La noche había sido un triunfo para la duquesa, para Claire y, de forma inesperada, también para él. El conde Enguerrand Delacroix caminaba al lado de su prometida con una expresión que solo Claire podía reconocer como peligrosa y dulce al mismo tiempo. Estaban regresando por uno de los pasillos laterales de la residencia, iluminado solo por la luz lechosa de la luna, cuando él se detuvo de pronto. —Ven —murmuró con una voz más baja, más áspera—. Un momento a solas, antes de que los demás nos alcancen. Sin darle opción a negarse, la condujo hacia un rincón del jardín, entre dos hileras de arbustos recortados que ocultaban un banco de piedra y un arco de enredaderas que se curvaba sobre sus cabezas. Allí, en la penumbra, el mundo parecía haberse detenido. La música se escuchaba apenas com

