Capítulo 1. Mi adolescencia: La jaula de Teresa
Mi nombre es Julia Cáceres Balbuena y si tuviera que resumir mi puta adolescencia en una sola palabra, sería: caótica. O, mejor dicho, robada.
Sí, eso es. Robada, porque esa perra de mi madre, Teresa Balbuena, se encargó de destruirme cada maldito sueño, de borrar cada anhelo que mi alma de niña se atrevía a tener. Y joder, a mis 45 años, todavía cargo con el fantasma de la cría que nunca me permitieron ser.
No tuve una infancia normal, ni una adolescencia. Mientras otras niñas jugaban a la cuerda en el parque, se hacían amigas en el barrio, celebraban cumpleaños con piñatas y risas, mi mundo entero era una mierda confinada a las cuatro paredes de mi casa.
Mi madre, con su paranoia de mierda, me había metido en una jaula. La puta jaula de Teresa. Me decía que el mundo exterior era peligroso, que las malas compañías podrían echar a perder a “una buena niña”. ¿Una buena niña? ¿Qué coño sabía ella de ser una niña?
Ni siquiera me dejaba relacionarme con nadie. Mi mente, sedienta de experiencias y afectos, se bloqueó, sumida en una decepción tan profunda que me parecía un océano sin fondo.
Soñaba con ser maestra de escuela. Me imaginaba sentada en un pupitre, rodeada de críos, nutriendo sus mentes, enseñándoles a volar, a ser la puta guía que yo nunca tuve.
Pero mi madre, la gran puta, se reía de mí. "Ser maestra de escuela es para mujeres estúpidas que no tienen vida propia," me espetaba con una mueca de desdén que me cortaba el aliento.
Sus palabras no eran solo críticas, eran puñales helados que mataban mis ilusiones. Su risa, ese sonido de mierda, resonaba en mis oídos, una carcajada hueca y cruel que se clavaba en mi pecho. Me la repetía una y otra vez, hasta que la imagen de la maestra feliz se desdibujaba en mi cabeza. Joder, era una tortura.
Pero el alma de un adolescente es una cosa terca. A medida que fui creciendo, mi frustración se transformó en una ambición silenciosa y cabrona. Durante la secundaria, un nuevo sueño floreció en mí: quería ser médico. Y esta vez, la ambición era más fuerte.
Me veía estudiando medicina en la prestigiosa Universidad Central de Venezuela. Mis notas eran excepcionalmente altas. Me mataba estudiando hasta la madrugada, me privaba de todo lo que el mundo le daba a los otros.
Sabía, con una certeza que me ardía en las venas, que sería aceptada. La idea de sanar a otros, de aliviar el dolor, de ser útil, se convirtió en mi jodido motor. La medicina era la forma de escapar.
De largarme de esa casa y de esa puta mujer. Pero mi madre, por supuesto, se interpuso. Como un muro de concreto. Se rió en mi cara. "No," me dijo, "la medicina es una carrera que no te permitirá ‘salir a divertirte, ni viajar en avión por el mundo'." ¿Divertirme? ¿Viajar? Si yo ni siquiera podía tener amigos, ni ir a fiestas. Era una ironía tan cruel y tan puta que me dejó destrozada, vacía. Como si me hubiera extraído el alma.
La secundaria fue una puta tortura, un infierno sin salida. Apenas podía salir de la casa, y cada vez que lo hacía, mi madre me advertía con esa mirada de víbora: "Si en esta etapa de tu vida llegas a tener un novio, te echo de la casa.
" Me hablaba con un resentimiento tan profundo sobre los hombres que me llenó de una confusión terrible. Sentía miedo y desconfianza, y no entendía por qué, coño, tenía que odiar a la mitad del mundo. “Son todos unos cabrones,” me decía, “solo te van a usar y te van a dejar”. Y yo me preguntaba, ¿Por qué tanta mierda y tanto odio?
Fue a mediados de mi último año de liceo que todo cambió. Y de la forma más inesperada. Descubrí que era lesbiana. No fue un momento de gran revelación, sino una lenta y dulce epifanía.
Joder, fue como si de repente el mundo se iluminara y el caos se calmara. Empecé a sentir una atracción innegable por otras niñas, una calidez y una conexión que nunca, ni en mis peores pesadillas, sentí por los chicos de mi clase. Me enamoré de una compañera de estudios. Una chica con una risa que me hacía flotar, que me hacía sentir que era real. Tenía unos ojos que me prometían un mundo de posibilidades. Una vida que no era la puta jaula de mi madre.
Al terminar la secundaria, durante las vacaciones, mi madre empezó a sospechar. Los rumores de la gente, los putos murmullos de los vecinos, la forma en que mi novia me visitaba con cada vez más frecuencia... mi madre pensaba que era solo una "amiga" del liceo.
Pero la verdad es que yo sabía que ella lo sabía. Que no era estúpida. Estaba esperando el momento exacto para atacar. Y el ataque llegó.
La primera vez que me confrontó, lo negué con todas mis fuerzas. Tenía pánico de perder a mi familia, de quedarme sola, de que me odiaran para siempre. Pero ella no me creyó.
Me arrastró a una serie de putos psicólogos, buscando desesperadamente que alguien me "curara". En cada puta consulta, los profesionales le decían lo mismo, con una paciencia que yo ya no tenía: “Señora, la orientación s****l no es una elección. La homosexualidad no es una enfermedad, no requiere tratamiento y no puede cambiarse."
Le explicaban que la mayoría de las personas homosexuales vivían vidas felices y exitosas, y que la búsqueda de terapia para "cambiar" la orientación s****l solía ser resultado de la coacción familiar, justo lo que ella estaba haciendo.
Recuerdo una sesión en particular, con un doctor Miguel Ángel, un hombre con una barba gris y unos ojos tan bondadosos que me daban ganas de llorar.
Mi madre le preguntó, con una desesperación que mezclaba la vergüenza y una puta rabia:
“¿Es la homosexualidad una enfermedad mental o un problema emocional?” El doctor, con una calma que me tranquilizó y que, a mi madre, la hizo explotar de rabia, respondió:
"No, señora. Nosotros, como psicólogos, psiquiatras y otros profesionales de la salud mental, concordamos en que la homosexualidad no es una enfermedad, un trastorno mental, ni un problema emocional.
Más de 35 años de investigación científica han demostrado que la homosexualidad, en sí misma, no se asocia con trastornos mentales. Se creía que sí porque los estudios en el pasado solo incluían a personas bajo terapia, creando una conclusión tendenciosa. En 1973, la Asociación Americana de Psiquiatría suprimió la homosexualidad del manual oficial de trastornos mentales."
A pesar de todo lo que los expertos le decían, mi madre se negaba a entender. Se negaba a ver la realidad. A mis 16 años, ella lo consideraba algo "aberrante e inexplicable."
Así que, en su desesperación de mierda, recurrió a mi hermano mayor, Pedro, para que su amigo se hiciera mi novio. No me gustaba, era un cabrón con cara de idiota, pero lo acepté. Acepté fingir, acepté la mentira para que el puto infierno parara. Quería que mi familia me quisiera, y quería, por encima de todo, seguir estudiando. Aunque fuera la puta carrera de diseño de moda que mi madre había escogido para mí y que yo odiaba con toda mi alma.
La farsa era insoportable. Joder. El ‘novio’ de mi hermano, un tipo idiota y pesado, quería tener sexo. Se me insinuaba cada puta vez que nos veíamos. Cada vez que lo hacía, yo le daba largas, le cambiaba el tema, lo esquivaba. Era una tortura, una verdadera puta mierda.
No solo tenía que vivir una vida falsa, fingiendo que era heterosexual, sino que además tenía que fingir que me gustaba un hombre que me daba asco. Finalmente, se cansó de mi rechazo y, en un acto de cobardía, le contó a mi hermano.
Y ahí empezó el verdadero infierno. Mi hermano fue a contarle a mi familia y la casa se convirtió en un campo de batalla. Fue justo cuando llegaron los putos resultados de mi examen de admisión a la universidad.
Había sacado una puntuación excelente, perfecta. Pero mi madre me dijo que no me pagaría la matrícula. La mentira se había acabado y la condena era real. Vi que ya no me quedaba nada que perder, así que me enfrenté a ellos.
Con la voz temblorosa, pero el alma en llamas, les dije la verdad sobre lo que sentía por las mujeres. La guerra había empezado, y esta vez, yo estaba lista para pelear.