LA VISITA IMPREVISTA
Kamila se encontraba sentada frente a su gran escritorio, que una vez fue el de su padre, rodeada de muchos de esos volúmenes, periódicos y un montón de papeles. Un descolorido globo terráqueo reposaba en una esquina en precario equilibrio, y una lámpara en la otra.
Levantó los dedos del teclado de la máquina de escribir. El invento en sí tenía más de una década. Sin embargo, su máquina —la única compra extravagante que había efectuado ese año—, todavía estaba como nueva. Cualquier cosa que la apartara de su uso, le resultaba una gran molestia.
Se puso en pie y se pasó un mechón de pelo detrás de la oreja con aire distraído, pero después cambió de idea y se recogió la melena en un moño sobre la nuca. No era perfecto, pero era mejor que ir a abrir la puerta con el cabello suelto hasta la cintura.
El carro se había detenido frente a su entrada, así que no tenía otra opción que salir a saludar a sus pasajeros. Señor, ella esperaba que nadie quisiera café. De hecho, esperaba que nadie quisiera nada, ya que la cocina se encontraba tan escasa de comida como ella de hospitalidad y tiempo para interrupciones.
Kamila caminó a través de la gastada alfombra amarilla y azul y pasó sobre el pequeño agujero del suelo del vestíbulo. Tomó nota del desorden formado por sus zapatos, abrigo, paraguas y varias chucherías, y se encogió de hombros con una ligera incomodidad.
Cuando un golpe seco resonó con demasiada fuerza desde el otro lado de la puerta, Kamila se congeló. Luego respiró hondo.
—Ya voy. —Esperaba no parecer tan irritada como se sentía. ¡Nadie respetaba hoy en día el valor de la paciencia!
Abrió la puerta de un tirón y casi la cerró al instante por la sorpresa.
—¡Oh, Dios! —exclamó dando un paso atrás.
Ante ella había un hombre alto, de pelo oscuro y con los ojos azules más llamativos que había visto jamás. Llevaba un elegante traje oscuro de raya diplomática. ¡Aquí, en medio de la nada!
Sin embargo, lo que causó a Kamila un extremo desconcierto no fue solo la impoluta apariencia del recién llegado, sino sus acompañantes: Una niña con dos perfectas trenzas rubias, sujeta a la mano del hombre, y que la miraba con fijeza, y un niño pequeño, cuyo cabello tenía un notable parecido al de Kamila, brillante con todos los colores del otoño, y que se aferraba con fuerza al hombre por debajo de su rodilla, arrugándole el costoso traje.
—Tengo entendido que esta es la casa de los Bennett
Su voz, profunda y agradable, le devolvió a Kamila su atención. Ella miró hacia arriba aturdida, y parpadeó a causa de la luz del sol de primavera. Tal vez la aparición de aquel hombre guapo y los niños podría desaparecer en el acto si ella así lo deseara.
—Soy Kamila Bennet —dijo, a la vez que le extendía su mano derecha.
Él la miró con gesto desconcertado.
—¿El escritor?
Kamila se contagió de su expresión, y un temblor ascendió por su columna vertebral.
—¿Cómo diablos...? —comenzó a decir. Nadie fuera de Spring City sabía que ella era Charles Bennet, el aclamado escritor, y dudaba que incluso allí mismo lo supiesen todos o que les importase.
—Disculpe —añadió el hombre—. Sabía que era una mujer, pero pensé que sería mayor. Es decir, estoy encantado de conocerla. —Una sonrisa genuina cruzó sus rasgos por primera vez cuando le estrechó la mano con firmeza.
Kamila sintió un choque de calor y fuerza, y se dio cuenta de que hacía mucho que no tocaba la piel de otra persona.
—Es un honor y un placer —continuó él—. He leído su trabajo.
Su voz era tan cálida como su mano, y ella se sonrojó.
Kamila estaba acostumbrada a los elogios al haber sido aclamada por los editores con los que había estado en contacto en los últimos años como una voz de su tiempo. Tuvo éxito a su manera, sin celebraciones y en el silencio impuesto por su seudónimo.
Sin embargo, el saber que este desconocido se había sentado con su trabajo en sus manos, la hizo sentirse extrañamente expuesta.
—Gracias —dijo ella y se detuvo. Los dos se quedaron a la espera de que el otro hablase. Los chicos también, pero con un menor autocontrol. El niño volvió a tirar del pantalón al que se agarraba.
—¿Vamos a entrar? —le preguntó este al hombre, quien le respondió con una sonrisa que despertó el sentimiento de Kamila.
—Oh, discúlpeme —murmuró ella, pensando aún en la genuina sonrisa del hombre—. ¿Dónde están mis modales?
La niña se quedó mirando como si se preguntara lo mismo, y Kamila se hizo a un lado con rapidez para que entraran en su casa. De pronto sintió una oleada de realidad, como si hubiera salido repentinamente de su propia vida. Hacía un momento, no habría podido imaginar a un hombre y dos niños parados en su entrada.
—Siento irrumpir en su casa, señorita Bennett —dijo él, mientras captaba el desorden y el mal estado de la estancia con una ojeada—, pero después de llegar a Spring City, descubrí, por supuesto, que aún no había ningún sistema telefónico.
«Deben ser del este», pensó ella.
—Creo que pasará un tiempo antes de que podamos disfrutar en Colorado de los beneficios del invento del señor Bell —argumentó Kamila, esperando de nuevo a que él se explicara.
—Confío en no haberle causado ningún inconveniente —dijo el hombre—. A pesar de algunos percances durante el viaje, intentamos acudir lo más cerca posible de la hora señalada. —La declaración provocó la risa de los dos niños, por lo que Kamila supuso que habían sido el motivo de alguno de esos percances.
—¿La hora señalada, señor? —le preguntó con el ceño fruncido.
—Los trenes se retrasaron en la línea Topeka-Santa Fe. Un coche cama Pullman había volcado.
Kamila asintió con la cabeza, sin encontrar nada más que decir, ya que toda la conversación hasta el momento no tenía sentido para ella y, por lo general, se enorgullecía de su rápida comprensión.
Después de una larga pausa, el hombre adoptó una expresión preocupada.
—Señorita Bennett, los niños están cansados. Nos detuvimos brevemente en Spring City para obtener indicaciones, y estoy seguro de que se beneficiarían de una corta siesta mientras hablamos de su situación. Entonces, quizá deberían cenar.
—¿Cenar? —repitió Kamila. La situación no estaba mejorando. ¿Por qué esta familia vendría a su casa y exigiría un lugar para dormir y comer?
Se presionó las sienes con sus manos. Después de trabajar durante días para cumplir con el plazo de entrega de su editor, se encontraba agotada. Kamila estaba segura de que esa era la razón por la que nada de esto le quedaba claro.
—Señorita Bennett, ¿va todo bien? —El alto y guapo desconocido parecía un poco agitado. Sus cejas oscuras formaban un extraño patrón de líneas rectas al juntarse sobre el puente de su nariz.
—Todo va de perlas —afirmó Kamila—. Excepto que debo confesar que no tengo la menor idea de quién es usted.
—¿Cómo es posible? —preguntó el extraño—. Yo mismo envié la carta.
—¿La carta? —Al menos, esta no parecía ser una visita al azar de unos lunáticos en busca de comida. Quizá pronto llegaría al fondo de todo y podría volver a su trabajo.
—Sí —dijo el hombre—. ¿Me está diciendo que no ha recibido el aviso de las oficinas de Winter y Asociados, enviado hace un mes y medio?
—¿Winter? —El nombre le sonaba familiar, pero no recordaba de qué.
—He estado muy ocupada, señor…
—Winter. Byron Winter. —El visitante dijo su nombre lentamente, como si le hablara a un niño, pero su voz registraba un tono de clara molestia.