POV ELIZABETH
Las botas de seguridad no combinaban en absoluto con mi falda de tubo negra y mi blusa de seda morada. Lo sabía, pero si algo había aprendido en la vida, es que la imagen importaba tanto como el poder. Y yo proyectaba ambos con precisión quirúrgica. Caminaba por la obra con paso firme, ignorando las miradas de los obreros. Estaban acostumbrados a verme por aquí, siempre controlando cada detalle. Sabían quién era.
La jefa suprema del proyecto. La que tomaba las decisiones finales. La que no dejaba cabos sueltos.
Pero esa noche no estaba allí para una inspección rutinaria. No, esa noche era diferente.
Un correo urgente había llegado a última hora: cambios inesperados en los planos. Algo que, de no resolverse inmediatamente, podría afectar el cronograma completo. No podía permitirlo. No en mi proyecto más ambicioso hasta la fecha. Así que ahí estaba, ajustándome el casco, preparada para lidiar con el problema.
Lo que no esperaba era encontrarme con Adam Carter. Otra vez.
Lo vi inclinado sobre una mesa improvisada de madera, repasando unos planos con ese descuido encantador que le era tan característico. Camisa azul remangada hasta los codos, chaleco de seguridad a medio abrochar, el cabello ligeramente revuelto… parecía haber estado horas allí, pero la fatiga no le restaba ni una pizca de atractivo.
Me obligué a mantener la calma. No iba a ceder a la atracción descarada que siempre flotaba entre nosotros. No esta vez.
—Carter —lo llamé con voz firme, cruzándome de brazos.
Él levantó la vista y, por un segundo, su mirada recorrió mi figura. No con simple curiosidad, sino con algo más peligroso. Como si ya me estuviera desnudando en su mente.
—Blackwell —saludó, sonriendo de lado—. ¿Vienes a inspeccionar o a provocarme?
Mantuve mi expresión neutral, aunque mi piel ardía bajo su mirada.
—Vine a asegurarme de que la inversión multimillonaria que estoy haciendo no está en manos de un hombre que pasa más tiempo coqueteando que trabajando.
Adam soltó una risa baja y deliciosa.
—Me ofendes, jefa. Soy un hombre que puede hacer ambas cosas a la perfección.
Ignoré el calor que se encendía en mi vientre y desvié la mirada hacia los planos. Me acerqué, apoyando una mano sobre la mesa mientras señalaba con la otra.
—Explícame estos cambios. No estaban en la propuesta original.
Él se inclinó más cerca de lo necesario, su cuerpo prácticamente rozando el mío. Sentí su perfume, una mezcla de madera y algo especiado, y mi cerebro decidió traicionarme al registrar lo bien que olía.
—Quiero que el vestíbulo tenga una iluminación estratégica —explicó con voz grave—. Algo que proyecte poder y exclusividad desde el momento en que alguien ponga un pie en la entrada. Es tu imperio, Elizabeth. Cada maldito detalle debe gritar quién eres.
Lo miré, sorprendida. No solo por lo que decía, sino por cómo lo decía. Como si realmente entendiera lo que yo había construido con tanto esfuerzo.
Ese segundo de debilidad fue un error. Un pequeño descuido. Suficiente para que mi pie se enredara en un maldito cable en el suelo.
Todo ocurrió demasiado rápido. Sentí cómo perdía el equilibrio, pero antes de que pudiera tocar el suelo, Adam me sostuvo con fuerza.
—Tranquila, tigresa —murmuró junto a mi oído—. No dejaré que caigas.
Mi corazón golpeaba con fuerza contra mis costillas. Estaba aferrada a él, su cuerpo firme contra el mío, sus manos sujetándome por la cintura con una facilidad insultante. Me mantuvo así unos segundos más de lo necesario, disfrutando del momento, el muy bastardo.
—Suéltame —logré decir con voz tensa.
—Cuando quieras, jefa —respondió con esa sonrisa perezosa que me volvía loca. Pero antes de soltarme, sus manos se deslizaron sutilmente por mi cintura.
Me enderecé de inmediato, alisé mi falda y fingí que mi corazón no estaba a punto de salirse de mi pecho.
—Dedícate a tu trabajo, Carter. No necesito que juegues al caballero andante.
Él me miró con esa intensidad peligrosa que siempre me desarmaba.
—Oh, Elizabeth, algún día admitirás que te gusta cuando te toco.
Apreté los dientes, negándome a darle la satisfacción de una respuesta. Me giré y caminé hacia la salida con toda la elegancia que pude reunir, decidida a recuperar el control de la situación.
Pero el universo tenía otros planes.
Tomé el pasillo equivocado y terminé en un depósito de herramientas. Me di cuenta demasiado tarde, justo cuando escuché la puerta cerrarse detrás de mí. Me giré y allí estaba él, apoyado contra la puerta, con esa maldita sonrisa arrogante.
—¿Huyendo de mí? —preguntó con burla.
—Por supuesto que no —repuse, tratando de mantener la compostura.
Él se acercó lentamente, y con cada paso que daba, el aire parecía volverse más espeso.
—Qué curioso. Porque parece que sí.
Antes de que pudiera reaccionar, su cuerpo estaba tan cerca del mío que podía sentir su calor. Su mano se deslizó con firmeza por mi muslo, subiendo hasta sujetarme por la parte posterior de la pierna. Mi respiración se detuvo cuando me levantó con facilidad, haciendo que mis piernas se envolvieran alrededor de su cintura.
—¿Todavía dices que esto no va a pasar, jefa? —susurró contra mi oído.
Mi cuerpo respondió antes de que pudiera detenerlo. Mis dedos se enredaron en su cabello, atrayéndolo hacia mí, y nuestras bocas se encontraron en un beso voraz, peligroso, devastador. El mundo dejó de existir en ese instante. Todo se redujo al roce de su piel, a sus manos firmes recorriéndome sin permiso, a esa conexión eléctrica que siempre parecía a punto de estallar.
Unas voces en el pasillo nos devolvieron a la realidad. Me separé de él con un esfuerzo monumental, volviendo a ponerme de pie mientras intentaba recuperar la compostura.
—Esto no puede pasar, Carter —dije, alisándome la ropa con manos temblorosas.
Él me miró, aún respirando con dificultad, y sonrió con esa maldita arrogancia que tanto odiaba.
—Claro, jefa. Lo que tú digas.
Salí del depósito sin mirar atrás. Mi respiración aún era errática, y el calor de sus manos seguía impreso en mi piel como una marca invisible.
Había respondido a ese beso con demasiada facilidad, como si mi cuerpo lo hubiera estado esperando desde el primer día. Como si cada fibra de mi ser estuviera diseñada para encajar con la suya. No debería haber pasado… pero pasó. Y lo peor de todo es que me gustó.
Me gustó la manera descarada en la que me miraba, el modo en que sus manos me atrapaban con firmeza, sin dejarme escapar. Me hacía sentir viva, deseada de una forma que nadie más había logrado antes. Con él no había control, solo un vértigo embriagador del que no quería—o no podía—huir.
Adam Carter era una tentación. Y, por primera vez en mucho tiempo, no estaba segura de querer resistirme.