CAPÍTULO 3: MUERTA
NARRA NOEMIE LACROIX
Después de que ese hombre le diera la orden de no matarme al que sí quería hacerlo, no supe más nada, ni de mí, y mucho menos de quienes quedaron en aquel coche, muertos o muriendo.
Me adormecieron con cloroformo y, cuando volví a estar consciente, me encontré acostada en el mohoso, apestoso y húmedo suelo de un calabozo. Estaba atada con cadenas que se unían a grilletes que habían puesto alrededor de mi cuello, de mis muñecas y de mis pies.
Cuando abrí los ojos me sentía mareada, confundida, aturdida y me dolía mucho la cabeza y el cuerpo, y tenía unas enormes ganas de vomitar. En un principio, no recordaba lo que había pasado, ni cómo era que había llegado a ese lugar.
Intenté levantarme, pero, apenas erguí el dorso, sentí que todo el mundo comenzó a girar bajo mi trasero. Me apoyé en mis manos y cerré los ojos con fuerza, para tratar de calmar aquel terrible malestar que sentí que me iba a matar. Fue entonces, cuando cada una de las imágenes de lo sucedido comenzaron a llegar a mi mente, torturándome con un incesante dolor en el pecho que pensé que me iba a ahogar.
Recordé el estallido de la bomba a nuestro lado, el coche saliéndose de la autopista y cayendo en la de abajo, a Luc... nuestro fiel amigo y compañero de aventuras, Luc, muerto. Sollocé con fuerza y abundantes lágrimas salieron de mis ojos, cayendo en el suelo húmedo.
Luego recordé a Evan.
«Dios, Evan...».
Otro sollozo más intenso y me deshice en llanto.
Ella no podía estar muerta, mucho menos el bebé.
«Mi hermano...».
¡Qué dolor más grande para mi hermano, significaría el hecho de que algo le pasase a Evan y al bebe!
No podía ni siquiera imaginármelo, solo, sin nadie que lo pudiera consolar, enfrentando aquel tan terrible dolor.
«Dios...».
Él iba a quemar el mundo entero para encontrar a esas personas y hacerles pagar por lo que habían hecho. El problema era que estas personas no eran Renaud. No eran simples peleles con ínfulas de matones o de mafiosos.
Ellos eran La Cosa Nostra, la mafia italiana y una de las más grandes de Europa y del mundo entero.
Más lágrimas de amargura se escaparon de mis ojos y me sentí tan culpable por todo lo que estaba pasando.
Yo era la única culpable de todo esto. Si no hubiera metido a Renaud en nuestras vidas, si hubiera hablado con tiempo y le hubiera dicho a mi hermano lo que estaba pasando, Renaud jamás hubiese vendido esa droga en Palermo... en el territorio de Domenico de Giorgio y de su nieto, El Principe de la Cosa Nostra, y nada de esto estaría pasando.
Me llevé las manos a los ojos y lloré con más intensidad, con culpa, con dolor y con mucho sufrimiento.
El recuerdo del día en el que había conocido a Evan llegó a mi memoria. La princesita venía escapando de un matrimonio al que querían obligarla a contraer con un duque y justamente vino a chocar con Luc y conmigo, pidiendo que la ayudáramos a salir de Mónaco, después de haber montado semejante espectáculo frente a tantas cámaras y de haber mandado a su prometido y a su padre, El Rey de Mónaco, a la mierda.
Ni corta, ni perezosa, me ofrecí a ayudarla y a la fuerza la metí en el bar y en la vida de mi hermano, para que él la escondiera, la cuidara y la protegiera. ¿Quién iba a imaginar que iban a terminar tan enamorados y mi hermano convertido en todo un hombre de familia? Familia que ahora estaba destruida por mi entera culpa.
«¡Maldito, Renaud! Ni muerto deja de volver nuestra vida un infierno».
El sonido de una puerta abriéndose y de pasos acercándose a mí, llamaron mi atención y me sacaron de mis recuerdos.
Como pude, me levanté del suelo rápidamente y reculé hacia la pared, a una esquina, en la que pudiera protegerme de quien fuera o quiénes fueran las personas que venían.
Traté de buscar algo con lo que pudiera luchar y defenderme, pero ahí no había nada más que moho y humedad.
El lugar estaba oscuro, en penumbras, y apenas entraban algunos rayos de luz que se colaban por hendiduras en el techo. Por eso tuve que enfilar la mirada para poder divisar al grupo de hombres que se pararon frente a mí, ocultos en la oscuridad.
A duras penas logré distinguir sus siluetas. Eran cinco hombres. Quienes se acercaron más, hasta darme la cara, cuando se plantaron a menos de un metro de mí y a mi alrededor.
Uno de ellos permaneció detrás. Supuse que era su jefe, pues les dio una orden en italiano.
—¡Córtenle la mano! ¡El señor de Giorgio ha pedido que le enviemos un regalito a ese hijo de puta!
Imagino que ellos supusieron que las cosas iban a ser demasiado fáciles conmigo, pues solo parecía una damisela en apuros, siendo rehén de temibles y despiadados matones, pues únicamente uno de ellos sacó un enorme cuchillo, de esos que sirven para destazar carne y cuyo filo brilló con el reflejo de uno de los rayos de luz.
El hombre se acercó con una zancada rápida, tomó mi brazo y me jaló, para alejarme de aquella esquina en la que intentaba esconderme.
Era verdad que, al final de todo, iban a terminar logrando su objetivo, pues yo no era más que una mujer y ellos cinco hombres corpulentos, fuertes y seguramente con una larga lista de muertes sobre su espalda. Pero, yo no iba a darme por vencida tan rápido. Al menos algo de pelea les iba a dar y más de un golpe se iban a llevar.
No por nada mi hermano me había dado unas cuantas clases de defensa, para que en situaciones de peligro como esta pudiera luchar y defenderme.
No fue muy difícil derribar a ese primer hombre, ya que estaba confiado en que yo sería una presa bastante fácil y muy manipulable que solamente se iba a esconder a llorar por su infortunio.
Esa mujer había quedado atrás y esa, que estaba ahí, como un animal acorralado y replegado en una jaula, era otra. Una a la que su hermano le había enseñado muy bien cómo defenderse.
Como una fiera salvaje que intenta protegerse del peligro que representa un cazador, me tiré encima de la espalda de aquel hombre y lo agarré desprevenido. Enrollé una de las cadenas en su garganta y aunque se sacudió, intentando zafarse de mi agarre, pude ser bastante rápida y ágil, como para asfixiarlo hasta perder el conocimiento.
No creía haberlo matado, pero al menos lo deje inconsciente en el suelo.
«Uno menos».
Como era de suponer, los otros hombres se me fueron encima, intentando atacarme, pero yo me hice de aquel cuchillo y, cuando ellos intentaron agarrarme, les lancé cuchillazos que desgarraron la carne de sus muñecas.
Sí, no era La Mujer Maravilla. Obviamente, no iba a pasar como en las películas, en las que una supermujer lucha contra varios y logra salir libre. No, yo no era esa.
Pero, como dije, iba a luchar y como fuera posible los iba a enfrentar, les iba a hacer guerra y los iba a hacer sangrar, para, de algún modo, cobrarles por lo que le hicieron a Luc y a Evan.
—¡Baja eso o te juro que vas a morir aquí mismo! —ordenó, furioso, aquel hombre que parecía ser el jefe de ellos.
—Entonces..., ¡mátenme de una buena vez! —rugí, sin miedo alguno.
Llevé el filo del cuchillo a mi cuello y amenacé con cortarlo yo misma y matarme.
Obviamente, ellos no querían matarme. De haberlo querido hacer, lo hubieran hecho allá, en la carretera, cuando me encontraba más vulnerable. No les costaba nada y, de hecho, no les hubiera dado pelea, como ahora lo estaba haciendo. Únicamente tenían que jalar el gatillo de sus rifles y disparar a mi cabeza.
No. Ellos no deseaban mi muerte aún, porque primero querían destazarme como a una res, para enviarle cada pedazo a Fabien y demostrarle que con ellos nadie se metía sin pagar el precio, tarde o temprano.
Eso era la mafia; personas crueles y despiadadas, a quienes les gustaba torturar, hacer sufrir y cobrar gota a gota de sangre, pedazo a pedazos de carne, sus deudas.
—He dicho... ¡Que baje eso ahora mismo! —rugió el hombre, mostrándome sus dientes un poco amarillentos, pero que parecían afilados, como los de un depredador, dispuesto a arrancar la carne de su presa.
—¿Qué es lo que sucede, Sandro? —preguntó, desde la penumbra, la voz gruesa, varonil, demandante, autoritaria y un tanto demoníaca, de un hombre que estaba detrás y que no se dejaba ver, especialmente, a mis ojos.
Todos voltearon a ver, hasta yo misma, a aquel hombre que había llamado nuestra atención, pero no vi nada.
Por más que lo busqué en la oscuridad, no lo encontré.
«¿Quién carajos era y por qué, de repente, todos habían dejado de atacarme?».
—Señor Cappellari —murmuró el hombre ese, el tal Sandro, casi haciendo una reverencia a la oscuridad.
¿Acaso era un demonio oculto en la oscuridad, al que estos hombres le rendían culto y ofrendas con sus víctimas? Por supuesto que no.
Yo había escuchado muchas veces aquel nombre, aunque no conocía su rostro y parecía que tampoco lo iba a conocer, porque él continuó oculto en la oscuridad, como si no quisiera que le vieran su rostro.
Gianni Cappellari era el nieto de Domenico de Giorgio. Un hombre cuyo nombre resonaba en los noticieros y aparecía en las notas periodísticas cada día, pero cuyo rostro nadie conocía.
A diferencia de Domenico, el Viejo León de Sicilia, a quien todo el mundo conocía, como al Papa mismo, pero a quien le guardaban gran respeto y temor. Tal parecía que Gianni Cappellari era todo lo contrario.
Él se esmeraba por mantener su identidad oculta de todos, hasta ese momento. Nadie sabía de él, más que las notas que aparecían en los periódicos y noticieros, en los que se hablaba de muertes, de amenazas, de torturas y de atentados hasta contra el mismo presidente y las fuerzas militares.
Gianni Cappellari, el gran capo de capos, era todo un enigma para los europeos y para el mundo entero.
—¿Acaso un grupo de matones no puede luchar contra una simple e indefensa mujer? —preguntó y entonces vi los destellos del fuego en medio de la oscuridad y supe dónde se encontraba parado.
El olor a tabaco había inundado aquel asqueroso lugar. Gianni Cappellari había encendido un cigarrillo y lo fumaba tranquilamente, en tanto observaba a sus hombres nerviosos por su presencia y me observaba a mí, intentando matarme con un cuchillo.
Mi mano tembló y el filo del cuchillo raspó la piel de mi cuello, cuando escuché sus pasos sigilosos, acercándose.
Dio otra pitada al cigarro, lo sé porque vi cómo el fuego se intensificó en la oscuridad. Pensé que al fin conocería su rostro, pero no fue así. Él permaneció escondido en la línea limítrofe que formaba la oscuridad con el claro.
Su cuerpo apenas rozó aquella línea. Lo único que pude ver de ese hombre fue lo que había de sus pectorales hacia abajo.
Era grande y estaba segura de que, debajo de ese inmaculado e impoluto traje hecho a la medida en color gris oscuro, que vestía, había un cuerpo bastante bien trabajado.
Extendí mi mano hacia el frente, empuñando el cuchillo con firmeza y gallardía, para amenazarlo.
—¡Atrás! —le ordené—. ¡Atrás o les juro que voy a matarlos a todos!
«Como si lo hubiera podido lograr».
Su risa, espeluznante, maquiavélica, pero a la vez perfecta, de dientes blancos y relucientes, destelló en la oscuridad, del mismo modo en que lo hicieron sus ojos, que brillaron siniestros, congelándome por completo.
—¡Atrás! —repetí, tratando de no sonar asustada, pues algo tenía ese hombre que me causaba un miedo terrible que me encrespaba los vellos de la nuca.
Otra risa siniestra resonó en la oscuridad y en fracción de segundo, y sin darme tiempo a reaccionar o a poder reconocer su rostro cuando se movió, Gianni Cappellari dio una zancada, me desarmó, me dio la vuelta, me tomó por el cuello, apretando su cuerpo contra mi espalda y, un par de segundos después, todo se volvió oscuro y volví a perder la consciencia de lo que sucedía a mi alrededor.
Ligeras, confusas y borrosas imágenes de mi cuerpo siendo metido a un enorme saco y arrastrado por el suelo, hacia donde solo Dios y quién ejecutaba el trabajo, sabían, pasaron por mis ojos.
«Estaba muerta», pensé. Y, si no lo estaba, pronto lo estaría, ya que estaba bastante segura de que lo que me deparaba el destino era una de las formas favoritas de la mafia italiana para acabar con sus enemigos: encostalarlos y enterrarlos vivos en sepulturas clandestinas en el bosque.