Entré en su habitación sin llamar, como siempre. ¿Desde cuándo necesito permiso en esta casa? Ana estaba sentada en la cama, con ese pijama infantil que todavía se pone, como si tuviera cinco años. El móvil en sus manos, los dedos volando, la mirada tonta.
Qué patética.
La freak de la familia. La rara. La incomprendida.
Desde que tengo memoria, la he odiado.
Nunca quise una hermana. Menos aún una como ella. Silenciosa, torpe, encerrada en su mundo de libros y ecuaciones, como si eso le diera algún valor. Para mí, siempre fue una molestia, una sombra detrás de mi brillo. Y aunque no lo diga en voz alta, lo sé: mamá también la odia. Nunca la quiso cerca. Nunca la abrazó como me abrazaba a mí. A veces me pregunto por qué. ¿Qué hizo Ana para merecer tanto desprecio?
O tal vez… ¿qué hice yo para ganarme su amor?
Sacudí la cabeza. No vine a pensar.
—¿Con quién te escribes tanto, Ana? —dije con desdén, caminando hacia ella como un depredador aburrido.
Ella levantó la mirada, nerviosa. Guardó el móvil con torpeza, como si tuviera cinco años y la hubieran pillado robando galletas.
—Nada que te importe.
—Ah, pero claro que me importa. Todo lo que haces me importa, freak —le arrebaté el teléfono de las manos sin esfuerzo. Siempre ha sido débil. Eso no ha cambiado.
Ella se levantó, furiosa. Me miró con esos ojos apagados que sólo se encienden cuando me odia. Esa mirada me divierte.
Deslicé la pantalla. Y ahí estaba.
Max.
Maximiliano Beltrán.
Qué interesante.
—Vaya, vaya… —murmuré, burlona—. Así que chateas con Max. Qué atrevida. ¿Crees que un tipo como él te ve? ¿Te habla porque le importas? ¿O porque le das pena?
Ana no dijo nada. Estaba temblando.
—Max se ve fogoso, ¿no crees? Alto, varonil, descarado… nada que ver contigo. No entiendo qué ve en una ratita de laboratorio como tú. Quizá quiera reírse un rato. Total, todos lo hacen.
Vi cómo se le llenaban los ojos de lágrimas, pero eso no me detuvo. Al contrario, me dio más fuerza.
—¿De verdad crees que él podría enamorarse de ti? Vamos, Ana. Mírate. Eres invisible. Eres la que mandamos al internado porque no podíamos soportarte cerca. Siempre metida entre libros. Ni maquillaje sabes usar. ¿Qué vas a hacer cuando él te toque, eh? ¿Vas a hablarle de moléculas?
Ella me lanzó una mirada asesina, los puños cerrados.
—Déjame en paz, Sofía.
—No, hermanita. Aún no he terminado. —Me acerqué a su oído, casi susurrando—. Max merece una mujer de verdad. Una que sepa lo que hace en la cama. Y tú no tienes ni idea de lo que es eso, ¿verdad?
La bofetada me tomó por sorpresa.
Pero no me dolió.
Reí.
Reí como sólo yo sé hacerlo.
—Vaya… parece que te estás despertando al fin. Quizá haya más fuego en ti del que creía.
Le lancé el móvil a la cama y me giré para salir.
—Pero recuerda esto, Ana: en esta historia, tú siempre serás la nota al pie de mi nombre.
Y salí, dejando su mundo temblando tras de mí.
Cuando salí de la habitación, la puerta aún temblaba detrás de mí. No hizo falta quedarme para saber que Ana estaba llorando. Ese sollozo ahogado, contenido, tan típico de ella, me siguió como una melodía familiar.
Siempre ha llorado por todo. Por nada.
En el pasillo me encontré con mamá. Impecable, como siempre. Vestido de seda color vino, labios perfectamente delineados, sin una emoción fuera de lugar. Isabel Vargas no era de abrazos ni de consuelos. Era una mujer que convertía el frío en arte.
—¿Otra vez Ana? —preguntó con ese tono elegante, casi aburrido.
Me encogí de hombros, divertida.
—La encontré escribiéndose con Max. Le dije la verdad. Lloró como siempre.
Mamá rió, seca.
—Siempre ha sido débil. No como tú.
Asentí, orgullosa. Porque era cierto. Yo fui la elegida. Siempre lo supe.
—Mañana tienes prueba del vestido, no lo olvides. Ya falta menos para la boda. Los fotógrafos de la revista estarán en la cena de compromiso.
—Claro —dije sin dudar, aunque dentro de mí algo se retorció.
Marco. Dios mío.
—Es tan poca cosa… —murmuré, entre dientes—. Y ni hablemos de la cama. Es un horror, mamá.
Ella me miró con una ceja alzada… y luego soltó una carcajada discreta, contenida, como si el comentario fuera parte de un chisme de alta sociedad.
—La cama no importa, querida. El dinero sí. Y él lo tiene.
Sonreí. Qué sabia es mamá.
A veces me pregunto si algún día llegaré a ser tan implacable como ella.
Quizá ya lo soy.
Estábamos bajando las escaleras cuando apareció él. Edward Vargas. Mi padre. Siempre tan elegante, tan correcto, tan fuera de lugar en una casa como esta. Con su maletín de cuero, su reloj suizo y esa mirada cálida que Ana adora y yo desprecio.
—¿Qué pasa con Ana? La escuché llorando —preguntó, frunciendo el ceño. Esa típica preocupación suya, tan absurda, tan… inútil.
Solté una risita sarcástica.
—Seguro se dio cuenta de que nació para ser un cero a la izquierda. Pero tranqui, papá, aún respira.
—¡Sofía! —me regañó con ese tono que usa cuando quiere parecer autoritario pero no le sale—. ¿Qué te pasa? ¡Es tu hermana!
Rodé los ojos. Qué predecible.
—No es mi culpa que le afecte todo. Que se ponga a llorar porque le digo la verdad es su problema, no el mío.
Fue entonces cuando mamá intervino.
Con su tono frío como una cuchilla, se giró hacia él, los brazos cruzados, la mandíbula tensa.
—Déjala en paz, Edward. Ana es débil… como tú.
El silencio se hizo tan espeso que casi podía cortarse.
Mi padre bajó la mirada. No dijo nada. No podía.
Porque mamá siempre tiene la última palabra.
Me giré hacia ella y sonreí. Me encantaba verla así: tan firme, tan segura. Tan despiadada.
Yo quería ser como ella. No… yo ya era como ella.
Y mientras papá se alejaba en silencio hacia su estudio, sentí que, una vez más, el mundo estaba exactamente como debía estar: bajo mis pies.