|Ksenia Hartmann|
Este hombre no está nada mal. Admito que esperaba algo peor, un futuro esposo con cara de tragedia y porte de funeral. Pero no, resulta que la genética le dio algo de dignidad. Lástima que su actitud lo arruine todo. No necesitamos hablar para que me quede claro que me odia. Su hostilidad se le escurre por los poros como veneno mal contenido, y por cómo me mira, juraría que está calculando la trayectoria perfecta para volarme la cabeza.
Caminamos por un sendero de piedras, el jardín iluminado con una falsa delicadeza, como si eso pudiera maquillar lo absurdo de la situación. Qué desperdicio de escenario.
—Habla —gruñe él, como si la sola idea de escucharme le provocara urticaria.
—¿Sabes? Tengo un pésimo presentimiento sobre toda esta farsa —respondo, deteniéndome a propósito. Me encanta incomodarlo. Él frena también, frunciendo el ceño como si hubiera mordido algo amargo. Claramente no esperaba que lo dijera en voz alta. Punto para mí.— No te caigo bien, y admito que no me desagrada esa sinceridad en tu desprecio.
—¿Y? —escupe, seco y agrio.
—Y por eso estamos aquí —me cruzo de brazos con parsimonia, disfrutando del pequeño teatro—. Para poner las cartas sobre la mesa antes de que nos ahoguemos en el desastre.
—No voy a aceptar ninguna estupidez —advierte, con esa autoridad barata que seguro le funciona con los demás.
—Esto es entre tú y yo. Un pacto. Te conviene, aunque tu cara de bulldog rabioso diga lo contrario —su mirada sigue siendo puro veneno, pero no me inmuta—. Vamos a fingir que nos soportamos, ¿te parece? Seremos familia, aunque te dé urticaria y yo sienta náuseas con solo pensarlo.
—Sé más clara —su tono corta el aire como una navaja sin filo.
—Seremos esposos solo en papel —dejo que mis palabras se hundan en su cerebro—. Una ceremonia de teatro, unos votos vacíos, y eso será todo. No voy a fingir ser la esposa perfecta, ni espero que tú lo finjas tampoco. No te quiero en mi cama, y sospecho que tú tampoco estás muriendo por tenerme en la tuya. Lo único que propongo es simple: evitemos que esto se convierta en una carnicería. No es una carrera para ver quién encuentra la tumba primero. ¿Qué dices? Fácil.
Oleg me mira como si acabara de patear a su perro favorito. Si las miradas mataran, me estarían enterrando en una fosa sin nombre. Pero me importa lo mismo que la política de un país que no sé ubicar en el mapa.
Tensa la mandíbula, probablemente conteniendo las ganas de escupirme la cara y prenderle fuego a este arreglo de pacotilla. Pero no puede, y los dos lo sabemos. Él nos necesita tanto como nosotros a ellos. Un bonito intercambio de intereses, donde nadie sale ileso, pero al menos todos cobramos.
—Me alegra ver que compartimos al menos una neurona funcional —responde al fin, con palabras que se sienten como alfileres clavándose debajo de las uñas—. No pretendía ser un esposo ejemplar ni por error —da un paso hacia mí, pero yo mantengo la barbilla en alto, inamovible, sosteniéndole la mirada sin pestañear—. Odio a los tuyos. No hago excepciones. Prepárate para el infierno que será este matrimonio.
—Oh, por favor. Relájate —le suelto, dándole una sonrisa torcida, de esas que prometen más problemas que soluciones—. Somos gente de negocios, ¿recuerdas? Civilizados, al menos de cara al público. No te preocupes por mí, Ferraro. No soy una criatura sentimental que tiembla ante las amenazas. Deberías preocuparte por ti. No tengo paciencia, y cuando me lo propongo, puedo ser una auténtica desgraciada. Vigila tus espaldas.
Le doy una palmada en el brazo, deliberadamente, disfrutando cómo se aparta de mí como si lo hubiera tocado con un hierro candente.
Traumas sin resolver, qué clásico.
Con todo aclarado sobre nuestra encantadora "relación", regresamos con los demás. Ni una despedida se cruzó cuando tuvo que marcharse con su padre. La escena tenía el mismo valor que despedir al personal de limpieza: invisible, prescindible.
—¿Y bien? —Frieda está plantada al pie de mi cama, brazos en jarra, con esa expresión de madre molesta que no le queda para nada—. ¿Qué pasó entre tú y ese tipo?
Suelto un suspiro, sin despegar la vista del teléfono. Este asunto ya me tiene harta, y ni siquiera hemos empezado con la ridícula organización de la boda.
—Es manejable —respondo, con toda la desgana del mundo—. Me odia hasta los huesos, evidente, pero ¿y qué? La niñez se le pasa después.
—Vamos, Nia —se deja caer a mi lado, y desde aquí puedo oler lo cargada que viene de preocupación. Inútil, claro está—. Esto no está bien. ¿De verdad te vas a casar? Apenas te lo dijeron y ya te ves metida en esto. ¿No te afecta ni un poco?
—Lo único que me afecta es una bala entre ceja y ceja, hermanita. Relájate. Es solo una boda estúpida y punto —bufo con hastío—. ¿Por qué le das tantas vueltas? No es tu pellejo el que está en juego. Agradece que papá no te mandó al matadero.
—Porque tiene una percepción muy débil de mí.
—Eso lo provocas tú solita —le espeto, sin levantar la vista—. ¿Te viste durante la cena? No abriste la boca ni por error. Por un momento pensé que los Ferraro iban a preguntar si eras muda. Qué espectáculo tan lamentable.
No la miro, pero percibo su reflejo cuando baja la vista. Esa reacción me la sé de memoria. Dejo el teléfono a un lado, justo después de haberle mandado un mensaje al flamante recién casado, a ver si por una vez en su miserable vida se digna a responder.
—Frieda —le levanto el mentón con mi dedo anular, suavizando la mirada, un lujo que solo reservo para ella y para papá—. Solo eres tú, ¿entiendes? No está mal. Eres débil, como mamá. Y yo, pues…
—Eres cruel, como papá —masculla.
—Prefiero agarrar al toro por los cuernos que por la cola —respondo, dejándola libre—. ¿Qué tiene de malo ser una desgraciada en un mundo igual de podrido? Vamos, hermana. Por eso mismo estás donde estás. Los débiles y los ingenuos como tú no tienen sentido de supervivencia. Espero que seas "inocente" como mamá, pero no una completa idiota, ¿me escuchas? No me veas como una moneda de cambio. Si alguien disfruta este juego, soy yo. Así que relájate de una vez.
Le doy un apretón en el hombro antes de dejarme caer de nuevo sobre la cama, casi chillando de emoción al ver la respuesta del hombre que me trae arrastrándome por el piso. ¿No debería estar revolcándose con su esposa en este preciso instante? Esos idiotas seguro ya deberían estar disfrutando de su luna de miel.
Siento cuando Frieda se marcha, preocupada como siempre, atenta a cada sombra de nuestra existencia oscura, pero la ignoro por completo. Mi única atención está en el mensaje.
A mi "te extraño", recibo un frío "te marco después, Ágata está cerca".
Por poco pierdo la compostura y lanzo el móvil contra el suelo, pero me contengo. No es culpa del aparato, sino mía por seguir obsesionándome con ese maldito. Debería mandarlo al infierno de una vez, pero no puedo. Mi orgullo me lo impide. Félix tiene que ser mío.
Pensaba decírselo cara a cara para ver cómo se atragantaba con sus propias excusas, pero no voy a darle el lujo de disfrutar su luna de miel en paz con esa perra. Así que tecleo con rapidez y le envío un último mensaje:
«Me voy a casar.»
Después, por simple antipatía, apago el teléfono. Conozco a Félix como la palma de mi mano. No por nada fuimos "amigos" durante años; sé leer cada uno de sus gestos, sus manías, sus silencios. Y ahora mismo, sé que debe estar perdiendo la cabeza con solo esas cuatro palabras.