Capítulo 1
Mientras el juez dictaba la sentencia final del divorcio, seguí retorciéndome en mi asiento y ajustándome el suéter. Mi mente se quedó completamente en blanco. En el fondo, ya sabía cuál sería el resultado. Mientras yo vivía ciegamente enamorada, tonta y crédula, él lo planeó todo: lo calculó, esperó… y golpeó.
Giré la cabeza hacia el hombre que aguardaba el mismo veredicto, notando cómo la comisura de su boca se curvaba en una sonrisa apenas disimulada. Luego giró la mirada hacia el fondo de la sala, obligándome a seguir su línea de visión.
Allí estaba ella, sentada en la última fila, con un vestido amarillo y un sombrero blanco que no lograban suavizar su aire pretencioso. Brillaba con sus joyas finas y su sonrisa sarcástica, devolviéndome la mirada con una burla silenciosa. Su apariencia ostentosa era producto de mi dinero… de mi herencia.
Había gastado todo lo que alguna vez fue mío: sus joyas, sus uñas, su manicura, su pedicura, incluso sus zapatos y su perfume… cada detalle de esa mujer era un reflejo de lo que alguna vez poseí.
—¿Señorita Valeria? —la voz de mi abogado me sacó de mis pensamientos.
—Señorita Valeria —repitió, esta vez con más fuerza, pero lo ignoré.
El juez apenas había terminado de leer el veredicto cuando el idiota empezó a dirigirse a mí por mi nombre de soltera.
No podía apartar los ojos de ella, la otra mujer, la que ni siquiera fue capaz de esperar a mi exmarido en el aparcamiento o en su villa. La villa que ambos compartían… y que fue comprada con mi dinero, con mi legado.
Todo lo que tenían era mío. Y el tribunal, en lugar de justicia, solo dictó que la empresa le pertenecía a él. Todo porque fui tan estúpida como para firmar cada papel que puso frente a mí. Delante de él, solía comportarme como una adolescente enamorada, ingenua y dócil. Nunca imaginé que, detrás de esa sonrisa, se escondía un ladrón que me despojaría de todo.
Cuando miré a mi alrededor, noté que todos estaban de pie. Los imité, incorporándome con torpeza. Mi asiento estaba empapado, producto del sudor frío que me recorría desde hace minutos.
Y entonces ocurrió lo que más temía: él se acercó a ella sin el menor pudor y la besó, ahí mismo, frente a todos. Fue un beso calculado, un golpe directo al corazón. Querían mostrar que no tenían nada que esconder, que no habían hecho nada malo. Pero ambos sabían que aquel gesto era solo una forma cruel de hundirme más.
Mi abogado volvió a hablarme, pero lo ignoré. Mi mirada seguía fija en mi ahora exmarido. Sí, ya has escuchado esta historia antes: el hombre que abandona a su esposa por una mujer más joven, más atractiva, más “viva”.
Pero, lamento decepcionarte, la mía era diferente.
Todo comenzó hace cuatro años, cuando la empresa Technet, propiedad de Julian Hawthorne el mismo hombre que acaba de dejarme sin nada—, estaba al borde de la bancarrota. Su padre, mejor amigo de mi difunto padre, propuso una solución: un matrimonio entre nosotros.
Mi padre, con la mejor de las intenciones, aceptó. Las empresas se fusionaron, y con ellas, también nuestras vidas.
Lo que nunca imaginé fue que aquel trato no solo uniría dos compañías… sino que marcaría el principio de mi ruina
La empresa de mi padre era INC Biotech, una potencia en el campo de la ingeniería médica. Su más reciente invento estaba revolucionando los hospitales y salvando miles de vidas. Era un hombre brillante, pero sobre todo, un soñador que creía en la bondad de los demás.
Julian y yo crecimos juntos. Desde niños compartimos veranos, cenas familiares y cumpleaños. Él era carismático, encantador y tan hábil con las palabras que cualquiera habría caído en su red. Yo lo admiraba… y lo amaba en silencio. Así que cuando nuestros padres acordaron el matrimonio, pensé que el destino finalmente me estaba premiando.
No sabía que, en realidad, estaba cayendo en la trampa más cruel.
Nos casamos poco después. Todo parecía perfecto: los medios hablaron del enlace del año, las acciones de ambas empresas subieron, y mi padre, radiante de orgullo, creyó que me dejaba en las mejores manos.
Pero tras su muerte, la máscara cayó.
El hombre que una vez juró amarme se convirtió en mi verdugo. Con una sonrisa amable y un anillo en la mano, me fue despojando de todo: de mis derechos, de mis acciones, de mis propiedades, incluso de mi nombre. Cada firma que puse fue una sentencia que me ató a su dominio.
Yo, la heredera de un imperio, me convertí en su sombra.
Lo amaba tanto que nunca cuestioné nada. Me convencí de que su dureza era preocupación, que sus exigencias eran amor, que sus silencios eran cansancio. Y mientras yo le entregaba mi devoción, él ya planeaba el final.
Ahora, mientras lo veía de pie, con su amante colgada de su brazo, entendí que mi ingenuidad había sido su mejor arma.
Mi abogado me habló de apelaciones, de posibilidades, de esperanza… pero esas palabras no tenían sentido. Nada podía devolverme lo que había perdido.
Porque más allá del dinero y las propiedades, lo que realmente me arrebató fue mi fe en el amor.
Me quedé mirando a la encantadora pareja infiel mientras salían de la sala del tribunal.
—¡Señorita Valeria! —La voz de mi abogado me sacó del trance. Finalmente me giré y lo miré entre lágrimas.
Gabriel evitó mi mirada; se notaba que se sentía mal por mí. Todos los abogados habían rechazado mi caso porque mi firma estaba en cada documento, pero Gabriel aceptó únicamente porque era el esposo de una antigua compañera mía de secundaria.
Ya me había dicho que las posibilidades estaban en mi contra, pero que aun así haría todo lo posible por conseguirme algo, o al menos demostrar que Julian me había manipulado para que firmara... todo.
—Lo siento, Valeria, pero aún podemos apelar esta sentencia —murmuró con voz baja.
Me limpié las lágrimas y le di las gracias con sinceridad. Asintió, intentando decir algo más, pero me apresuré a tomar mi bolso y salir de allí.
En la puerta, me encontré con Sabrina, su esposa. Me abrazó con fuerza.
—Lo siento mucho, Valeria. Si necesitas algo... un lugar donde quedarte, lo que sea, no dudes en llamarme.
Solo asentí y me alejé. No quería seguir molestándola; ya había hecho demasiado por mí.
Entré al baño de mujeres y, frente al espejo, observé a la figura rota que me devolvía la mirada: una mujer vacía, convertida en un despojo. La idiota más grande del mundo. La tonta que lo entregó todo… y fue arrojada a la basura.
Cuando otra mujer entró, fingí lavarme la cara. Pero en realidad solo lo hacía para llorar más. Dejé que el agua se mezclara con mis lágrimas hasta que mi suéter quedó completamente empapado.
Me observé de nuevo en el espejo y solté una risa amarga.
Me burlé de mí misma… de mi idiotez… de mi insignificancia.