El sol, tan terco como un recuerdo no querido, se escondía detrás de las copas de los árboles mientras el coche serpenteaba por la carretera. La pesca había sido un desastre glorioso: no atraparon nada que se pudiera freír, pero ganaron algo más —un hilo invisible que empezaba a anudar sus silencios. Danny, en el asiento trasero, dormía con la cabeza ladeada, la boca abierta, los dedos aún manchados de tierra. Un pez de madera tallado por Azazel colgaba de su cuello. Azazel no le había dicho para qué servía. Sólo lo miró con sus ojos de noche antigua y dijo: "Es para que no te olviden cuando te vayas". Silvia conducía. Los faros apenas alcanzaban a vencer la niebla que, como una criatura sin forma, lamía la carretera con una lentitud casi íntima. La radio murmuraba jazz bajo, como si tem

