El trayecto se había vuelto interminable. El supervisor encogido contra la puerta, como si quisiera fundirse con el metal para evitar la mirada de Basilio, no soltaba palabra. Ciro iba en el asiento del copiloto, atento al camino y a las instrucciones que le arrancaba a la fuerza al muchacho.
Por su parte, Basilio intentaba, una y otra vez, marcar el número de su hermano. Seguía en las mismas, apagado. Cada vez que lo enviaba directo al buzón era un recordatorio del desastre en el que Tiziano podía haberse metido.
La paciencia se le acabó. Con un gruñido, lanzó el móvil al asiento junto a él. El aparato rebotó, y el empleado dio un respingo creyendo que el golpe iba dirigido a él.
El silencio era tan tenso, hasta Ciro lo cortó.
―¿Aquí giraremos? ―preguntó, sin despegar la vista del camino estrecho y lodoso.
Basilio cerró los ojos por un segundo, buscando aire, buscando no explotar antes de llegar. Apenas los abrió, el teléfono vibró en el asiento. Miró de reojo la pantalla iluminada: Madre.
Soltó un suspiro cansado y profundo. No tenía tiempo ni energía para lidiar con Sylvana. Sabía que al contestar lo llenaría de preguntas, que lo presionaría a no ser duro con su hermano, y que le exigiría que lo protegiera primero a él que a nadie.
Dejó sonar su móvil.
Segundos después, volvió a vibrar. Esta vez lo tomó solo para apagarlo. Guardó el aparato en el bolsillo interno del saco, cerrando el gesto con rabia contenida. No podía cargar con ella ahora. Bastante tenía encima.
Miró por la ventana. El amanecer ya despuntaba, un hilo gris y naranja entre los árboles. La tormenta de horas atrás había cedido, y ahora solo quedaban gotas aisladas cayendo sobre la tierra blanda.
El camino, un lodazal traicionero, había retrasado todo. Habían cambiado de coche a un todoterreno, pero aun así cada metro ganado había sido una pelea contra el barro.
—Allí está —soltó el empleado, señalando con un dedo tembloroso hacia adelante.
Basilio giró la cabeza. Entre los árboles, a lo lejos, la silueta de una construcción vieja emergía en medio de la maleza. Oscura, fuera de lugar, como una herida en el paisaje.
—¿Qué demonios es ese lugar? —preguntó con dureza.
—No lo sé —balbuceó el hombre—. Yo no entré. Solo vine a dejar las cosas que el joven Tiziano me pidió, días antes de que él viniera.
El silencio de Basilio pesó como plomo. Finalmente, levantó la voz, seca:
—Detén el coche.
El chofer frenó con esfuerzo sobre el barro.
—Signore… el terreno es frágil. El agua quizás pueda llegarle arriba de los tobillos, podría hundirse.
Basilio abrió la puerta sin mirarlo. Por supuesto no iba a esperar ahí dentro a que el sol secara gran parte de esa tierra.
—No importa.
Puso un pie en el suelo húmedo. Antes de cerrar, se inclinó lo justo para mirar al supervisor, que se encogía aún más en el asiento trasero.
—Tú te quedas aquí. Ni se te ocurra bajar.
El portazo resonó en el amanecer como una sentencia.
Ciro lo siguió con un paraguas abierto, cuidando que ninguna gota lo alcanzara. Basilio se detuvo apenas, giró la cabeza y gruñó:
—Guárdate esa mierda. Solo son gotas.
El hombre asintió de inmediato, cerrando el paraguas en silencio. Apenas lo hizo, el móvil en su bolsillo comenzó a vibrar. Respondió casi por reflejo, y al segundo palideció.
—Signore… es la señora Sylvana.
La mirada que Basilio le lanzó fue suficiente para helarle la sangre. Una condena muda que lo hizo encogerse de hombros, disculpándose en un murmullo que apenas salió de sus labios, cuidando que la mujer al otro lado no lo escuchara:
—No puedo rechazar una llamada de la señora… usted sabe cómo me puede ir.
Basilio soltó un suspiro cansado, más de hartazgo que de rendición. De un manotazo le arrebató el teléfono y siguió caminando sobre el barro, el cual ya le empapaba los zapatos y manchaba los bajos de su pantalón oscuro. Pero no le importaba. Eso era lo de menos.
Lo único que le quemaba la mente era la posibilidad de encontrar a Tiziano allí dentro. Y con él… a la chica.
«¿Y si es verdad? ¿Y si la tiene encerrada en ese cascarón de ruina?»
La voz de su madre lo sacó de ese pensamiento, desgarrando la línea con gritos que parecían cuchillos atravesando la bocina.
—¡No seas capaz de hacerle eso a tu hermano! —rugía Sylvana con una furia que atravesaba el aire. —Es tu sangre. Ella no es nada tuyo, solo basura igual que su padre.
Basilio cerró los ojos un instante, el pecho encendido. «¿Cómo podía ser tan fría con los demás?». Amaba a sus hijos, sobre todo a Tiziano, pero el resto de la humanidad para ella no merecía ni compasión ni justicia. Menos aún alguien con el apellido Palumbo.
La voz de su madre seguía perforándole el oído, pero en su mente ya había tomado una decisión.
Si su hermano le había hecho daño a esa muchacha, si en verdad la tenía privada de su libertad dentro de esas paredes podridas, entonces estaba cruzando una línea que ni el apellido Visconti ni la sangre podían justificar.
Lo quería, era su hermano, sí. Pero permitir que se ensañara con una mujer, con un ser inocente e indefenso… eso no iba a pasar.
No mientras él respirara.
—Madre, no tengo tiempo ahora; hablamos cuando regrese. —Cortó sin esperar respuesta y le devolvió el móvil al guardia con un ademán seco.
Los escalones crujieron bajo sus botas. La puerta de aquel edificio no estaba cerrada: colgaba torcida, apenas sujeta, como una manija podrida que amenazaba con cerrarse sobre cualquiera que osara entrar.
Basilio la miró un segundo; no le preocupaba tanto el paso en sí como la posibilidad de que el techo o las paredes cedieran al menor empujón y los enterraran vivos. Pensó en su madre gritando por teléfono y en Tiziano perdido; la ansiedad le apretó el estómago, pero no aflojó sus manos.
Empujaron. La puerta de acero chirrió, gimió y un estrépito recorrió los cimientos; el edificio pareció temblar un segundo. Vibró la tierra bajo sus pies, una advertencia muda. No había vuelta atrás.
Ambos hombres —altos, cuerpos anchos— no podrían colarse por la rendija entre umbral y puerta, así que la abrieron de par en par y pasaron al interior con paso controlado.
El silencio los recibió. Un olor a humedad, polvo y cosas viejas se pegó a la piel. Ciro no pudo callarlo:
—¿Cree que esto resista? —preguntó, con la voz baja, cerrando los puños al costado, sin quitarle la mirada de encima a Basilio. —No creo que el joven… esté aquí. Este lugar está a nada de venirse abajo; nadie sensato se quedaría.
Basilio lo miró sin mover los labios. La furia le bullía en el pecho por mil razones —por la acusación, por la desaparición, por su hermano— pero la orden salía fría y precisa.
—Busca las habitaciones —dijo—. Si todavía se les puede llamar así. Revisa puertas cerradas. Ábrelas con cuidado. Si hay algo del otro lado, tal vez nos pueda servir para saber dónde se ha metido Tiziano.
No añadió más. Se separaron. Ciro tomó la izquierda; Basilio la derecha. Sus pasos eran cuidadosos, sus ojos atentos a cualquier movimiento o cosa extraña y con la respiración contenida, con temor a que, si respiraban más de lo debido, las ruinas los aplastaran.
Era claro que no se iba a ir de ahí hasta encontrar algo que valiera la pena, algo que le dijera que su hermano estuvo en ese lugar.
Pasaron por cada pasillo y abrieron cada puerta quejosa pero con mucho cuidado. Basilio no pensaba en otra cosa que en Tiziano y en la voz de su madre: si su hermano había cruzado una línea, lo sacaría de allí, y si la joven estaba ahí, la arrancaría de ese agujero sin pedir permiso.
Fue entonces cuando oyó a Ciro llamarlo, con voz firme y más alta de lo normal, pero sin gritar. No quería provocar un derrumbe encima de sus cabezas.
—Signore, creo que encontré algo.
Basilio se detuvo en seco y giró de inmediato hacia el otro pasillo. Su guardia estaba de pie frente a una puerta más resistente que la principal, todavía en su lugar y cerrada a presión.
Observaba con tensión por una rendija rectangular.
—¿Qué ves? —preguntó Basilio, acercándose.
—No estoy seguro, signore. Si mi vista no me falla, hay un cuerpo inerte en el suelo. Pero entre el barro y la oscuridad apenas se distingue. No puedo asegurarlo.
Un escalofrío heló a Basilio. El pánico lo atravesó de golpe: ¿y si era su hermano? ¿Cómo demonios habría terminado ahí dentro? La otra opción lo golpeó con la misma fuerza. La chica. No quería creerlo. No quería aceptar que Tiziano pudiera llegar tan lejos.
—Hazte a un lado. —Su voz fue un filo. Lo apartó y se inclinó hacia la rendija.
Cuando sus ojos se ajustaron a la penumbra y distinguió la silueta pequeña y delgada, tendida en el suelo, la rabia volvió a arderle en las venas.
—Con un demonio… —murmuró, apretando los dientes—. Esa puede ser la chica que están buscando.