La puta reunión familiar se sintió como un tribunal de la Inquisición, una jodida parodia de justicia.
Me sentaron en el centro de la sala, bajo la mirada de mis tíos y mis primos, todos con sus putas caras de juicio, como si yo fuera una aberración.
Mi madre, esa vieja de mierda, presidía la reunión con una frialdad que me hizo temblar hasta el alma. Su voz era un hielo cortante cuando pronunció la sentencia, el puto veredicto de muerte: tenían que “curarme”.
Mi familia, esa gente que se suponía que debía amarme, que debía protegerme, decidió que la única manera de regresarme al camino “correcto” era a través de la violencia más horrible que pudieran inventar.
Y el líder de toda esta mierda era mi hermano Pedro, con esa misma arrogancia de mierda que había heredado de mi madre.
El muy cabrón había planeado una violación colectiva. Y no solo eso, quería que pareciera un ataque aleatorio, algo que me había pasado en la calle, para que la culpa no recayera sobre ellos.
¿Se imaginan la maldad? ¿El asco? Mi propia madre sabía cada puto detalle de esa monstruosidad. Su odio hacia mi orientación era tan grande que permitió que me hicieran una atrocidad con la esperanza de que un hombre me "arreglara".
Joder, esa noche no me jodieron solo a mí; se jodieron a sí mismos, se destruyeron el alma. Ellos ya estaban muertos, pero querían arrastrarme con ellos a su infierno.
No tengo palabras para describir el terror de aquella noche. Solo recuerdo fragmentos, flashes de dolor, de humillación, y la jodida sensación de que el mundo se me había venido encima.
Y lo peor, lo más jodidamente macabro de todo, es que de esa pesadilla salí embarazada. Aunque sentí un alivio macabro al saber que no me habían contagiado con VIH ni con ninguna otra enfermedad, la idea de llevar la vida de mi agresor en mi vientre era algo que no me permitía dormir.
Esa criatura no era mía, no era el producto de mi amor, sino el jodido resultado de una monstruosidad. Cuando la familia se enteró del embarazo, mi madre, con una hipocresía que me daba ganas de vomitar, planeó ayudarme a abortar.
Pero Pedro, el maldito bastardo, me lo impidió. Me mandó a vivir con mis tíos para asegurarse de que el embarazo siguiera su curso. Mi tío Alberto me vigiló como un carcelero, negándose a dejarme salir de la casa hasta que diera a luz. El mundo se había vuelto mi jaula, y mi propia familia eran mis carceleros.
Nacieron dos hermosos mellizos. Eran el resultado de la peor noche de mi vida, la noche en que me robaron todo. Pero en cuanto los vi, supe que no eran el producto de la violencia, sino mis hijos. A partir de ese momento, mi misión en la vida fue protegerlos y amarlos con todo mi ser.
Eran mis criaturas, mis pedazos de cielo en un puto infierno. Mis agresores creyeron que habían ganado, que los niños me habían "curado", que me habían vuelto a la "normalidad". No podían estar más equivocados.
En todo ese tiempo, mi novia de la secundaria, Verónica, fue mi único salvavidas. Ella venía a casa de mis tíos a escondidas, arriesgando su propia vida por mí. Me traía comida, ropa para los bebés y, sobre todo, me daba la fuerza para seguir adelante.
Me susurraba al oído que saldríamos de esa mierda, que seríamos felices. Su amor era lo único que me mantenía cuerda.
Un día, después de que los niños nacieron, mi hermano la encontró en la casa de mis tíos. La rabia en sus ojos era palpable. Descubrió que mi novia y yo seguíamos viéndonos, que el puto plan de "curarme" había sido un fracaso.
Me confrontaron de nuevo, esta vez sin el pretexto de una reunión familiar. “¿Todavía eres lesbiana?” me preguntaron, como si fuera la pregunta más ofensiva del mundo.
Con la voz temblorosa, pero con una convicción que nunca antes había sentido, les dije la puta verdad, la verdad que los carcomía por dentro: “Nunca voy a sentir nada por los hombres, jamás los amaré. Ya tengo a quien amar, y ella me ama también."
Esa fue la gota que derramó el vaso. Mi familia me renegó. Me echaron de la casa y me dijeron que me fuera con mis hijos, llamándonos "un mal agüero para la familia". No pude terminar la universidad, a pesar de mis buenas calificaciones.
Me fui de la casa de mis tíos y, con mis dos hijos recién nacidos, me fui a vivir a la casa de los padres de Verónica. Apenas teníamos 17 años, pero mi pareja me ofreció un hogar. Su familia, sus padres, me recibieron como si fuera una hija más.
Me dieron una cama, comida, amor. Un año después, retomé mis estudios. Pero no la carrera que mi madre había escogido, sino la que yo siempre quise: ingeniería en informática.
Verónica fue mi pilar. Mientras ella trabajaba incansablemente para mantenernos, yo estudiaba, y ella pagaba una guardería privada para los mellizos. Me sentía tranquila al saber que mis hijos estaban bien cuidados y que tenía a una persona tan valiosa a mi lado.
Pasaron cinco años. Me gradué con honores y empecé a trabajar en una empresa muy buena para compensar todo el esfuerzo de Verónica.
Para entonces, ella ya había comprado una casa. Finalmente, nos mudamos los cuatro, un verdadero alivio para mí y para los padres de mi pareja. Verónica amaba a los niños como si fueran suyos, y su amor era mi mayor consuelo.
Los niños empezaron la escuela sin problemas, y para su asombro, tanto sus compañeros como sus maestras asimilaron que tener dos madres era algo normal.
Nuestra vida era perfecta. Verónica y yo planeamos nuestra boda para julio de 2008. Invitamos a nuestros amigos, tanto gays como heterosexuales.
Una semana antes de la boda, organizamos una fiesta previa en casa de una amiga en Nairobi. Éramos siete amigos y nos reíamos y charlábamos cuando, alrededor de las 8 de la noche, escuchamos gritos afuera.
Gritos que helaron la sangre de todos: “¡MATEMOS A ESTOS FENÓMENOS!” Unos extraños con antorchas, acompañados de mis amigos heterosexuales, gritaban “gays”. Joder, me cagaba en sus muertos, traicioneros de mierda.
Arrojaron una bomba de gasolina por la ventana, y la casa se prendió en llamas. Tuvimos que correr a la casa de nuestra vecina, la señora Anna, quien llamó a la policía.
Al día siguiente, después de pasar la noche en casa de Anna, fui a mi trabajo. No había pasado mucho tiempo cuando recibí una llamada.
Era Anna. La voz le temblaba mientras me contaba que los mismos hombres que nos habían atacado habían regresado a su casa y habían encontrado a Verónica y a los mellizos.
Los habían apuñalado en el pecho con un cuchillo y los habían dejado desangrándose. Anna llamó a la policía, que los llevó a un hospital público y los abandonaron allí.
Dejé mi trabajo y corrí al hospital. Me dieron la terrible noticia: los tres habían muerto. El impacto fue tan brutal que entré en shock. Me sedaron y me dejaron en observación.
Cuando desperté, me volvieron a contar lo que ya sabía, pero me negué a creerlo. Llamé al hermano de Verónica, Carmelo, que llegó en cuestión de minutos. La realidad, entonces, se volvió innegable.
Una semana después, Carmelo y su familia se llevaron el cuerpo de Verónica a su pueblo natal. La enterramos en una ceremonia cristiana. Cuando me preguntaron por mis hijos, les dije que yo ya los había enterrado.
El dolor era tan grande que me sentí hueca, vacía. Todo por lo que había luchado, todo lo que había amado, se había ido. Mierda, no tenía nada.