Al regresar al pueblo donde había compartido diez años de mi vida con Verónica y mis hijos, la puta casa se sentía como una tumba. Cada rincón, cada jodido espacio, estaba lleno de recuerdos.
A pesar de los momentos felices, la ausencia de los tres era un eco constante de risas y conversaciones que me ahogaba en la soledad. Era como si un fantasma me siguiera, una sombra de lo que fuimos. La casa olía a ellos. Podía verlos en cada mueble, en cada rincón, riéndose, jugando, amándonos. Y eso era una puta tortura.
El dinero que habíamos ahorrado con tanto amor para nuestra boda, para celebrar nuestro amor, ahora se convirtió en mi única tabla de salvación para el alquiler de un pequeño y sombrío apartamento.
Se me partía el alma cada vez que pagaba el alquiler, sabiendo que ese dinero era para un futuro que nunca llegaría. Me sentía tan perdida, tan vacía, tan jodidamente rota que, con lo poco que me quedaba de cordura, busqué la ayuda de un especialista para lidiar con el dolor, la ira y la depresión que me consumían sin piedad, dejándome sin fuerzas para seguir.
Encontré una clínica en la que me sentí segura. Era un lugar pequeño, acogedor, con una luz tenue que me daba una sensación de paz que no había sentido en mucho tiempo.
Allí, conocí al Doctor Gustavo, un psiquiatra con una voz tranquilizadora y una mirada comprensiva que me hizo sentir que no estaba loca. Me ofreció 15 sesiones de terapia para comenzar mi proceso. Me explicó que el duelo es un proceso, una serie de pasos que me ayudarían a manejar la ansiedad, la culpa y la rabia que me invadían cada vez que pensaba en mi familia perdida y el horror que me quitó todo. Sabía que no sería fácil, pero tenía que intentarlo. Si no por mí, por la memoria de ellos. No podía dejar que su recuerdo muriera conmigo.
Y justo cuando creía que estaba dando mis primeros pasos hacia la sanación, el infierno volvió a tocar a mi puerta de forma inesperada. Tres meses después de vivir sola y asistir a mis terapias, recibí una serie de mensajes de texto y correos electrónicos anónimos.
Eran mis "amigos" del ataque, esos bastardos que me habían traicionado, y sus mensajes decían con amenazas escalofriantes que me encontrarían y me harían daño. Lo peor de todo fue cuando fueron a Los Naranjos, mi ciudad natal, a amenazar a mi madre. La gente de su comunidad se puso en su contra, y en contra mía, porque creían las mentiras que mi hermano había esparcido con una maldad incomprensible. Me dijeron que si no me iba de ese lugar, le harían daño a mi madre.
No entendía nada, no tenía sentido. ¿Cómo carajos mi hermano, mi sangre, el hombre con el que crecí, podía odiarme tanto? ¿Qué le había hecho yo? Una llamada anónima me reveló la cruel verdad.
La voz al otro lado del teléfono me dijo que mi hermano Pedro tenía todo que ver, que les había lavado el cerebro a esos cabrones con mentiras, diciendo que yo era un monstruo para la sociedad.
Me sentí enferma, un asco total. ¿Cómo podía la envidia y el odio corroer tanto a una persona? Pedro había destruido mi vida, y ahora quería destruir a mi madre. No me quedó otra opción más que dejarlo todo de nuevo: mi vida, el lugar que había sido un hogar, e incluso la ayuda psicológica que tanto necesitaba para sobrevivir a todo este calvario.
Fue una de las decisiones más dolorosas de mi vida. Me fui lejos, a otro estado del país, cambié mi número de teléfono y no le dije a nadie mi paradero por miedo a que me encontraran.
Tenía que dejar todo atrás, el dolor, los recuerdos y la terapia que me ayudaba a sanar. Mi hermano se había encargado de arruinar mi vida por completo, todo porque no aceptó mi condición. Para él, yo era su enemiga, una aberración que tenía que ser eliminada.
Joder, qué puta vida tan injusta. ¿Por qué mi existencia, mi simple orientación, era una amenaza para ellos? Mi existencia no le hacía daño a nadie. ¿Por qué mi hermano quería mi muerte?
Mientras me iba, el dolor de dejar a mi madre me consumía, pero la rabia que sentía por mi hermano era aún mayor.
No pude evitar desearle lo mejor, pero en el fondo de mi alma, deseaba que algún día recapacitara, que me buscara para pedirme perdón. Porque, a pesar de todo, era mi hermano. Y si algún día sentía de corazón su arrepentimiento, lo perdonaría, porque no quiero ser igual de miserable que él. Yo no elegí esto, nació en mí, y la vida con su odio tan visceral me lo arrebató de la forma más violenta posible.
Durante el viaje, mi mente se llenó de los consejos del Doctor Fernández, que me habló de las cinco etapas del duelo: negación, ira, negociación, depresión y, finalmente, aceptación. Me dijo que el tiempo que tomara superar cada etapa dependía de si la pérdida era esperada o si era tan dramática como un accidente, o en mi caso, un crimen de odio.
También me advirtió que si algún día decidía encontrar a otra pareja, debía evitar las comparaciones, un consejo que el Dr. Gustavo también me dio. Y tenía razón. Si encontraba el amor de nuevo, tenía que ser una relación nueva, sin la sombra de lo que tuve con Verónica. Un nuevo amor no es un reemplazo.
Tomar la decisión de cambiar de ciudad fue lo más difícil que he hecho. Dejar todo atrás, los recuerdos, las anécdotas, el lugar que se convirtió en mi hogar, me paralizó de miedo.
Pero tenía que ser fuerte. Tenía que empezar una nueva etapa. Me subí a un autobús, con destino a un lugar lejano. Pensaba que me refugiaría en la selva, pero terminé en Ciudad Guayana, la capital del estado Bolívar, un sitio que me pareció seguro.
Me sorprendió encontrar una ciudad tan hermosa e industrial, un lugar con grandes plantas de mineral de hierro, aluminio, y una importante central hidroeléctrica. Me pareció un buen lugar para empezar de nuevo, para perderme entre la gente y el ruido de la industria.
Después de doce largas horas de viaje, por fin llegué a Ciudad Guayana, agotada y emocionalmente destrozada.
Me alojaré por tres meses en un hotel Rasil, que me recomendaron por ser económico. En ese tiempo, buscaré trabajo y una vivienda, para poder empezar a olvidar mi pasado tan n***o que me atormenta.
Mi alma está herida, pero no rota. No sé qué me depara el futuro, pero sí sé una cosa: me niego a dejar que el odio de otros me defina.
Esta ciudad es mi lienzo en blanco, y si bien las cicatrices de Verónica y de mis hijos siempre estarán ahí, también lo estará el recuerdo de su amor. Es hora de convertirme en la mujer que ellos hubieran querido que fuera: libre, fuerte y feliz, a pesar de todo.