Afuera del idilio que lentamente empezaba a florecer sobre el mar, en ese barco donde Tiziano y Ginebra se descubrían con el alma desnuda, la realidad era muy distinta. En tierra firme, la sombra del caos aún se arrastraba con uñas afiladas. —¡¿Por qué no me dejaron subir al barco, malditas?! —gritó Amelie, desencajada, frente a las mellizas. —Porque no somos estúpidas —respondió Saskia, girando los ojos—. ¿Creíste que íbamos a dejar que dañaras todo otra vez? —¡Tiziano es mío! —gritó Amelie, fuera de sí—. ¡Mío! ¡Siempre ha sido mío! —¿Mío? —repitió Sienna, burlona—. ¿Tú te oyes? ¡Estás más loca que una cabra con tacones! —¡Las voy a golpear, idiotas! ¡Van a ver! —Intenta tocarnos —le dijo Saskia, sacando algo de su bolsillo—. Solo intenta. Amelie palideció. Retrocedió un p

