Al día siguiente de haberme instalado en el hotel, desperté antes que el sol y bajé a desayunar sola, con el peso de todo lo que había dejado atrás aplastándome el pecho.
Después de comer algo ligero, decidí salir a recorrer el lugar, perderme un poco para tratar de encontrar paz en esta nueva ciudad que me recibía con sus calles desconocidas y su aire fresco.
Caminé sin rumbo hasta toparme con una pequeña papelería donde compré un cuaderno barato y un lápiz. Sentí que necesitaba plasmar mis pensamientos, trazar un plan, ordenar mis ideas. Caminé hasta la plaza principal, me senté en una banca bajo un árbol que buscaba sombra y abrí el cuaderno.
Empecé a escribir con letra temblorosa, dejando salir todo el caos que tenía en la cabeza.
Me obligué a mirar adelante, a pensar qué iba a hacer con mi vida ahora que todo se había desmoronado.
Mientras anotaba, intentando que mis palabras fueran un mapa hacia la esperanza, sentí una presencia a mi lado.
Levanté la vista y vi a una mujer mayor que se sentó suavemente, sin prisa ni miedo. Su ropa era sencilla y limpia, un vestido modesto y una bufanda ligera que le cubría los hombros; tenía una mirada amable, pero firme.
—Hola, mi niña —dijo con voz cálida—. Buenos días. Me llamo Claudia María Serrano.
La sorpresa me congeló un segundo, pero la sinceridad en su voz me hizo responder.
—Buenos días, señora Claudia María. Mi nombre es Julia Cáceres Balbuena. Mucho gusto en conocerla.
—El placer es mío —respondió con una sonrisa—. Pasaba por aquí para comprar pan en la panadería y al verte sentada, sola, me llamó la atención. Nunca te he visto por estos lares. ¿Estás de vacaciones?
Sentí un nudo en la garganta. La idea de contarle mi verdad a una desconocida era casi imposible, pero ella irradiaba una calma tibia, una apertura que no esperaba encontrar.
—No, señora. No estoy de vacaciones —le respondí, bajando la voz—. En realidad, vengo huyendo. Del pasado… del dolor. Tuve problemas en mi pueblo y por cosas del destino fui obligada a dejar todo atrás, buscar otro lugar donde nadie supiera quién soy. Quiero rehacer mi vida aquí, conseguir un trabajo decente y algún día comprar una casa que sea mía.
Claudia María me miró con ojos llenos de comprensión y algo parecido a tristeza.
—Si no es mucha molestia, mi niña, ¿quieres contarme qué te pasó? Tal vez pueda ayudarte. No tienes por qué enfrentar todo esto sola.
Por un instante dudé, pero algo en su voz me dio valor.
—Si supiera lo que he vivido, usted también me rechazaría —confesé con amargura—. Hasta mi propio hermano me dio la espalda, me armó en contra de los vecinos… Cómo decirlo sin romperme. Soy lesbiana, o mejor dicho... *bisexual*, si es que esa palabra vale algo para alguien. Pero no elegí esta vida, es parte de mí. Lo que sí elegí fue vivir una relación exclusivamente con mujeres, y por eso me odian. Mi hermano me condena.
Ella asintió lentamente, sin juicio ni sorpresa.
—No tienes por qué avergonzarte, mi niña. La belleza está en ser quien eres, sin máscaras. La orientación s****l no define tu valor ni tu dignidad. Los derechos humanos incluyen los derechos de todas las personas sin excepción. Y mira, quiero contarte algo muy personal. Mi hija, que Dios la tenga en paz, era lesbiana también.
Me quedé muda. Algo dentro de mí se conmovió tanto que dolía.
—¿Su hija? —pregunté al borde de las lágrimas.
—Sí —dijo apretando sus labios—. La asesinaron. No por ser lesbiana, sino por la crueldad del mundo que no entiende. Ese día estaba pensando en ella cuando te vi y algo en ti me recordó a mi hija. Quería que me confirmaras con tus propias palabras lo que mi corazón ya sentía.
Sentí que el miedo y la desesperanza se abrieron paso en mi pecho. Quise correr, esconderme, desaparecer.
—Yo supe que era bisexual a los diecisiete años, justo cuando estaba terminando la secundaria —le dije—. Gracias a Dios terminé los estudios. Desde entonces, mi mamá y mi hermano me llevaron a psiquiatras, creyendo que era una enfermedad, una fase que se curaría. Por suerte, los médicos dijeron que no era una enfermedad, que yo soy así desde que nací.
Ella me miró con ternura.
—Eso debía ser un alivio para tu mamá, ¿no?
—Al principio sí, ella me aceptó, pero mi hermano nunca —confesé con rabia contenida—. Intentó convencer a un amigo suyo para que fuera mi novio, creía que eso me haría hetero. Y cuando descubrieron que seguía con mi novia, la cosa empeoró.
Hizo una pausa, como si las palabras que seguirían fueran una sombra demasiado oscura.
—Mi hermano y la familia, en complicidad, tramaron algo más terrible. Ordenaron que ese amigo abusara sexualmente de mí. Quedé embarazada de gemelos. Pensaron que eso "curaría" mi orientación, que me forzaría a ser otra persona. Pero no fue así.
Las lágrimas asomaron en sus ojos, pero siguió con el relato.
—Les hice pensar que quería a esos hijos como a cualquier madre. Con amor, aunque fueron fruto de esa violación. Nunca deseé daño para ellos. Pero el dolor era inmenso. Cuando nacieron, decidí ir a vivir con mi novia, Verónica.
—¿Verónica? —pregunté casi en un susurro.
—Sí —respondió—. Pero ella y mis hijos fueron brutalmente asesinados. Un día, mientras ella cuidaba a los pequeños en casa, unos bandidos entraron, dispararon... Cuando llegué al hospital solo pude ver el vacío, su vida había sido arrebatada.
Las palabras se me atoraron, y sentí que el mundo entero se derrumbaba junto con ella.
—¿Por qué? ¿Quién haría algo así? —pregunté con incredulidad.
—Porque no soportan que alguien como nosotras exista, porque el odio ciega a las personas, porque el miedo genera monstruos —dijo con dureza—. Mi niña, sé que no es justo, sé que duele, pero tienes que seguir. Por ti, por ellos, por todas las que no pudieron gritar.
Nos quedamos en silencio, dos almas rotas bajo el sol de esa mañana. Sentí que por primera vez alguien entendía mi tormento sin miedo ni reproche. Claudia María me apretó la mano como quien transmite una fuerza ancestral.
—¿Y ahora qué piensas hacer, Julia? —me preguntó con suavidad.
Respiré profundo y miré el cuaderno, ese pequeño refugio de mis pensamientos.
—Voy a luchar. No dejaré que el miedo ni el odio definan mi destino. Voy a encontrar un trabajo, rehacer mi vida, y en algún momento construiré un hogar donde pueda ser yo sin esconderme. Porque aunque cargue con sombras, no voy a permitir que me devoren.
Ella asintió satisfecha.
—Esa es la actitud, mi niña. Recuerda, no estás sola.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí una chispa de esperanza arder en mi pecho. Esa conversación había abierto una puerta que creí cerrada para siempre. Salí de la plaza con un paso más firme, dispuesta a enfrentar cualquier sombra que la vida me arrojara.