Eran las primeras luces del alba cuando mi teléfono vibró con la alarma indicando que el día comenzaba. Cerré por un momento los ojos y me permití pensar en mi familia.
Había pasado ya casi un año desde que llegué a Ciudad Bolívar, este rincón de Venezuela que se había convertido en mi nuevo hogar. Y aunque la distancia pesa, debo admitir que no puedo quejarme.
Las personas que he conocido aquí han sido amables, sinceras en su trato. El hotel donde trabajo se ha convertido en ese refugio seguro, ese lugar donde me han tratado con respeto, consideración y hasta cariño.
Me siento parte de algo, aunque a veces la soledad me visite como una sombra insistente.
Pero la imagen que más me atormenta, la que siempre invade mis pensamientos al despertar, es la de mi madre. Su figura, tan distante y frágil, sola allá donde yo no puedo protegerla.
Mi hermano controlando cada llamada, cada paso, impidiendo que hable con ella. Si la contacto, temo que sus amigos —sus cómplices del infierno— vengan a buscarme para silenciarme de una vez por todas. Por eso, he decidido no llamar, no arriesgar su seguridad ni la mía.
Recito en silencio una plegaria: «Dios todopoderoso, cuida de mi madre, dale vida larga, no te la lleves sin que pueda verla una vez más, porque la extraño más de lo que las palabras pueden decir». Mantengo la esperanza viva, alimentada por la fe, confiando en que ese reencuentro sucederá, algún día, a pesar de todo.
Mi vida laboral, aunque corta en comparación con otros, ha estado llena de experiencias intensas. No todo ha sido fácil, pero mucho de lo vivido ha sido también divertido. He aprendido, crecido y trabajado con dedicación, al punto que podría decir que he cumplido un año completo en este ámbito, con una paga que me ha permitido sobrevivir y soñar.
Vivo todavía en el hotel, rodeada de esas paredes que conocen mis luchas y mis miedos, pero también mis pequeños triunfos.
No he tenido tiempo ni ganas de buscar otro lugar, el trabajo me consume y me obliga. Sin embargo, mantengo contacto con la vecina, la señora Anna, una mujer que cuida de mi madre y que se ha convertido en la extensión de mi consuelo en mi ausencia.
— ¿Cómo está mi mamá? —le pregunto por teléfono a Anna en uno de esos pocos lugares donde encuentro silencio para llamar.
— Julia, mi reina, tu madre a veces está bien, a veces no —me dice con voz dulce pero preocupada—. Cuando está mal, sé que te piensa y reza constantemente por ti.
Le envío parte de mi sueldo y le pido que me avise inmediatamente si ocurre algo. Le he dicho que si tu hermano pregunta por mí, le niegue cualquier información. Él es cruel, Julia, y eso duele más que mil heridas.
Recuerdo en la secundaria las palabras injustas que me lanzaban. Mi madre y hermano me decían que yo estaba mal, que era algo perverso.
Era una batalla diaria entre lo que yo sentía y lo que el mundo quería imponer me. Los insultos, el maltrato verbal y físico me persiguieron hasta convertir mi adolescencia en un infierno donde finalmente, perdiendo casi todo, mataron a la persona que amaba y a mis hijos.
Nunca olvidaré esas palabras atroces de mi hermano: «Prefiero que seas una prostituta barata antes que una lesbiana». Fue la daga más profunda, clavada en mi alma desnuda.
Pero ya basta. Hoy estoy en otra parte de mi país, ocultándome, renaciendo. Ellos no saben dónde estoy ni qué hago. No pierdo las esperanzas de ver a mi madre y mi hermano algún día, abrazarlos y decirles que los amo tal y como soy. Sueño que algún día mi hermano aceptará mi homosexualidad y que volveremos a ser una familia verdadera.
***
La alarma me despertó.
Me levanté y empecé a alistarme para ir a trabajar. En la recepción me esperaba Alejandra, mi amiga y asistente.
— Buenos días, Julia —me saludó con una taza de café con leche, justo como me gusta.
— Buenos días, Alejandra. ¿Cómo estás hoy?
— Muy bien, aquí tienes eso para empezar con energía.
La observé agradecida.
— Gracias, Alejandra. ¿Sabes si llegó ya la señora Claudia María? Necesito hablar con ella urgentemente.
— Sí, Julia, está en su oficina. Antes de que llegaras, me preguntó por ti y me dijo que vinieras. Quiere conversar.
— Perfecto, voy para allá ahora.
Con pasos decididos, toqué la puerta.
— Toc, toc —dije tímidamente.
— Buenos días, hija, pasa, siéntate —respondió Claudia María con esa voz firme pero dulce—. Quiero hablar contigo un momento.
— Claro, dígame.
— He notado, Julia, que durante este año trabajando para mí no has tomado ni un solo día de vacaciones. Eres excelente en tu trabajo, nadie ha tenido quejas, pero me preocupa que no descanses. El cuerpo y la mente necesitan pausa.
— Lo sé, señora, pero para ser sincera, el trabajo me consume.
Ella me miró con comprensión.
— Quiero que tomes dos semanas de vacaciones. Ya veré cómo organizo para que el hotel siga funcionando sin problemas mientras descanses.
Una alegría contenida creció dentro de mí.
— Gracias, señora Claudia María. Lo tomaré en cuenta, prometo hacerlo pronto.
— Perfecto. Además, ya he dado instrucciones a recursos humanos para que te calculen tu bonificación y puedas disfrutar esos días tranquila.
Aproveché la oportunidad para hablarle de un problema urgente.
— Señora, hay una falla en la sala de cómputo. Un dispositivo está dañado, lo cual impide la comunicación con la oficina de recursos humanos. Ellos no pueden procesar las nóminas, y sin eso no podremos cobrar nuestras quincenas.
Ella frunció el ceño, seria.
— ¿Y ya avisaste a alguien?
— Sólo a mí. Pensé que recursos humanos ya sabía, pero no. Además, los cortes de electricidad por mantenimiento recientes han complicado la situación.
— Tienes razón, hija. Ahora mismo me comunico con el ministerio de energía para exigir que esto no siga sucediendo.
Luego, cambió de tema buscando alivianar la tensión.
— ¿Y qué sabes de tu madre y tu hermano? —preguntó con esa mezcla de interés y preocupación que pocas personas han mostrado hacia mí.
Hice un esfuerzo para hablar sin quebrarme.
— La vecina la cuida, me llama para contarme. A veces mi hermano llega borracho y la golpea. Mi impotencia es enorme porque no puedo protegerla, y él la culpa a ella de que yo sea como soy.
— Te entiendo, hija. Eso debe doler mucho.
Claudia María me observó con cuidado.
— Y dime... desde que llegaste, no te he visto con pareja alguna.
— No, señora. Me prometí no enamorarme, al menos no por ahora. Aún estoy superando la muerte de mi pareja y mis hijos.
— Eso explica mucho —ella asintió—. Por eso te hago esa invitación a vacacionar. Descansar no te hará daño. Quién sabe, quizás conozcas a alguien que te cambie la vida. No eres como yo, que ya paso de los 65 años y estoy sola. Tú tienes toda una vida por delante y un camino para recorrer.
Sentí un calor reconfortante.
— Sus consejos son sabios, señora. Los tomaré muy en cuenta.
— Ahora, ya es hora de almorzar. Piensa todo esto y luego date un tiempo para distraerte.
— Lo haré. No se olvide mandar a alguien a comprar el dispositivo que mencioné.
— Ya se encargará Gerardo. Estaré pendiente. Que tengas un buen día, Julia.
— Gracias, señora Claudia María. Usted también.
***
Almorcé sola en el comedor, dejando que mis pensamientos volaran. Las palabras de Claudia María resonaban en mi mente, una mezcla de preocupación y cuidado que me hacían sentir humana nuevamente.
Por la tarde, decidí aprovechar ese tiempo para caminar un poco y distraerme. La ciudad no es perfecta, pero tiene algo que me gusta: la gente, el bullicio y esa sensación de movimiento constante.
Mientras caminaba, recordaba el pasado y no pude evitar sentir tristeza, pero también determinación. Aquella Julia rota empezaba a sanar, poco a poco.
Regresé al hotel al anochecer. Me di una ducha caliente que lavó algo más que el cansancio. Cené tranquilo, con la esperanza de que mañana encontraría nuevas fuerzas para continuar.
Al acostarme, sentí paz, una sensación rara que me hacía entender que este nuevo capítulo de mi vida, aunque difícil, estaba lleno de posibilidades.