5

1674 Words
El Espejo De Los Hombres El fuego chisporroteaba en la chimenea, proyectando sombras doradas sobre las paredes de roble tallado del estudio de Ashcombe Hall. Afuera, la lluvia tamborileaba contra los ventanales y el murmullo de los árboles parecía la voz apagada de la noche. Rowan estaba solo. Apoyado contra el respaldo del sillón de cuero, una copa de brandy medio vacía en la mano, y un sobre sin abrir en la otra. La caligrafía en el papel sellado era discreta, profesional. Procedía de París. Lo giró entre los dedos, sin abrirlo. Ya sabía lo que contenía: cifras, confirmaciones, tal vez una advertencia. Su otro rostro, la vida que mantenía cuidadosamente apartada de Isabella, volvía a llamarlo. Nunca desaparecía del todo. Simplemente se volvía más sutil, más elegante, más peligrosa. Suspiró. No por cansancio, sino por hartazgo. La copa tocó el borde de la mesa con un golpe seco. La amargura del licor aún le ardía en la garganta, pero no lo suficiente para acallar el pensamiento que lo asaltaba cada vez con más frecuencia: ¿Cuánto más podría sostener esto? Durante años, había creído que podía compartimentar su vida como un cirujano divide tejido y músculo. Negocios en Francia, arreglos discretos con ciertos miembros del Parlamento, favores a cambio de silencio. Un anillo en el dedo, una esposa impecable y dulce en casa. Todo medido. Todo bajo control. Hasta que Isabella dejó de ser solo la dama que había elegido por conveniencia. - ¿Elegido? - murmuró, como si burlarse de sí mismo le diera algo de consuelo. La verdad era que ella le había sido impuesta. Por nombre, por estrategia. Había aceptado el acuerdo porque necesitaba recuperar el lustre del apellido Ashcombe y su padre lo había dejado claro en su testamento: si deseas heredar completo, cásate con una dama respetable antes de los veintisiete. Isabella fue la opción más sensata. Discreta. Bien educada. Sin ambiciones públicas. Pensó que podría moldearla, que se quedaría en los márgenes de su vida como tantas otras esposas aristocráticas. Pero no fue así. Su esposa floreció. En la corte. En los salones. En los jardines. En su casa. Y lo peor: floreció para él. Por él. No para ella misma. No por la sociedad. Lo amaba. Todo su esfuerzo era para él. Y eso lo desarmaba. Se levantó del sillón, dejando el sobre intacto sobre la mesa y se acercó al gran espejo que colgaba entre dos estanterías. En la superficie bruñida, vio a un hombre bien vestido, de cabello oscuro, rostro anguloso, mirada impenetrable. Una máscara perfecta. Pero él sabía lo que había detrás: la culpa. La mentira. La ausencia de deseo en los ojos cuando Isabella lo abrazaba. El silencio que colocaba entre ellos como una muralla cada noche que no iba a su cama. Se inclinó hacia el espejo, como si buscara respuestas en su reflejo. Si no hubiese ido a Paris… Si no hubiese visto a Madeleine de nuevo… Tal vez…Tal vez habría logrado mantener el juego más tiempo. Había mujeres en París. Había habido una en particular. Breve. Sin promesas. Una herida compartida. Pero no era amor. “No podía serlo. Era sólo una válvula, una válvula para la presión de vivir entre dos mundos.” Trató de convencerse. Isabella no lo sabía. O fingía no saberlo. Y esa ignorancia… esa fe ciega… lo desgarraba más que cualquier reproche. “¿Qué derecho tengo a seguir fingiendo?”, pensó, con el estómago apretado. Pero no podía decir la verdad. No sin destruirlo todo. No sin deshacer la red de respeto, confianza y reputación que ella había tejido con tanta devoción. Y no sin arrastrarla a un abismo del que él sabía cómo sobrevivir, pero del que ella no saldría sin romperse. Se volvió hacia el escritorio, donde una pequeña caja reposaba, cerrada con llave. La abrió. Dentro, guardaba pocas cosas: una carta vieja de su padre, una fotografía de su madre… y una cinta color lavanda que Isabella había dejado olvidada en el estudio hacía meses. La recogió entonces, con la intención de devolverla, pero no lo hizo. No supo por qué. Tal vez porque aún conservaba su perfume o tal vez porque había algo en ella que lo anclaba a lo poco que aún creía valioso. La llevó a los labios, como si eso pudiera acallar las voces que lo empujaban a confesar, a romper la farsa. Pero no lo hizo. En su lugar, la volvió a guardar. Regresó al sillón. El sobre de París seguía allí. Abrió la copa. Bebió el último sorbo. “Ella merece más”, pensó. “Pero no puedo darle más. No puedo dejar esto ahora.” No porque amara la otra vida, sino porque la necesitaba. Como un soldado necesita su arma, incluso en tiempos de paz. Y aún no había paz. Solo tregua. La Pieza Incompleta El salón rojo estaba bañado por la luz cálida de las lámparas de aceite y los candelabros encendidos, cuyas llamas oscilaban con suavidad, reflejándose sobre la seda carmesí de los cortinajes. La música llenaba el aire con una serenidad casi onírica. Isabella se inclinaba sobre las teclas del piano, concentrada, los dedos danzando con elegancia sobre el marfil. Interpretaba una pieza de Clementi, escogida no por azar, sino por lo que evocaba en ella: orden, belleza, armonía. Algo que ansiaba recobrar. Rowan la observaba desde su lugar habitual, de pie junto a la chimenea, copa en mano. Llevaba horas encerrado en el estudio y aunque sabía que debía mantener las apariencias, aún no encontraba el ánimo para forzar una sonrisa más. Sin embargo, Lady Honoria lo había advertido con la mirada esa misma tarde. Una mirada que decía: estoy observando... y no me agrada lo que veo. Cuando Isabella finalizó la pieza, dejó las manos suspendidas sobre las teclas un instante, como si quisiera retener la nota final un segundo más. Luego giró el rostro hacia él. Rowan aplaudió con suavidad, el aplauso justo para no parecer desinteresado, pero tampoco desbordado. - No sabía que tenías esa pieza en tu repertorio. - comentó, acercándose con el andar pausado de quien ha ensayado cada paso para no revelar más de lo necesario. - La aprendí mientras estabas en París. - respondió Isabella con una sonrisa tenue, bajando la vista - Pensé que te agradaría. - Y me agrada. - respondió él, inclinándose para besarla en la sien. El gesto fue breve, contenido. Pero ella lo recibió como si se tratase de una caricia del alma. Cerró los ojos y por un instante apoyó la mejilla contra su pecho. Aún olía a su colonia, a brandy, a ceniza. - Te extraño cuando te vas. - susurró ella, rodeándolo con los brazos, como si buscara anclarlo a su mundo, a su hogar. Rowan titubeó. Cerró los ojos brevemente, inspirando hondo antes de responder. - Y yo a ti, Bella. - dijo, con dulzura ensayada. Se quedó en silencio unos segundos más, como si buscara las palabras adecuadas. No podía permitirse otra noche de distancia. La mirada de Lady Honoria volvía a su mente una y otra vez, cortante como un cuchillo. Su abuela lo conocía demasiado bien. Y si ella empezaba a sospechar, las demás damas lo harían también. Y entonces, todo lo que Isabella había construido en su nombre - en nombre del renacimiento de Ashcombe Hall se desmoronaría. - Sé que he estado distante desde que regresé. - dijo, apartándose ligeramente, aún con los dedos de ella aferrados a su chaqueta - El viaje me agotó más de lo previsto. Los acuerdos, las visitas, los banquetes… y luego al volver, verte tan activa, tan entregada a todas estas actividades… supongo que quise darte espacio. Que descansaras. Que no sintieras que yo venía a exigirte nada. Isabella lo miró, sus ojos buscando el subtexto oculto. Él estaba mintiendo, lo presentía. Pero era una mentira que deseaba creer. Porque si creía en ella, podría seguir amándolo. Y si seguía amándolo… entonces todo valía la pena. - Pensé que te habías molestado conmigo. - dijo, en voz baja, mientras sus dedos se entrelazaban con los de él, temblorosos. - ¿Molestarme? Bella… - Rowan sonrió, forzando calidez - ¿Por qué habría de hacerlo? Si has brillado más que nunca. Lady Honoria está orgullosa de ti. Todas las casas antiguas quieren acercarse a nosotros, a ti. Has hecho más por nuestro nombre de lo que yo podría lograr en un año en Westminster. La joven enrojeció, bajando la mirada. Siempre se sonrojaba cuando él la elogiaba. Y eso lo destrozaba por dentro. Porque sabía que ella no fingía. - Además, - agregó él, bajando el tono de voz y acariciando su mejilla con los nudillos - sé que tu periodo llegó mientras yo estaba fuera. No era el momento adecuado para… acercarnos. Isabella parpadeó, sorprendida. No lo esperaba. - Lady Honoria te lo ha dicho… - Lady Honoria tiene espías mejores que los de la Corona. - rio él con suavidad, tratando de aligerar el ambiente - Pero no te preocupes. Pronto volveremos a intentarlo. Cuando todo se calme un poco. Isabella asintió. Sus ojos se empañaron de emoción contenida. Esa promesa, aunque breve, era una migaja de esperanza. De que aún la deseaba. De que aún la veía como algo más que una herramienta de poder. Que aún creía en ellos. - ¿Quieres que toque otra? - preguntó con voz suave, como quien ofrece consuelo a un enfermo. Rowan dudó. - Por favor - respondió al fin, tomando asiento en el sofá cercano - Algo alegre esta vez. Algo que no me haga pensar que todo se derrumba fuera de estas paredes. Isabella sonrió y buscó entre sus partituras. Comenzó a tocar una danza ligera, con ritmo vivo y notas que bailaban por el aire como mariposas. Rowan cerró los ojos. No por disfrute. Sino para evitar ver en su expresión la sombra de la traición. ¿Cuánto más podría seguir fingiendo? Pero por esta noche, solo por esta noche, decidió seguir sosteniendo la máscara.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD