Siempre fue ella
| POV Susan Robinson
—¿Susan? ¿Susan? —la voz del médico me arrancó de mis pensamientos.
—Dígame, doctor —respondí, obligándome a enfocarme en lo que decía.
—No estás enferma, estás embarazada —anunció mientras me entregaba un papel.
—No… yo no… —balbuceé, incapaz de procesar—. ¿Cómo es posible?
—Si mantienes una vida s****l activa, es probable —contestó con un dejo de sarcasmo.
Lo miré sin replicar. No era una niña. Tenía treinta años, jamás me habían fallado las pastillas ni los otros métodos anticonceptivos. Esto no encajaba en mi ecuación, no en mi vida perfectamente calculada.
—¿Qué opciones tengo? —pregunté, aunque no estaba segura de lo que buscaba escuchar. ¿Abortar? ¿Podría simplemente deshacerme de este bebé? No era el momento: tenía casos importantes, proyectos, viajes… Pero era mi bebé. No planeado, sí, pero aún así, fruto de una historia que, aunque enterrada, había sido amor.
—Podría decirte que tienes opciones, pero ya es demasiado tarde… quince semanas, Susan.
Asentí despacio. La frase fue la confirmación de que ya no podía volver atrás. Quince semanas. Estaba en una etapa avanzada y yo ni siquiera lo había notado.
Instintivamente llevé la mano a mi vientre. Quince semanas y no me di cuenta de que estabas aquí dentro —pensé, como si de esa manera pudiera conectar con ese pequeño ser.
Salí del hospital con el corazón hecho pedazos y una sensación extraña de falta de aire. Mi cabeza hervía con listas, compromisos, audiencias, conferencias. Todo lo que había construido con esfuerzo estaba en juego. Estaba en uno de los mejores momentos de mi carrera… y ahora esto.
Lo único que quería era encontrar a Ashton, hablar con él. Era la única persona capaz de tranquilizarme. Tenía que saberlo, porque él era el padre.
Conduje sin pensar, a toda velocidad, hasta la firma de mi padre, donde Ashton tenía su oficina. No escuché lo que la secretaria me gritaba al pasar; mi corazón golpeaba tan fuerte que me ensordecía. Empujé la puerta sin anunciarme, como siempre lo hacía.
Y entonces el mundo se me vino abajo.
Él estaba ahí. Con otra mujer en sus brazos. La besaba como me besaba a mí, con esa hambre que tantas veces me dejó sin aliento. Sus manos recorrían su cuerpo, acariciándola y apretándola como si fuera lo único que necesitaba.
Sentí náuseas. Un vértigo helado me recorrió el pecho. Quise gritar, pero mi voz se apagó en mi garganta.
—Susan… ¿qué haces aquí? —preguntó Ashton, separándose de ella bruscamente.
Mi mirada se clavó en la mujer. Mi sangre se congeló al reconocerla. Teresa Miller. La mejor amiga de mi madre. El golpe fue tan brutal que tuve que sujetarme al marco de la puerta para no derrumbarme.
—Yo… —balbuceé, intentando recomponerme. Quise mantener el control, pero no pude. Por primera vez en mi vida una lágrima me traicionó, rodó por mi mejilla y la limpié con rabia antes de que alguien más pudiera notarla.
—¿Susy, qué sucede? —preguntó Teresa, acercándose a mí con ese aire protector. Su mano rozó mi espalda y quise apartarla; su toque me quemaba, me revolvía las entrañas.
Quise gritarle que se apartara, que él era mío. Pero no, no lo era. Lo comprendí en ese instante. Mis ojos buscaron a Ashton, rogando que me mirara a mí, que me diera aunque fuera una mínima señal. Pero no. Él solo la miraba a ella. Con ternura, con intensidad. Yo era invisible.
El papel que apretaba en mis manos cayó al suelo. No sé si lo solté a propósito. Teresa lo recogió y lo leyó.
—¿Embarazada…? —susurró, con el asombro pintado en la cara. Sus ojos volaron hacia Ashton, que permanecía paralizado, incapaz de reaccionar. —Pero Susy, tú no tienes pareja… ¿de quién es?
La pregunta me atravesó como un cuchillo. No podía responder. Mi mente gritaba que debía mantener la calma, que no podía mostrarme débil. Susan, basta. Contrólate. No seas impulsiva. Pero ya era tarde. Estaba rota.
Entonces, sin decir palabra, la mano de Ashton se interpuso entre nosotras, apartando a Teresa con brusquedad.
—Ven conmigo —dijo con voz tensa, tomándome del brazo y arrastrándome fuera de la oficina.
—¡Despacio, me duele! —protesté cuando ya estábamos afuera, intentando soltarme. Él no se detuvo, siguió arrastrándome hasta la oficina vacía donde solíamos escondernos para follar. —Estoy embarazada… al menos ten cuidado por el be…
—No lo digas —me interrumpió, frenando en seco en medio del pasillo—. Y no te encariñes con eso.
Eso. Así llamó al bebé que llevaba en mi vientre. No supe en ese instante qué me destrozaba más: verlo besando a Teresa o su total indiferencia hacia mí.
—¿Qué? —murmuré, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar.
Hace unas horas habíamos despertado juntos, enredados en sábanas que empezaban a parecerme un hogar. Lo veía frente a mí, era Ashton… pero al mismo tiempo, no lo era.
—No puedes tenerlo, Susan. Nadie debe saber que tú y yo… —se detuvo. Ni siquiera podía ponerle un nombre a lo nuestro. Relación. Una palabra que siempre evitó, y ahora comprendía por qué dolía tanto.
—¿Por qué? —pregunté, con la voz quebrada, casi suplicando una mentira que me salvara.
Ashton sostuvo mi mirada, y cada sílaba que salió de su boca fue un cuchillo:
—Porque en un mes me casaré con Teresa, y después del matrimonio nos iremos de aquí.
—¿Qué… qué estás diciendo? —sentí que el suelo se abría bajo mis pies—. ¿Y nosotros? ¿Yo… y este bebé?
—Susan, yo nunca te mentí. Nunca te engañé —dijo con frialdad medida—. Te dije que había vuelto por una razón. Esa razón era ella. Siempre fue ella. Nosotros… solo… —cambió el tono, intentando suavizar—. Escúchame, por favor. Sé que este bebé no estaba en tus planes, tampoco en los míos. Te apoyaré, estaré contigo mientras todo pasa, te prometo que no pasará nada.
Lo miré horrorizada.
—¿Me estás pidiendo que aborte?
—Susan, sé razonable. No puedes quedártelo —replicó, firme.
—No voy a abortar. No puedo —susurré, con una determinación que me sorprendió a mí misma.
Él apretó los dientes, como si buscara un argumento que me hiciera ceder.
—Si esa es tu manera de presionarme para que me quede contigo, déjame decirte que…
—No —lo corté de inmediato, la voz dura como acero—. No te quiero a mi lado. Nunca he rogado por amor, nunca lo haré. Vete. Cásate con ella. Lárguense tan lejos como puedan, porque no quiero volver a verte.
—Susan, esto no tiene que ser así —gruñó, los puños cerrados.
—No —repetí—, pero es lo que elijo. Voy a conservarlo. A pesar de todo… de mi parte, fue concebido con amor.
No lloré frente a él. No le daría ese poder. Me di la vuelta, recogí unas cuantas cosas de mi oficina y me marché.
No sabía a dónde ir, pero mis pies me llevaron a casa. Buscaba refugio, buscaba consuelo en mis padres. Pero al llegar, el golpe fue aún más fuerte. Ellos estaban afuera, esperándome.
Mi madre volteó mi rostro de una cachetada. El golpe ardió en mi mejilla, pero lo que realmente me dolió fue la mirada de mi padre: nunca me había mirado así.
—Entonces… ya saben —dije con voz firme, aunque por dentro me estaba rompiendo.
—Sí. Primero llamó Teresa —respondió mi madre con veneno en la voz.
—Qué perra… —escupí, sin poder contenerme.
—¿Perra? —mi padre me fulminó—. ¿Desde cuándo te estás acostando con su prometido?
Cerré los ojos un segundo. Ya no tenía sentido esconder nada.
—Entonces ya lo saben. Eso lo hace más fácil —repliqué, dando un paso atrás—. Lo que haga con mi vida no es asunto de ninguno de ustedes.
Me giré para subir las escaleras hacia mi habitación, pero su voz me alcanzó a mitad del camino:
—Ashton llamó. —La voz de mi padre era seca, implacable—. Susan, estamos de su lado. Ese bebé no puede nacer.
Me aferré a la baranda, el corazón golpeándome el pecho.
—¿Qué se supone que haga? —pregunté, girándome hacia ellos con lágrimas contenidas—. ¿Que arriesgue mi vida solo para que él no tenga un hijo fuera del matrimonio? ¡Es tarde, papá! Tengo casi dieciséis semanas.
—Hija, ponte en nuestro lugar —dijo mi madre, la voz cargada de vergüenza—. ¿Cómo vamos a mirarla a la cara? ¿Cómo, sabiendo que nuestra hija se metió en su matrimonio? Nosotros… somos sus padrinos.
Me quedé helada. Ni siquiera se trataba de mí. No era mi dolor lo que importaba, sino su reputación.
—Entonces lo que yo sienta, lo que me pase, no importa… —susurré, sintiendo cómo mi voz se quebraba.
—Si decides tenerlo —dijo mi padre, cada palabra como un látigo—, debes irte de aquí. Ya me decepcionaste una vez y te perdoné, pero te advertí que si volvías a hacerlo…
—Está bien —lo interrumpí, clavando mis uñas en la palma de mi mano para no llorar frente a ellos—. Me iré. Tienes razón. Y no se preocupen, porque no volveré. Esta vez no eres el único decepcionado.
Empaqué mis cosas esa misma noche. No hubo despedidas, no hubo abrazos. Solo silencio.
Empaqué mis cosas esa misma noche. No hubo despedidas, no hubo abrazos. Solo silencio.
Londres seguía siendo mi casa, pero ya no era suficiente. Me lancé a Europa con la esperanza de que la distancia me ayudara a olvidarlo. París, Roma, Berlín… cada ciudad se convirtió en un intento desesperado de borrarlo. Caminaba entre calles nuevas, rostros distintos, idiomas extraños, pero él siempre estaba ahí.
A cada paso, en cada esquina, en cada sombra. Ashton siempre lograba alcanzarme. Como si llevara mi rastro marcado en la piel.
Entonces entendí que en Europa no había escondite. El continente entero se me volvió un espejo donde su sombra me perseguía sin descanso.
Tomé la decisión más dura: huir aún más lejos. Buscar un lugar que ni en sus peores pesadillas imaginaría. Un refugio definitivo.
Estados Unidos.
Creí que allí, al otro lado del océano, por fin hallaría paz. Pero su voz me perseguía, un eco que atravesaba fronteras, océanos y noches enteras:
“Te encontraré, querida Susan…”
Esa fue su promesa.
Y la cumplió.