Tentaciones Entre Plumas y Tinta
Ashcombe Hall, Estudio del Conde - junio de 1846
El reloj marcaba las cuatro en punto cuando Isabella asomó la cabeza por el umbral del despacho. Vio a Rowan inclinado sobre el escritorio, la pluma suspendida entre los dedos y el ceño fruncido. Unas cuantas hojas del proyecto que había sido aprobado en la Cámara de los Lores estaban desperdigadas frente a él, con tachaduras precisas y notas al margen. Parecía enfrascado y sin embargo… había algo en la rigidez de su espalda, en la manera en que sus ojos no se posaban en el papel, que delataba la distracción.
- ¿Deseas que te traiga más té, querido? - preguntó con suavidad.
Rowan levantó la mirada como si hubiese salido de un ensueño y parpadeó un par de veces antes de responder.
- No, gracias. El que me trajiste antes aún está caliente.
Le ofreció una sonrisa distraída. Isabella asintió y se retiró en silencio, sin notar que, bajo uno de los pliegos de propuestas diplomáticas, sobresalía la esquina de un sobre sellado con lacre escarlata. Un sobre que no pertenecía a ninguna de las correspondencias del Parlamento.
Cuando la puerta se cerró tras ella, Rowan volvió a apoyar los codos sobre la mesa y se cubrió el rostro con ambas manos.
No era culpa de Isabella, pensó.
Ella no merecía el desprecio silencioso que él empezaba a dirigirle con la frecuencia con la que uno evita mirar al espejo. Lo que ella daba, lo hacía desde el amor. Lo que él devolvía… era control.
Con un suspiro resignado, apartó el proyecto aprobado y sacó el sobre que había estado tentando su consciencia toda la tarde. El lacre se había quebrado con facilidad. Ya lo había leído, por supuesto. Más de una vez. Pero como el bebedor que vuelve al vaso vacío por si queda una gota, también él volvía a las palabras de Madeleine.
“Mon chéri,
¿Fue todo un error, o el principio de algo que no sabes cómo contener?
Te vi en París. Te sentí. Te tuve. Y aunque finges ser otro cuando estás con ella, sé lo que aún vive debajo de esa máscara.
Esta ciudad te espera. Yo te espero.
No te conviertas en ceniza por un nombre y una fachada.
Tú no eres Ashcombe. Tú eres fuego.”
La había quemado, claro.
O eso había dicho a sí mismo tras la primera lectura. Pero luego llegaron otras. Igual de insinuantes. Igual de cruelmente precisas en señalar el hilo que Rowan intentaba no jalar. Cartas que no respondía, pero que no podía ignorar.
Ahora, una nueva descansaba en su escritorio. Sin abrir.
Su dedo recorrió el borde con una mezcla de ansiedad y deseo. Cuanto más crecía su influencia en Londres, cuanto más consolidado se volvía su apellido, más lo apretaba el recuerdo de lo que era con Madeleine. Donde no había apariencias. No había culpa. Solo carne y fuego, como ella decía.
Pero el nombre de Isabella… su dulzura, su voz... lo perseguían también. Ella había hecho posible que los lores más antiguos aceptaran una idea suya. Ella había transformado la percepción de Ashcombe. No podía negarlo. Era brillante. Eficiente. Abnegada. Hermosa, incluso, de un modo que se había ido revelando con el paso del tiempo.
Pero no ardía. No como Madelaine.
Rowan se levantó de la silla y caminó hacia la ventana, apretando la carta cerrada en la mano. Afuera, los jardines dormían bajo el cielo grisáceo y la figura de Isabella se veía a lo lejos, conversando con uno de los jardineros, con la expresión animada de quien supervisa detalles que nadie más notará, pero que le dan vida al hogar.
Un hogar que ella ha construido pensando en ambos y en un futuro hijo.
Una mentira que él ha tejido.
La contradicción lo desgarraba. Parte de él deseaba correr hacia ella, abrazarla y decirle la verdad. Otra parte - la más real, la más intacta - solo quería leer la maldita carta.
Y quizás responder esta vez.
Regresó al escritorio, dejó la carta cerrada sobre el tintero y tomó la pluma. Necesitaba terminar la propuesta. Había mucho en juego. Demasiado. Y debía parecer, más que nunca, el conde entregado que todos creían ver.
La carta quedó allí. Como una serpiente enroscada.
Esperando el momento justo para volver a tentar.
El Anuncio Del Viaje
Ashcombe Hall – Salón de música, finales de julio de 1846
La nieve había cesado durante la mañana y el aire frío se filtraba por los vitrales del salón de música. Isabella colocaba cuidadosamente una partitura sobre el atril del piano. Los dedos temblaban ligeramente, no por el clima, sino por el presentimiento que venía arrastrando desde hacía días: la certeza de que algo se avecinaba. Algo que la haría sentir, otra vez, como la sombra de una esposa.
Rowan entró sin anunciarse. Iba impecablemente vestido, su abrigo aún con gotas de lluvia que comenzaban a escurrir por la solapa. Se detuvo a contemplarla en silencio. El perfil de Isabella se recortaba contra la ventana, bañado por la luz mortecina del otoño. Había una serenidad en su postura que lo perturbó un segundo.
- ¿No está demasiado fría esta sala para tus prácticas? - preguntó al fin, con una sonrisa diplomática.
- No si el fuego está encendido. Además, me gusta cómo suena el piano aquí. Resuena más… íntimo. - Se giró hacia él, ofreciéndole una sonrisa cálida, forzada solo por su cautela.
Rowan asintió, y caminó hacia la chimenea mientras se quitaba los guantes.
- He recibido noticias esta mañana. - dijo al fin, lanzando la frase como quien abre la puerta a un invierno más crudo - La Cámara de los Lores ha confirmado una delegación especial a París. Desean que viaje como parte de ella.
Isabella se quedó inmóvil unos segundos.
- ¿Cuándo…?
- En tres semanas. Será una visita corta. Diplomática. No más de diez días.
La joven parpadeó con suavidad. Asintió lentamente, como si procesara la noticia capa por capa.
- Entonces… París otra vez. - Su voz no tembló. Su sonrisa regresó, tenue, como un velo de seda cubriendo una herida abierta - Eso es… maravilloso, Rowan. De verdad lo es.
El joven se acercó para tomar su mano entre las suyas, un gesto estudiado que parecía más una escena para un retrato que una expresión sincera de ternura.
- Has hecho esto posible, Bella - dijo con voz baja - Tu trabajo con las otras damas, tu habilidad para sostener nuestra imagen… sé lo que has hecho por Ashcombe. La delegación no es solo un mérito mío. Te lo debo.
Isabella bajó la mirada. Sus dedos eran tibios en los de él, pero no sintió el calor de antaño. Tampoco el temblor que la recorría cuando la miraba con deseo. Esa parte parecía extinguida. O dormida.
- Gracias – susurró - Es bueno que los demás también lo vean.
Un silencio extraño se instaló entre ambos. Rowan soltó su mano con gentileza y comenzó a hablar de la logística del viaje, de los otros lores que lo acompañarían, del papel que él jugaría. Isabella asintió con cortesía, respondió con frases suaves, pero en su interior una marea empezaba a crecer.
Fue después del último viaje a París cuando su mirada cambió.
Cuando sus caricias se volvieron calculadas.
Cuando comenzó a volverse ausente.
El París que para muchos era la ciudad del amor, para ella se había convertido en la ciudad donde su matrimonio comenzó a resquebrajarse.
- ¿Te quedarás en el hotel donde solías alojarte? - preguntó, como quien arroja una piedra pequeña a un lago helado.
- Probablemente. Es donde la delegación suele organizarse.
Isabella asintió. No volvió a preguntar más. Sabía que indagar era peligroso. Que sus celos, sus dudas, serían vistas como una debilidad. Como una falta de fe. Y ella… aún quería creer. Aunque todo en su interior gritara lo contrario.
Rowan se inclinó hacia ella y besó su mejilla con lentitud. Otra vez ese gesto frío, ceremonial.
- Prometo escribirte. - dijo con una media sonrisa.
- Espero esas cartas, milord. - murmuró ella, todavía de pie junto al piano.
Y cuando él se alejó, Isabella se permitió cerrar los ojos unos segundos. El silencio del salón era absoluto. Si no fuera por el crujido ocasional del fuego, podría haber jurado que estaba sola. Completamente sola.