Capítulo 13. Lo mismo de siempre

1760 Words
El vehículo se detuvo frente a la entrada de emergencias con un chirrido en los neumáticos por la velocidad en la que iba. Basilio no esperó a que el chofer ni nadie le abriera la puerta. Por su cuenta lo hizo y bajó de inmediato, llevando consigo a Bianca en los brazos. Su peso era ligero, casi irreal, como si el cuerpo no tuviera más fuerza que la de su respiración débil. El aire frío de la madrugada lo golpeó, pero no lo sintió. Solo escuchaba el sonido agitado de su propio corazón y el débil roce de la respiración de ella contra su pecho. Empujó las puertas dobles del hospital con el hombro, y éstas se abrieron con violencia. Ciro bajó del coche apenas un segundo después, pero no logró alcanzarlo; su jefe avanzaba con paso largo y decidido, sin mirar atrás, como si el mundo entero se redujera a ese cuerpo inerte entre sus brazos. —¡Necesitamos un doctor aquí, ahora mismo! —la voz de Basilio retumbó en todo el pasillo, ronca, cargada de autoridad y urgencia. Varias cabezas se giraron. Una enfermera, de rostro cansado y uniforme azul, corrió hacia él al ver el estado en que traía a la joven. —¿Qué le ocurrió? —preguntó, mientras caminaba a su lado, analizando a Bianca de pies a cabeza. —La encontré así —respondió él; en parte, no sabía qué detalles dar, pues no conocía realmente el estado en que ella se encontraba. Solo sabía que estaba fría, húmeda y que no había despertado desde que la halló tirada en el suelo—. No sé cuánto tiempo lleva inconsciente. Pero creo que tiene fiebre. La enfermera frunció el ceño, con un gesto preocupante. Era claro que Bianca no estaba bien. —¡Camilla, rápido! —gritó, girando el cuello hacia el fondo del pasillo. Un enfermero apareció en segundos, empujando una cama móvil. Basilio se inclinó apenas y la depositó con cuidado sobre el colchón, sin apartar la mirada de su rostro pálido. Su mano quedó suspendida un segundo sobre ella, como si le costara soltarla. El personal comenzó a moverse con precisión. Uno revisaba sus signos, otro le colocaba una mascarilla de oxígeno, mientras la enfermera cubría su cuerpo con una manta térmica. —Está fría como hielo —murmuró el enfermero. —Pero el pulso está ahí —añadió otro que se había sumado a ellos. El sonido metálico de las ruedas de la camilla retumbó cuando empezaron a empujarla hacia el fondo del pasillo. Basilio dio un paso al frente, instintivamente siguiéndolos. —Vamos, rápido —ordenó la enfermera a sus compañeros. La figura imponente de Basilio contrastaba con el caos médico que se desataba a su alrededor. Todo era blanco, brillante, aséptico, y él, con su traje manchado de barro, parecía una sombra dentro de aquel mundo. Cuando llegaron a las puertas que dividían la zona de urgencias a la sala de espera, la enfermera se volvió hacia él. —Señor, espere aquí —dijo la mujer con voz firme cuando noto que era capaz de seguirlos hasta adentro—. No puede pasar. La atenderemos de inmediato. En cuanto tengamos noticias, le avisaremos. No tuvo más alternativa que acatar aquella orden, algo poco común en él. Asintió con un leve gesto y la observó desaparecer tras las puertas que se cerraron de golpe. El corredor quedó sumido en un silencio espeso, solo interrumpido por el ritmo irregular de su respiración. No notó que estaba alterada, y no precisamente por haber corrido detrás del personal médico mientras empujaban la camilla, sino porque en el fondo una inquietud real lo carcomía por aquella muchacha. Por primera vez en mucho tiempo, Basilio Visconti no supo qué hacer. No podía amenazar a nadie, ni siquiera dar órdenes, no podía recuperar el control de aquello que se le escapaba entre las manos. Se quedó de pie, con la mirada fija en las puertas por donde Bianca había desaparecido. Se sentía extrañamente extraño, como si el ruido del hospital lo dejara suspendido entre dos realidades: la del hombre acostumbrado a controlar todo y la de alguien que, por primera vez, no podía hacer nada. Fue entonces cuando escuchó pasos apresurados detrás de él. Ciro se acercó, con el ceño fruncido y la respiración algo agitada. —Signore —murmuró, parándose a su lado—, ¿cómo está la muchacha? Basilio no respondió de inmediato. Tardó unos segundos en apartar la vista de las puertas. Su mandíbula se movió apenas, conteniendo el impulso de maldecir por no tener respuestas. —Más tarde nos dirán —contestó finalmente, con voz baja pero firme—. Por ahora solo la revisarán. Ciro asintió. Guardó silencio un instante, antes de atreverse a preguntar algo más. —Intenté llamar otra vez al teléfono del joven Tiziano —dijo con cuidado—. Pero sigue igual… directo al buzón. Basilio soltó un suspiro hondo, mirando hacia el suelo. Llevó una mano al bolsillo interior de su saco, buscando su móvil, pero no encontró nada. Frunció el ceño un instante… hasta que lo recordó. —Mierda… —murmuró con voz baja. No lo había olvidado en el coche, se lo había puesto a Bianca encima, para cubrirla antes de que bajaran del auto. Sin decir más, extendió la mano hacia su hombre. —Dame tu teléfono. Ciro se lo entregó al instante, sin hacer preguntas. Basilio lo tomó, la pantalla ya estaba desbloqueada, así que buscó entre las llamadas recientes. El nombre que buscaba apareció de inmediato: Señora Sylvana. Presionó el contacto y llevó el aparato al oído. La llamada apenas sonó dos veces antes de que su madre contestara, con el tono altivo que siempre usaba cuando se trataba de regañar a alguien. —¡Ciro! ¿Por qué no respondes mis llamadas? ¿Quién te crees que eres? No porque trabajes directamente con mi hijo, no creas que no puedo despedirte —la voz de la mujer era un látigo que resonaba incluso a través del auricular. —No es Ciro. —La voz de Basilio cortó su reclamo en seco. Hubo un segundo de silencio. Después, la respiración de su madre se escuchó más aguda. —¿Basilio? —dijo al fin—. ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado con tu hermano? —Eso mismo quiero saber yo —respondió él, con un tono tan controlado que resultaba más aterrador que un grito—. Más bien, debería ser yo quien te hiciera esa pregunta. ¿Dónde está Tiziano, madre? —No lo sé, Basilio… y aunque lo supiera, no te lo diría. —Su voz sonó firme, casi desafiante, y eso bastó para que el enojo en su hijo regresara—. No seas egoísta. Piensa en tu hermano por una vez en tu vida. Sabes que esto lo ha afectado mucho. —¿Solo a él? —soltó él, luego de una risa sin humor. Esa frase le ardió por dentro. Como si el dolor de los demás nunca contara. «Lo mismo de siempre», pensó, apretando la mandíbula. Su madre hablaba de Tiziano como si fuera el único que había perdido algo, como si ni él ni Francesca hubieran cargado con el peso de aquel dolor durante años. La rabia se le subió al pecho, lenta pero implacable, mezclada con esa sensación vieja de ser el hijo que siempre debía cargar con todo y callar. —Por supuesto que no, también a Francesca, a ti, a mí... pero más a él. Pero ya era tarde. En realidad, lo había sido desde hacía años. Desde que Basilio tenía memoria —o al menos la suficiente claridad para entender las cosas—, su madre había dejado ver esa preferencia marcada entre Tiziano y los demás. Ya ni siquiera se molestaba en disimularlo. Aun así, él contuvo la rabia. La tragó como tantas otras veces. —¿Sabes lo que hizo tu hijo? ¿Tienes idea del desastre que provocó? Y no solo eso… del daño que le hizo a esa chica. —Sea lo que sea que le haya hecho, se lo merecía —escupió con dureza, como si no le importara la vida de ese ser humano—. Por ser hija de ese hombre. La furia subió desde el estómago hasta la garganta. Basilio apretó los dientes, y sus nudillos se pusieron blancos alrededor del teléfono. —Si le pasa algo, el único que deberá responder será Tiziano —dijo entre dientes—. ¿No has pensado en eso? ¿En lo que puede costarnos esta vez? —No me interesa lo que le ocurra a esa muchacha —respondió Sylvana, sin un atisbo de culpa—. Pero a ti te corresponde hacer lo correcto como hermano. Proteger a Tiziano. No dejes que la policía lo toque… o si no. Basilio cerró los ojos. El sonido de su voz le taladraba la cabeza de aquella amenaza, aunque no era nueva. Había crecido escuchándola. “Protege a tu hermano, cueste lo que cueste. Haz lo que sea necesario. Eres su hermano mayor”. Apretó la mandíbula hasta que los músculos del rostro se le marcaron. Lo mismo de siempre: Sylvana poniéndolo en segundo plano, exigiéndole que diera la cara por los errores de Tiziano, como si su deber fuera cargar con todos los pecados de la familia. Pero ya no. —No voy a proteger a un rufián, madre —dijo al fin, con la voz baja y cortante como acero—. Si él hizo algo malo, debe hacerse responsable de sus actos. Así como hicimos que Palumbo pagara en prisión. No esperó respuesta. Colgó la llamada. El silencio volvió a llenarlo todo, pesado y espeso como el humo. Basilio bajó lentamente la mano que sostenía el teléfono y se apoyó contra la pared. Sentía el pulso en la garganta, la rabia mordiéndole los bordes del pensamiento, y detrás de todo eso, el rostro de aquella chica. Seguía clavado en su mente como una sombra que no lo dejaba en paz. Ciro, de pie a un lado, lo miró en silencio. Sabía que no era momento de hablar. Ni de darle su opinión, aunque nunca tomaba sus consejos. Solo se quedó ahí a su lado esperando noticias de la joven. Basilio respiró hondo, tratando de recuperar el control. Levantó la mirada hacia aquel pasillo y murmuró entre dientes, apenas audible: —Si vive… tratare de que todo esto cambie. Que esa rivalidad entre familias se acabe.
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