Punto de vista de Lucien
El silencio en el dormitorio era denso, como una densa niebla que se colaba por cada rincón. Aleron seguía temblando ligeramente en su cama, con el pecho subiendo y bajando con cada respiración agitada. Me quedé allí, observándolo desde mi sitio, sintiendo esa extraña mezcla de ira y algo más... algo que no lograba identificar.
—Oye, hermano... —Cassian rompió el silencio con su tono despreocupado—. Asustaste al niño. Casi se mea encima.
Puse los ojos en blanco pero no respondí.
—No deberías haberle dado la orden de alfa —intervino Axel, con su voz profunda pero tranquila que atravesó la tensión—. Es nuestro compañero de piso; solo es su segundo día aquí.
—¿No viste su actitud cuando entré? —gruñí, volviéndome hacia ellos—. Me miró como si yo fuera el malo.
Axel sostuvo mi mirada, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Lucien... se han burlado del chico todo el día. Colter puso a todos en su contra. ¿Y lo culpas por estar a la defensiva?
Su comentario me impactó más de lo debido. El recuerdo de la cafetería, las risas y los gritos me asaltó.
“Qué irónico viniendo de ti”, añadí en respuesta a Cassian, borrando su sonrisa habitual. Te burlaste de él desde el primer día.
"¿Se te ha olvidado que tú también eras novato?" Mis comentarios fueron inofensivos; en cambio, quieres intimidarlo.
Un gruñido bajo escapó de mi pecho. No entendían. No podían ver lo que yo veía.
—Oye, Lucien... —insistió Cassian, ahora con un tono más serio—. Es normal que reaccione así. Y sí, tienes razón: Axel y yo también lo hemos molestado. Pero me disculparé... y tú deberías hacer lo mismo.
—Hagan lo que quieran —dije con frialdad, dándoles la espalda.
El timbre de mi teléfono interrumpió el silencio. Saqué el dispositivo del bolsillo y miré la pantalla. Era mi madre.
“¿Sí?”, respondí en un tono neutral.
Lucien, cariño, no olvides venir a casa esta noche. Hay una cena importante y tu padre espera que seas puntual.
“Estaré allí”, respondí, colgando antes de que pudiera decir nada más.
Guardé el teléfono y respiré hondo. Sentía un peso mayor que nunca sobre mis hombros. Me giré ligeramente hacia Axel y Cassian, que me observaban expectantes.
“¿Vienes a la ceremonia de bienvenida?” preguntó Axel.
Asentí brevemente y salí del dormitorio sin decir otra palabra.
El rugido de mi moto Ninja rompió el silencio de la noche. El aire frío me azotaba la cara mientras descendía por la sinuosa carretera que conectaba la academia con la ciudad. Árboles altos y oscuros flanqueaban el camino, con sus ramas retorcidas extendiéndose hacia el cielo estrellado como brazos esqueléticos.
El camino estaba lleno de curvas cerradas y tramos empinados. Cualquier persona normal se sentiría intimidada conduciendo aquí de noche, pero para mí fue casi terapéutico. Cada curva y cada aceleración me hacían sentir que tenía el control en este mundo caótico.
La academia se construyó en la cima de una montaña, lejos de la vista humana. Pero más abajo, en las afueras, otras academias similares se alzaban como fortalezas entre los árboles. No éramos los únicos. Este mundo que compartíamos, oculto a los humanos, se regía por un delicado equilibrio.
Nuestros antepasados abandonaron las cuevas y la naturaleza salvaje para construir una sociedad funcional, adaptarse y prosperar entre los humanos. Pero aunque adoptamos sus costumbres, sus ciudades y sus conocimientos, la jerarquía siguió siendo el núcleo de nuestra existencia.
El respeto y el poder eran innegociables. Mi padre, el rey Aldric Reinhardt, había construido un imperio sobre estos valores. Era fuerte, inteligente y siempre iba un paso por delante. Su mirada podía doblegar al alfa más feroz con una sola mirada.
Él espera lo mismo de mí. Quiere que siga sus pasos: que sea más fuerte, más astuto, más despiadado si es necesario. Pero lo que más odia es la debilidad.
Yo también lo odio. La rebelión de los débiles me irrita profundamente.
Sin embargo…
La imagen de Aleron apareció de repente en mi mente. Sus grandes ojos turquesa, enmarcados por pestañas oscuras y rizadas, me miraron fijamente. Había algo extraño en su mirada. No había sumisión ni miedo, o al menos no el miedo que otros mostraron antes que yo.
Se atrevió a sostener mi mirada, sin apartar la mirada incluso cuando mi aura lo aplastaba.
Eso no era normal.
Apreté la mandíbula al acelerar la moto. ¿Quién demonios era ese chico? ¿Por qué me molestaba tanto su actitud?
Había algo en él que no encajaba del todo, algo que me hacía sentir incómodo, como si estuviera pasando por alto un detalle crucial.
Mis manos agarraron fuertemente el manillar mientras el rugido del motor llenaba mis oídos.
No importaba. Aleron necesitaba comprender su lugar en esta academia, en este mundo. No podía permitir que un simple novato, un chico sin experiencia, socavara mi posición.
Pero entonces ¿por qué no podía apartar su mirada de mi cabeza?
El camino finalmente se abrió hacia la ciudad. Las luces parpadeaban a lo lejos, como estrellas artificiales esparcidas por el horizonte.
Me dirigí directamente a mi casa, la finca Reinhardt, donde el peso de mi apellido y las expectativas de mi padre me esperaban como una losa de piedra sobre mis hombros.
Pero incluso cuando entraba en las calles bien pavimentadas de la ciudad, la imagen de esos ojos turquesa continuaba acechándome como un fantasma.
El rugido del motor de mi Ninja se apagó lentamente al entrar en la Mansión Reinhardt. Las enormes puertas de hierro forjado se abrieron automáticamente, permitiéndome acceder al sendero pavimentado que serpenteaba entre jardines impecablemente cuidados. La mansión se alzaba majestuosa al final del camino de entrada: una estructura de piedra gris con grandes ventanales y balcones adornados con hiedra verde.
El aire olía a rosas y a hierba recién cortada, un aroma que siempre me había reconfortado. A ambos lados del sendero, fuentes talladas en mármol reflejaban la tenue luz de las farolas, mientras el agua goteaba con un murmullo constante.
Los guardias alfa patrullaban discretamente los terrenos: guerreros de confianza de mi padre, hombres entrenados no solo para proteger la propiedad, sino también el legado del apellido Reinhardt. Vestían uniformes negros con insignias plateadas en los hombros y se movían con una disciplina casi militar.
Cuando llegué a la entrada principal, un mayordomo abrió la puerta para dejarme entrar. Al cruzar el umbral, el aroma familiar de madera pulida, flores frescas y el toque inconfundible de mi madre en la cocina me envolvió.
El vestíbulo era inmenso, con un techo abovedado y una gigantesca lámpara de araña de cristal colgando en el centro, proyectando reflejos multicolores sobre el suelo de mármol. Una gran escalera de caracol se dividía en dos direcciones, conduciendo a las alas este y oeste de la mansión.
“¡Lucien!” resonó la voz de mi madre desde la cocina.
Me giré hacia el arco que daba al área de servicio, justo a tiempo de ver a mi madre salir corriendo, con la cara llena de harina y el pelo ligeramente despeinado. Un delantal manchado colgaba sobre su sencillo vestido.
“¡Hijo, por fin estás aquí!” dijo con una sonrisa que iluminó su rostro.
Se acercó rápidamente y me abrazó con fuerza, dándome un beso en la mejilla. Su calidez siempre lograba aliviar la tensión en mis hombros, aunque solo fuera por unos segundos.
—Estás hecha un desastre, madre —dije con una sonrisa torcida.