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Bajo el eclipse de mis sombras

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Blurb

Fernanda María es una adolescente que vive con sus abuelos paternos y su padre en lo más alto de una montaña, cerca de un poblado de pescadores y campesinos. Proceder de una de las familias más ricas del lugar le ha acarreado el odio gratuito de sus paisanos. A raíz de la muerte de su profesora particular acude a clases en la escuela pública local. Allí se enfrenta a varios misterios de su pasado, como la desaparición de su madre y la muerte supuestamente accidental de su pequeño hermano.

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Una defunción carente de emociones
En modo alguno me alegré de la defunción de la señorita Dupont. Por más que detestase el estremecimiento que me producía su mirada hueca incrustada en mis hombros, algo humano tendría a pesar de que yo no lo percibiese. Ya me han dicho que está mal difamar de los muertos. Por miedo a que mi alma se quedase varada en un infierno dantesco, callé durante la despedida del duelo. No dije «amén» para no hablar bien ni mal. ¿Y la flor del adiós póstumo? Esa me la guardé. A donde ella se marchó, no necesitaba aditamentos. Me he presentado como un trozo de hielo seco sin modales ni sentimientos. Prefiero dar una pésima impresión a poner cara de niña buena y llenar esta cuartilla de mentiras. Basta con los absurdos, la pésima redacción y la ortografía mediocre. La primera impresión del lector le dejará un sabor amargo en los labios. ¿Qué puedo hacer para remediarlo? Muy poco. En realidad, siempre me han aborrecido todos. La mayoría sin que yo abriese la boca y fallase por méritos o deméritos propios. En la búsqueda de la sinceridad conmigo misma, reconozco que, de haber retornado en una máquina del tiempo al cementerio, hubiese actuado de idéntica manera. Primer paletazo de tierra Desgraciadamente, los adultos posaron su mirada en mí. Luego de haber permanecido en compañía de la francesa durante al menos ocho horas diarias por un montón de años, ellos esperaban que abriese el grifo del agua en cada uno de mis ojos. Después de todo, mi madre mi había abandonado desde que apenas era una pequeña bebé. La señorita Dupont era mi referente femenino. Fijé la mirada en la negra puntera de mis zapatos. Aunque eran nuevos, lucían como de cien siglos. La difunta me los había obsequiado en Navidad. En aquel instante, me asombró la similitud del oscuro color del envoltorio y la grotesca sonrisa de alquiler estampada en su rostro. Lejos estaba ella de imaginar que un regalo comprado de tan mala gana le acompañaría en su último paseo. Paradójico, ¿no es cierto? «Fernanda, es este el calzado idóneo de una señorita», repiqueteó su voz chillona como el trino de un pájaro en su período de apareamiento en el interior de la cabeza. ¿Dije apareamiento? Las revistas que robé de la estantería de mi padre me trastocaron la cabeza. Ya que él se negaba a tener conmigo la famosa conversación caliente, yo averiguaba los pormenores del sexo por cuenta propia. Lo que vi allí no me desagradó del todo, pero aún estaba en pañales en ese tema. Segundo paletazo Era una agonía a cuentagotas, algún tipo de tortura maquiavélica importada desde un campo de concentración. Lo más triste de la espera era no dejar entrever mi cara de tedio. Tercer paletazo Sepa usted, señorita Dupont, que de buena gana le hubiese devuelto sus absurdos zapatos y que, de paso, arrancaría la pala de las manos del sepulturero. Ese hombre no cumplía con su contenido de trabajo. Si fuese la jefa del camposanto, le despediría de inmediato. Acorde al ritmo que imponía a sus brazadas, los cadáveres se pudrirían antes de ser cubiertos por la tierra. Si me hubiese restregado un poco de cebolla en tus ojos, estaría a tono con la hipocresía que imponía el escabroso momento. Lo más sabio sería esconder la cabeza y mantener un perfil bajo, pero no me daba la gana. Desde hacía mucho tiempo yo, Fernanda María Santos, he decidido vivir con la frente en alto. Cuarto paletazo ¿Cuántos más faltaban? Por Dios, esta agonía era insufrible. Mis pensamientos deseaban escapar en una nube, pero la única que veía en el cielo tenía una extraña semejanza con la señorita Dupont. Eso se llama karma, o destino, o mal rayo me parta por haber nacido. Quinto paletazo Una fina llovizna importunó el majestuoso entierro. El sepulturero tendría que apresurarse o todos pillaríamos una neumonía.Tan sensual que él se veía con esos músculos sudorosos y tan poco hacendoso que era. Por mucho que le pagasen mis familiares imbéciles, no había por qué dilatar los momentos molestos. ¡Otra vez me he pillado hablando de sexo! Debí quemar las revistas de mi padre en una hoguera, recortarlas con las tijeras o, simplemente, dar doble vuelta en la cerradura de la estantería y devolver la llave. Tras abrir la puerta al pecado y llamarle bienvenido, mi alma estaba en peligro de muerte. Octavo paletazo El truco de la lluvia funcionó. El Señor Músculos Sexys de nombre desconocido recordó por qué estaba tan bueno y puso sus aptitudes físicas en acción. Supliqué a Dios que enviase un aguacero de los grandes. Me serviría como anillo al dedo para matar varios pájaros de un tiro. En primer lugar, en la finca nadie quería a la señorita Dupont. Aunque no abriésemos la boca, todos deseábamos regresar a casa y expulsar a la fallecida de nuestros recuerdos; pero la hipocresía nos forzaba a representar un papel prediseñado. Por otro lado, ya no me era necesario fingir las lágrimas, la lluvia hacía un trabajo perfecto camuflando la inexpresividad de mi rostro. Decimosegundo paletazo Odiaba tanto esos zapatos que con gusto les hubiese tirado al hoyo para que le hicieren eterna compañía al cadáver. Pero mi guerra no se ganaría a pantalones, sino con inteligencia. Bastaba con pisar cada charco de lodo para salir victoriosa. Penúltimo paletazo —¿No tienes algo que decir a tu amiga, Nanda? Aunque había perdido el interés de las pocas personas que se dignaron a asistir al cementerio, lo recuperé tras la interrogante de la abuela. ¿De qué demonios hablaba esa loca? —La señorita Dupont y yo nunca fuimos amigas. Mi lengua belicosa siempre estaba dispuesta a entablar batalla, aun en los más diversos escenarios. Tenía las de perder, obviamente. Todos los que se mueren son declarados santos en la despedida del duelo. —El diablo es quien pone esas palabras en tu boca —me reprendió Clodomira. —Es él el rey y señor de esta familia —repuse con aparente indiferencia. —¡Cállate, Satanás!, muestra algo de respeto por los restos fúnebres —chilló ella encolerizada. Le obedecí a regañadientes porque la mirada de Carlos me desarmó. Él era un padre mediocre, pero era mi padre y le amaba más que a nadie, a excepción de mí misma. Último paletazo La lluvia arreció con tal fuerza que nos entripó los trajes de la cabeza a los pies y descontinuó los abominables zapatos. Parecíamos pollos a punto de ser electrocutados, pollos que, de tanto fingir, habían borrado las falsas sonrisas de los picos. —Un momento, por favor. Sí tengo algo que decir. Ya que tan amablemente me han pedido unas palabras para dar un adiós póstumo a aquella que debió haber sido una segunda madre para mí, no desaprovecharé la ocasión de despedirme. —Ignoro de dónde saqué la fuerza para vestirme de gladiadora y empuñar la espada en contra de todo ser viviente. Hablé con la mayor serenidad del mundo, una que, a las claras, distaba de sentir.— La difunta tomó entre sus brazos a una pequeñuela carente de afecto y, en lugar de brindarle cariño, le enseñó a comportarse como un androide. Ella borró con su vara mis malos modales cuando debió corregirlos por la vía del respeto y el amor. Al miedo que me producían sus castigos, debo la rectitud inmaculada de la espalda. No fue mi amiga, pero reconozco que, mediante una vía equivocada, ella sacó lo mejor de mí. Aunque no supo o no quiso fomentar mis sentimientos, obtuvo logros. Nada le obligaba a amarme. Solo estábamos relacionadas por el salario que la poderosa familia Santos le pagaba a cambio de soportar mis idioteces. Sin embargo, usted —señalé con mi índice la cara descompuesta de Clodomira—, de ninguna manera ha logrado producir en mí algo positivo. Usted… Ahí terminó mi discurso. Justo cuando estaba comenzando a disfrutar los ojos abotagados de la vieja bruja y la expresión pasmada de los espectadores, mi padre me apretó la boca con sus enormes dedos. Olían a crema de afeitar. Él siempre contaba con el tiempo preciso para estar pulcro y presentable, fuese a una boda o a un entierro. No me resistí. ¿Por qué iba a morder la mano que tiraba un trozo de comida a mi plato y me surtía de trapos lujosos para abrigar mis fríos? —Fernanda María Santos, se te ha ido la cabeza —afirmó sin parsimonia—. Este no es el momento ni el lugar para soltar una de tus pataletas. Trágate tus odios y guárdate esa lengua venenosa dentro de la bocaza. Si aún no te has percatado, lo que hay dentro de esa caja es un cadáver. La fragancia de la crema, incrustada en mi nariz, me dio náuseas. Nunca he presumido de mi estómago. Siempre he vomitado más que una embarazada en su primer trimestre. Un rafagazo de fluidos ácidos con restos de leche y café acompañó el último paletazo de tierra. Le propiné a la francesa un adiós sin emociones positivas o rebuscadas frases huecas, un adiós memorable condimentado con los más asquerosos pedazos de mí. Lo que más disfruté de esa engorrosa situación, fue borrar la pulcritud del traje de Carlos. Era mi venganza por joderme la vida, por darle a Clodomira las riendas en la toma de decisiones y por ponerme en manos de la desagradable señorita Dupont. Ya de regreso a casa, la humedad de mi vestido de alta costura apaciguó la sangre caliente. Por primera ocasión, desde que tenía uso de razón, mi padre, mis abuelos y yo compartimos el mismo automóvil. Habíamos necesitado un funeral para sentarnos juntos y pretender que nos ligaba un sentimiento. De la posición del abuelo poco voy a hablar. Él solía apoyar a su esposa tuviese ella la razón o no. Era su perro amaestrado y actuaba en consecuencia. Mis rabietas proporcionaron a la bruja un justificante para colgarme en la frente el cartel de desquiciada lunática demente a nivel psicótico y sin crítica de la realidad. Ella no creía en el uso de los sinónimos ni tenía definido el concepto de cacofonía. Fusionaba los vocablos con ayuda de sus pérfidos pensamientos. En cuanto a Carlos… Era él quien único me importaba, aunque sus demonios y los míos no congeniasen.

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