Ginebra llevaba más de una hora en la habitación de Tiziano. No decía mucho. Caminaba de un lado al otro, suspiraba, se sentaba, se levantaba… hasta había fingido leer el mismo párrafo tres veces sin avanzar. Todo calculado. El objetivo era uno solo: hacer que Tiziano preguntara qué le pasaba. Y él, por supuesto, lo notaba todo desde su silencio. Aun con la cabeza recostada contra la almohada y la vista en el techo, no se le escapaba ni un solo suspiro exagerado. —¿Qué tienes? —preguntó de pronto con ese tono neutro, cortante, como si preguntara por el clima. Ginebra fingió sorpresa. —¿Yo? Nada —respondió con tono apagado, mirando hacia la ventana con dramatismo. —Te mueves como si tuvieras pulgas —agregó sin mirarla—. Es molesto. —¡No puede ser! —exclamó ella con una falsa sonris

