Punto de vista de Aleya
Después de que me echaran literalmente de la mesa, decidí buscar un sitio donde pudiera comer sin que me molestaran. Pero, claro, en un comedor abarrotado y con una jerarquía social tan marcada, encontrar un espacio neutral era casi imposible.
Estaba a punto de resignarme a comer de pie cuando un desconocido se me acercó. Llevaba unas gafas enormes que le quedaban desproporcionadas, y su ortodoncia brillaba bajo las luces del comedor. "Hola", dijo nervioso, con una sonrisa tímida. "¿Quieres comer con nosotros?"
Miré en la dirección que me indicó. Una mesa en la esquina, aislada de las demás. Había un chico regordete de pelo rizado, más concentrado en su plato que en el mundo que lo rodeaba, y otro chico, flacucho, con ojos saltones que lo hacían parecer un pez fuera del agua. Era evidente: había encontrado la mesa de los marginados.
"¿Por qué no?", pensé, cogiendo mi bandeja. No tenía nada que perder.
Cuando me senté, el chico de las gafas —Josh, como pronto supe— empezó las presentaciones. El gordito era Tobias, y el flacucho, Baltimore. Todos eran betas, hijos de betas. Ninguno tenía logros destacables y, en sus propias palabras, no eran «buenos en nada especial».
Mientras los escuchaba hablar, no pude evitar pensar en lo injusto que podía ser el mundo. Allí estaban estos chicos, invisibles para los demás, mientras que otros, como mis compañeros de piso, eran tratados como reyes simplemente por haber nacido en el lugar correcto.
"¿Cómo te llamas?" preguntó Tobias con la boca llena.
—Aleron —respondí, intentando sonar lo más neutral posible. Era evidente que no representaban ninguna amenaza para mi disfraz, pero aun así preferí ser cauteloso.
Josh sonrió, ajustándose las gafas. "Es agradable ver una cara nueva por aquí. Normalmente, nadie quiere sentarse con nosotros".
“¿Y eso por qué?” pregunté, aunque la respuesta era obvia.
"Porque no somos como ellos", respondió Baltimore, señalando con la cabeza hacia el centro del comedor, donde el dinámico trío aún reinaba. "Cassian, Axel y Lucien. Lo tienen todo: chicas, dinero, fama e incluso un poco de inteligencia".
Solté una risa seca. "Créeme, no querrás conocerlos más de lo necesario".
Josh me miró intrigado. "¿Los conoces?"
"No por elección propia", dije, dándole un mordisco a mi comida. "Son mis compañeros de piso".
Eso causó un gran revuelo. Los tres empezaron a hablar a la vez, acribillándome a preguntas como si acabaran de descubrir algo monumental. ¿Cómo era compartir espacio con ellos? ¿Eran tan geniales como parecían? ¿Había algo que no supieran de ellos?
Intenté responder con la mayor paciencia posible, pero su entusiasmo era agotador. Al parecer, mis tres compañeros de piso no solo eran los reyes del comedor; también eran el ejemplo a seguir para los marginados.
—Son los reyes de esta escuela —dijo Tobias con un suspiro—. No podemos evitar envidiarlos.
No pude evitar pensar en lo irónico que era. Para estos chicos, Cassian, Axel y Lucien eran perfectos. Pero yo, que tenía que lidiar con ellos a diario, sabía la verdad: eran arrogantes, vanidosos y, en el caso de Lucien, peligrosamente inteligentes.
«Reyes», murmuré para mí mismo, mirando mi bandeja. «Si supieran».
—No son reyes —dije, dándole otro mordisco—. Son solo tres moscas.
Josh, Tobias y Baltimore se rieron a carcajadas, y por primera vez desde que llegué, sentí que podía relajarme un poco. No me miraban como si fuera un bicho raro ni intentaban imponerse como Cassian, Axel y Lucien. Eran simplemente... normales.
—Perfecto —dijo Baltimore, golpeando la mesa con una risa ahogada—. Tres moscas que se creen leones.
“Moscas con coronas”, añadió Tobias, ajustándose las gafas con una sonrisa.
Me uní a la risa, pero de repente, algo cambió. Un dolor agudo, como un puño cerrado, me retorció el estómago. Me quedé paralizado, dejando caer el tenedor en la bandeja. Sabía exactamente lo que estaba pasando.
«Maldita sea», pensé, sintiendo un sudor frío correr por mi frente. Había cogido un poco de todo en el bufé sin pensarlo dos veces. Y ahora, mi intolerancia a la lactosa me estaba haciendo pagar el precio.
Otro calambre me obligó a apretar los labios con fuerza. Mis intestinos protestaron con una intensidad que no pude ignorar. Luna, por supuesto, aprovechó la oportunidad para intervenir.
¿Qué haces sentado? Levántate antes de que redecores el lugar.
—Cállate, Luna —respondí mentalmente, sintiendo que mi cuerpo empezaba a traicionarme. Necesitaba moverme. Ya.
Me levanté bruscamente, ignorando las miradas curiosas de los chicos. "Eh... Vuelvo enseguida", dije apresuradamente, caminando hacia la salida del comedor con pasos cada vez más rápidos.
"¿Estás bien?", preguntó Josh, pero no respondí. No podía. Cada segundo contaba, y la idea de tener un accidente allí, rodeado de desconocidos, era una pesadilla.
Corrí al baño, rezando a todos los santos, conocidos y desconocidos. «Esto no puede estar pasando», pensé mientras cada paso se me hacía eterno. El dolor en el abdomen era insoportable, como si mi cuerpo estuviera a punto de expulsar una nave espacial. Sentía como si una bomba de Hiroshima estuviera a punto de detonar dentro de mí.
—¡Qué vergüenza! —intervino Luna, riendo—. Pero al menos será memorable. Si sobrevives, claro.
—Cállate, Luna —gruñí mentalmente, agarrándome el abdomen. Entré como un rayo por la puerta del baño de hombres, ignorando cualquier mirada que pudiera dirigirse hacia mí. No tuve tiempo de pensar en la lógica de mi disfraz ni en lo extraña que debía de parecer. Mi única misión era encontrar un cubículo vacío antes de que ocurriera el desastre.
Llegué justo a tiempo, cerrando la puerta de golpe. Cuando por fin encontré alivio, dejé escapar un suspiro de pura gratitud. «Gracias, gracias, gracias», murmuré en mi mente, casi agradecida al universo.
Pero mi victoria duró poco.
Al salir del cubículo y acercarme a los lavabos, el destino decidió que mi humillación aún no había terminado. Al inclinarme para lavarme las manos, sentí un pie en mi camino. Tropecé y caí de bruces, incapaz de reaccionar a tiempo.
En mi caída, intenté agarrarme a algo, a cualquier cosa. Y, por supuesto, lo que encontré no fue una pared ni un lavabo. Eran unos pantalones.
El chico al que pertenecían, que estaba orinando junto a los lavabos, soltó un grito ahogado al caer su ropa al suelo, dejándolo completamente expuesto. El baño estalló en risas y gritos, y yo, en el suelo, solo podía pensar en lo terrible que era mi suerte.
“¡Te voy a matar, chico nuevo!” rugió el desafortunado muchacho, subiéndose los pantalones con la cara roja como un tomate.
—¡Ay, Aleya! Eres un desastre andante —comentó Luna entre risitas—. Pero al menos será entretenido.
No tuve tiempo de responder. El chico, a quien ahora reconocí como Jombo , un gigante con músculos que parecían tallados en piedra, me fulminaba con la mirada. Se abalanzó sobre mí con una fuerza que me hizo pensar que me aplastarían como a una mosca.
“¡Bueno, estoy jodido!” fue mi último pensamiento antes de esquivar su primer golpe por puro reflejo.
Era un mastodonte, abalanzándose sobre mí en un ataque de furia, asestando puñetazos salvajes. Debido a su tamaño, era algo lento, o juro que me habría aplastado contra la pared. Mis reflejos eran decentes, pero solo esquivaba de un lado a otro porque no me dejaban escapar. Los chicos, al ver la pelea, nos rodearon formando un círculo, y cada vez que intentaba colarme por una esquina, me empujaban hacia el centro. Era una pesadilla.
Por un instante, lo vi: la razón por la que había caído: Lucien estaba en un rincón, con los brazos cruzados, una sonrisa dibujada en el rostro y sus ojos clavados en mí. Maldito idiota.
Juro que intenté explicarme, decir que fue un accidente, pero nadie me escuchaba. Me empujaron hacia el centro por segunda vez mientras intentaba escapar, y como me distraje, casi me golpean. Pero entonces, mi pie se deslizó hacia adelante por el agua en el suelo, e instintivamente, me partí las piernas.
—¡Uf! —exhalé aliviada—. Gracias, clases de ballet, por salvarme de ese puñetazo.
El mastodonte se detuvo un instante, visiblemente aturdido por mi inesperada maniobra. A nuestro alrededor, algunos chicos soltaron risas ahogadas, mientras que otros parecían impresionados. Pero la pelea no había terminado, y yo seguía atrapado en el centro de ese maldito círculo.
El tipo no se rendía. Me levanté rápido porque un golpe más y estaría acabado. Y no podía gritar: "¡Soy una chica!". No podía arruinar mi disfraz así.
“¡Luna, haz algo!”, grité mentalmente.
—No soy tu niñera, ¡pero encuentra algo que te sirva! —respondió Luna con tono sarcástico.
Recorrí la habitación con la mirada hasta que vi un desatascador cerca del lavabo. Sin pensarlo dos veces, lo agarré con fuerza. Cuando el mastodonte volvió a la carga, logré esquivar sus golpes repetidamente, intentando contraatacar con el desatascador. Pero mis movimientos eran torpes y él se enfadaba cada vez más.
—¡Dale fuerte ya! —gritó Luna en mi cabeza, casi histérica.
Con un grito ahogado, reuní todas mis fuerzas y le estampé el destapador en la cara. Un silencio ensordecedor se apoderó de él mientras se desplomaba en el suelo con el destapador aún pegado a la cara. Me temblaban las manos, respiraba con dificultad y me sentía al borde de un ataque de nervios.
Gracias a Dios, en ese momento apareció un profesor. Su voz resonó por todo el baño mientras ordenaba a los chicos que se dispersaran. La multitud empezó a dispersarse a regañadientes, y yo me quedé allí paralizado, todavía con el destapador en la mano.
“¿Qué carajo está pasando aquí?” rugió la maestra.
Nos señaló a ambos con una mirada furiosa y nos ordenó que lo siguiéramos. Mientras caminábamos detrás de él, con el mastodonte frotándose la cara y murmurando insultos, sentí un escalofrío que me recorrió la espalda. Algo no iba bien.
Tras unos pasos más, me di cuenta: mis pantalones estaban rotos por detrás. ¡Rotos! Un agujero enorme dejaba mis calzoncillos completamente al descubierto. Escuché risas ahogadas detrás de mí y a un par de chicos señalándome.
“¡Al menos llevas boxers y no bragas!” dijo Luna entre risas.
Mi cara ardía de vergüenza y lo único que podía hacer era apretar los puños y maldecir en silencio.
“Vayan a cambiarse a los dormitorios y luego vengan directamente a la oficina del director”, dijo la maestra con severidad.
Asentí sin decir palabra, deseando que la tierra se abriera y me tragara entera. En cuanto crucé la puerta, oí más risas y susurros. ¡Mi primer día, y ya estaba en problemas! ¡No podía ser!
—Al menos sobrevivimos —murmuró Luna como si eso fuera un consuelo.
—Cállate, Luna —respondí, caminando lo más rápido posible hacia los dormitorios, con el rostro ardiendo de humillación.
Cuando regresé a la habitación, allí estaban: el trío de idiotas. Por supuesto, en cuanto crucé la puerta, empezaron a burlarse.
—No sabíamos que fueras tan bueno peleando, Aleron —dijo Cassian con una sonrisa de suficiencia—. Si quieres, podrías unirte al circuito de lucha de la escuela. Hay entrenamiento después de clases.
Axel se echó a reír a carcajadas mientras se relajaba en su cama, y yo simplemente puse los ojos en blanco. No tenía energía para lidiar con ellos después del desastre del baño. Los ignoré y seguí caminando hacia mi lado de la habitación.