.
Giro el rostro y encuentro a una rubia de ojos verdes, furiosa, con los brazos cruzados, destilando odio puro hacia mí. Y yo, atrapada aún bajo la mano de Levin, no sé si debo temer… o desear lo que acaba de empezar. Aunque rápido acabo comprendiendo algo, ellos son el rey y la reina del Kins Jefferson, la universidad de élite más peligrosa.